Por Jessica Oliva García

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Selección del concurso

“Supongo que no es de los que se dejan llevar por el aroma del jazmín”…. dice la muy distinguida Blanche DuBois. ¿Y quién puede olvidar las declaraciones de la heroína de “Un tranvía llamado deseo”, obra del laureado Tenessee Williams, después de haberla conocido?

Este diálogo, también pronunciado con fragilidad por la actriz Vivien Leigh en la adaptación que Elia Kazan exitosamente hizo para la pantalla grande en 1951 (protagonizada también por Marlon Brando), hacía ya referencia a esa flor que quiere seguir perfumando la vida aun después de que se ha metido el sol. Jazmín es la anfitriona de la noche, la hechicera, la defensora del estilo y de la virtud en plena oscuridad; la que de cierta forma pretende que aún es de día, aunque ya no lo sea.

Aunque el mismo Woody Allen negó que “Jazmín azul” (“Blue Jasmine”), el filme número 44 que escribe y dirige, pretenda ser una reinvención de esta pieza de dramaturgia, es imposible ignorar los paralelismos entre la historia tragicómica de su Jasmine Francis y la de Blanche DuBois. Quizá se deba a que Cate Blanchet, la actriz que eligió para encarnar a esta mujer de ‘socialité’, también protagonizó hace un par de años la puesta en escena de la obra de Williams en Nueva York. Con una maleta en mano y una mirada perdida, Blanchet se apoderó del escenario en una interpretación de DuBois que, según las mejores críticas, no se había visto desde el estreno de la obra en 1947.

Dicho esto, quizá es necesario aclarar que “Jazmín azul” no es un ‘remake’, ni un resabio del filme de Kazan. Puede que tampoco sea acertado etiquetarla como una reinvención de la obra de teatro, pues, de serlo, se quedaría tan sólo en la ligereza de los guiños, evadiendo algunos de los temas centrales (como la complicada atracción entre Blanche y el esposo de su hermana). Más bien, Allen hace referencia una vez más ­a la obra de otro autor –como lo hizo alguna vez con la de Ingmar Bergman en “Interiores” (1978) – para crear un relato profundamente americano y que retrata el desmoronamiento emocional, mental y social de una mujer.

Jasmine Francis, o mejor dicho Jeanette Francis (encarnada por una memorable Cate Blanchet), es una dama que posee el don de reinventarse a costa de lo que sea. En medio de su burbuja de la alta sociedad de Manhattan, a lado de su adinerado esposo (interpretado por Alec Baldwin), parece haberse olvidado por completo de su verdadero nombre, de su familia y hermana adoptiva, y de que, en realidad, quizá no haya nada detrás de ése aroma floral de cortesía y condescendencia que se esfuerza por despedir en todo momento.

Su llegada al sencillo departamento de su hermana (Sally Hawkins), tras hallarse en la bancarrota por los movimientos ilegales de su esposo, es el inicio de una historia que se desarrolla en dos tiempos y dos lugares. La sensualidad de la Nueva Orleans de los años cincuenta, en la que Williams sumergió a Blanche, es reemplazada en el filme de Allen por un Manhattan y un San Francisco contemporáneos, escenarios del pasado y del presente de la protagonista, que vamos descubriendo oportunamente y sin prisas. El guión entreteje con agudeza una narración paralela en ‘flashbacks’ con la lucha de Jasmine por mantener “el estilo”, mientras convive con el novio de su hermana, Chili (Bobby Cannavale), y ahoga su neurosis y narcisismo en alcohol y Xanax.  El director octogenario nos presenta así a una heroína  insalvable, que evoca desprecio y simpatía al mismo tiempo, pero que es constantemente sacudida sin esperanzas de redención.

“Jazmín azul” tiene un elenco de lujo, pero a al final se trata de un filme que le pertenece por completo a su heroína y dicha heroína le pertenece por completo a Cate Blanchet. No es una obviedad hacer énfasis en esto, pues Allen es famoso por protagonizar de una u otra forma sus largos; ya sea apareciendo en ellos íntegramente o a través de un ‘alter ego’: como una sombra de nihilismo y neurosis creativa fácilmente identificable– patente sobre todo a partir de la galardonada “Dos extraños Amantes” (Annie Hall). Sin embargo, en esta ocasión, él se encuentra ausente. Jasmine es Jasmine, y a lado de ella, los personajes de sus largos de los últimos años terminan por palidecer en la memoria– incluyendo al soñador Gil en “Medianoche en París” y las sensibles damas de “Vicky Cristina Barcelona”.

Mucho se ha hablado ya de las cualidades de esta película. Es sin duda uno de los mejores trabajos fílmicos de Woody Allen en varios años, distinto, pero con los elementos característicos de su estilo. Su narrativa es placenteramente compleja, en ese punto medio entre arte y entretenimiento que el mismo director ha criticado de su propia filmografía, pero que también le ha hecho acreedor a halagos de genialidad. También está presente el dolor que subyace a la comedia, la música (en esta ocasión, los las canciones de blues de Louis Armstrong) como un elemento principal que acompaña el absurdo, la neurosis, la feminidad, el nihilismo y, sobre todo, la nostalgia por vivir una realidad alterna.

“Jazmín azul” es una joya en términos de dirección, guión y actuación, con la capacidad de oscilar entre el drama psicológico y la tragicomedia en cuestión de segundos, pero, lo que la hace memorable es que suscita reflexiones sobre el sueño americano y su relación con la evasión de la realidad, que muchas veces no es más que la creencia enérgica de que somos– o deberíamos ser– más de lo que somos ahora. Si el cine puede o no hacer filosofía es un debate inconcluso, pero es innegable que tiene la capacidad de señalarnos verdades que laten dentro de nosotros. ‘Jazmín’ nos recuerda que en la reinvención de nosotros mismos, premisa americana por excelencia y que aquí se manifiesta patológicamente, siempre hay un dejo de mentira.

La soledad de Jasmine Francis no es una soledad vulgar: es la soledad del simulador. Octavio Paz ensayó alguna vez a la mentira y la simulación como una forma de engañarnos a nosotros mismos y de rozar nuestras aspiraciones, como un atajo que acorta la distancia entre lo que somos y lo que queremos ser. Se trata de un aparentar que busca la autenticidad y que, más veces que menos, logra convertirse en tal. En este caso, las mentiras de Jazmín no responden a una intención grosera de engañar, sino a su necesidad de acercarse a lo que quiere ser– ‘alguien substancial’, en sus propias palabras­– con la esperanza de que fantasía y realidad se fundan finalmente. Ella, tal como la Blanche Dubois de Tenessee Williams, desea ser rescatada de todo lo que considera sórdido e inferior a ella: de su pasado, del mundo en el que vive su hermana y, claro está, de ella misma.

Después de todo, ¿acaso la reinvención de uno mismo no significa creer que eres algo antes de serlo?, ¿qué tan lejos estamos de Jasmine Francis y sus colapsos nerviosos? Quizá nada.

 

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