Por J. J. Flores Hernández

La pregunta por qué es el cine es también una pregunta por la memoria. La memoria, como el cine, no nos pertenece pero nos hace creer todo lo contrario. Y por ello hay cierto empeño en preservarla: porque se le cree se le reza. ¿A dónde se va la memoria cuándo morimos?, escribió Rodrigo Fresán. En “24º 51’ Latitud Norte” (2015) Carlos Lenin replantea la pregunta: ¿qué le sucede a la memoria cuando regresamos? Es quizás en la figura del diario en donde mejor han quedado sentadas las bases del cariño y asombro que se le tiene a los recuerdos. Un diario es la voz de la memoria porque se gesta con el mismo entusiasmo por olvidar que por recordar. Un diario es puro presente, jamás pierde su actualidad y eso lo confirma como un género literario. Con su segundo cortometraje Carlos Lenin lo apuntala como uno cinematográfico. Primera coordenada: sí, “24º 51’ Latitud Norte” como entrada en un diario. Un diario se escribe principalmente para no olvidar, lo que importa no es el futuro sino un presente siempre vivo aunque este sea insoportable.

Con un debut de dirección en cine como el cortometraje “3 y media vueltas en posición C” (2012) poco podría esperarse de Carlos Lenin. Presentado en su año en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato (GIFF) sus dos minutos de duración son más un regodeo visual que una historia de amor. La ventaja es que bien podría ser una efectiva publicidad. Lo que inspira una historia es a veces más soso que las hipótesis, en ese entresijo nace cierta ficción. Carlos Lenin, originario de Nuevo León, decidió emigrar al entonces Distrito Federal para estudiar cine en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) y por algunos años cambió de residencia. Gracias a esa decisión, a estar ahí, fue parte también del imprescindible documental “Vivos los llevaron, vivos los queremos” (2007) de Cecilia Serna como co-director, editor, jefe de producción y post-producción (el Dvd así lo señala, compruébelo, es reto). Todo eso importa porque hacen camino y crean una forma de sentir. Los diarios (en su acepción de periódicos –impresos o digitales-) albergan un poco más de realidad: el azote criminal padecido en Monterrey, extendido en Nuevo León, así como en el país. Hace tan sólo unos años la capital regia vivió una guerra por el territorio entre cárteles (Los Zetas y El Golfo) replicada oficialmente (Felipe Calderón) contra el narcotráfico.  Esa historia de la capital regia, contada a través de su Barrio Viejo y el Café Iguana, también rozan la memoria de Lenin. Tal vez no estuvo ahí pero, se intuye, se acuerda.

En “24º 51’ Latitud Norte” Ernie (Armando Hernández, pujante-compungido) tras diez años o más o menos, regresa a su lugar de nacimiento. Al hacerlo se encuentra con sus amigos de infancia Lobo (Humberto Rubio, salvaje), Banche (Jorge Adrián Espíndola, cumplidor), Kiko (Orlando Reséndiz, apenas visible) y Pollo (Andul Zambrano, perfecto). Aunque no sólo eso. Aquí o allá, la geografía poco importa, de lo que se trata es del regreso. Segunda coordenada: el tiempo no cambia, acentúa a las personas. Los motivos por los cuales Ernie decide regresar son inciertos, no los escribe en su diario, tampoco los dice o ya ni se acuerda empero seguro que los siente: “Nunca se puede regresar a un lugar así, a un recuerdo, a una imagen”. La edición, a cargo también de Lenin, es de una pulcritud avasalladora. El cortometraje no tiene un guión, se escribió montándolo, como cierta escuela y con maestría. Hay una voz disipada que es la de la memoria y otra que escribe sobre el viaje; ambas en off, son las claves para entender el peso del recuerdo, lo implacable del tiempo. Charlie Kaufman, hay que recordarlo, es quizás el cineasta con mayor preocupación por la memoria. Lo es porque sus personajes padecen un constate miedo a olvidar, a perder, a vivir. Carlos Lenin, queriendo o no, mostrando sus miedos también traza sus virtudes: el montaje, la memoria, el amor y la honestidad puesta en la historias, eso les relaciona.

Tomemos la siguiente escena. Un chivo muerto. La cámara a ras del suelo contempla la muerte y la vida. Un par de los amigos se arrellanan por encima y picotean el cuerpo tendido. Las voces hacen hipótesis de la muerte. Seguro fue por la guerra de los cárteles, uno. Sólo falta que tenga una narco manta, otro. Es una evocación, es una metáfora, es una ciudad asediada pero también un país que se ríe de su desgracia, que juega con lo inevitable.

