Por Ulises Pérez Mancilla  

A veces, las películas se sobreponen a su factura. Así que no debe ser mentira eso de que las mejores ideas se encuentran en las peores películas. Más allá del muro, del director Luis Eduardo Reyes, es uno de esos casos en los que dejando de lado su tratamiento televisivo y tono cursi-cursi, plantea una hipótesis harto atractiva en la que hermana los conflictos de la vejez y la infancia a través de la imposibilidad de redimirse ante el tiempo,  de sobrevivir al desencanto del mismo y conciliar oportunamente las frustraciones cosechadas ante el entorno social adverso.  

Una enorme y abandonada casa en la condesa divide a un orfanato de un asilo. En uno, los huérfanos aspiran a ser niños gritones de la Lotería Nacional para sobrellevar la angustia de ser adoptados antes de cumplir los 16, mayoría de edad para abandonar su hasta ahora hogar. En el otro, los viejos disfrazan de infantilismo sus manías de viejos con la esperanza de al menos poder morirse con dignidad y a su antojo. Cierto día, los lideres de cada banda deciden ocupar la casa aledaña para hacer lo que más les place, alivio psicológico y respiro alocado de lo que se les prohíbe por ley social. Habitando ese espacio, ambos bandos descubrirán los secretos de la casa que una vez perteneció a un hombre con las mismas carencias y sueños que ahora les aquejan.  

El principal problema de Más allá del muro es su descarado tono de programa unitario, como si se tratará de un especial de hora y media de Mujer casos de la vida real, Cada quien su santo y La rosa de Guadalupe juntos, que se siente más a estrategia comercial por ese cine familiar tan en boga tras el éxito de El estudiante que a verdaderas intenciones autorales. Un esfuerzo medido por encajar amablemente en el gusto del público que por desenmarañar la hecatombe emocional de sus personajes, que navegan superficialmente entre el estereotipo y el guiño sincero, yendo de una acartonada Mónica Miguel tocando el piano en los momentos que el público debe sentir que el corazón se le ablanda, a los desgarbados gritos de Isela Vega, que contagia a Adrián Alonso (el niño gritón) y a Alan Chávez (el niño rebelde) hasta gritar juntos todo el dolor que se cargan.  

La secuencia vale por toda la película, que termina por ser una extraña heredera de Por si no te vuelvo a ver de Juan Pablo Villaseñor y Club Eutanasia del Oso Tapia (más cercana a La paloma de Marsella de Carlos García Agraz) que se une a la también estrenada en el Festival Internacional de Cine de Acapulco, Cartas a Elena. Ambas, eso sí, entretenidas como las mejores telenovelas de antaño. Ironías de la vida, esta película se convirtió en obra póstuma de dos actores ampliamente entrañables y talentosos que vivieron a la par los conflictos generacionales de sus personajes: Claudio Obregón, fallecido a los 74 años hace poco más de un mes por un paro respiratorio y Alan Chávez, asesinado a los 19, hace un año y meses en una persecución policiaca. Complementan el reparto Patricio Castillo, José Carlos Ruiz, Zaide Silvia Gutiérrez, Regina Orozco y Juan Manuel Bernal.

EN LA FOTO DEL INICIO: Luis Eduardo Reyes