Freud escribió “El chiste y su relación con lo inconsciente” (1905) a partir de la carcajada producida en ciertos sueños que le contaban o incluso propios. La risa no es inocente. Lacan agregó que lo importante de la risa es la implicación del cuerpo, la sacudida. Ambos psicoanalistas convergen, sin duda, en que hay risa ahí en donde yace una verdad desconocida, verdad de naturaleza inconsciente. Carlos Lenin lo explica mejor y en cinematográfico. A la orilla de la carretera un hombre (Silverio Palacios, atinado-atinando) pide aventón. Tres de los amigos en  camioneta se detienen, lo levantan. Parece que una conversación ya estaba iniciada. ¿Y entonces qué hacemos con el cuerpo?, se pregunta Pollo al volante. Vierten ideas, peros y muchas más risas. El recién llegado sólo escucha con terror. ¿Y usted qué opina compadre? No responde y menos cuando con un arma surge la amenaza contra el silencio: habla o muere aquí. Risas. No se asuste compadre, es una broma. El juego con el arma se extiende en más de una ocasión. Como niños, infantes más bien, juegan con la única realidad que les es posible: la de la violencia indiscriminada. Lenin no se detiene ahí. El chiste llega más lejos hasta el punto en que los amigos, que presumen una intimidad de años y desgracias, se golpean con saña y sin aparente motivación. En el juego de las armas la primera lastimada es la imaginación.

En “Buda explotó por vergüenza” (2007) de Hana Makhmalbaf hay una escena harto escalofriante. Un grupo de niños y niñas juegan. El escenario es la aridez de la tierra y una guerra. El juego es entonces una extensión de la realidad: simulando armas se disparan entre sí, se asesinan aunque alguno sí pueda resucitar. Las niñas, como las mujeres del escenario en general, son encerradas, recluidas en una caverna y ese es su rol lúdico: obedecer. Una, no obstante, se rebela y con ello el juego deja de serlo. Rebelarse corrompe la realidad, la hace estallar. Ernie sería entonces un cobarde y un rebelde. Si Buda explota es porque la vida es insoportable. “Beasts of No Nation” (2015) de Cary Joji Fukunaga presenta un escenario semejante: el instante en el que se debe dejar de jugar y tomar las armas sin importar edad, ni condición. En “Los hermanos del hierro” (1961) Ismael Rodríguez plantea, entre el mar de metáforas y riquezas que tiene el filme, la renuncia de la infancia en pos de una venganza: la del asesinato del padre (Freud en todas partes). Lo que los tres filmes tienen en común es la presencia de las armas en la infancia, la toma de una pistola y la ejecución todo después de un juego. El juego que plantea Lenin no es menos serio sino todo lo contrario. Ernie, tal vez, se fue para olvidar, para tomar distancia pero, en el choque del regreso, se percata que la memoria no ha olvidado y está prendada a un recuerdo que parece perdido. Ernie no recuerda, mentira, cree no recordar. “El sujeto no se cura porque recuerda, recuerda porque se cura”, dijo Lacan.

“24º 51’ Latitud Norte” es de una belleza devastadora. La fotografía de Diego Tenorio es fulminante: cuando la luz rompe las imágenes (contra luz o bokeh) es la perfecta representación de cómo el olvido rompe la memoria o, más radical, cómo los recuerdos pueden quebrar un alma. Dicho de otro modo: el alma, si existe, es la memoria y por eso Fresán se pregunta sobre su destino. La memoria existe en compañía y esa es la función de un diario: atestiguar, dar cuenta. Es por eso que también “Tiempo suspendido” (2015) de Natalia Bruschtein (nominado al premio Ariel 58 pero en la categoría de largometraje documental) es desgarrador: una vida dedicada a la pugna por la justicia y búsqueda de sus hijos e hija perdidos y, de pronto, la memoria ya no se acuerda. Desaparecen otra vez. La memoria es lazo: liga tiempos, restablece ausencias. Lo bello de la memoria es equivocarla porque está viva. Lo trágico es no saber a dónde se va.

Una secuencia más. Hace cuánto qué regresaste, preguntan a Ernie. Ayer. Más adelante: ¿y cuándo te vas? Mañana, pero yo creo que ya no regreso. A veces regresar, como recordar, es morir de nuevo. Coordenada cero: ¿a dónde nos vamos?

“24º 51’ Latitud Norte” está disponible sin costo en la plataforma digitla FilminLatino.mx 

@JJFloresHdz
Centro de la ciudad, Querétaro, Qro.
Veintiséis de mayo de dos mil dieciséis.