Por Pedro Paunero

Disse che l’amore tra noi non era che un sogno.
Fruscio di foglie rosse tutto intorno a me,
nel grigio viale cammino solo,
le foglie bisbigliano “lei dov’è?”

Ennio Morricone. Fruscio di foglie verdi (1968)

 

Quiero contarles una anécdota. Ocurrió en 1989, durante un viaje de preparatorianos que hicimos a la ciudad de Puebla. Era diciembre o, en todo caso, un mes frío. En algún lugar que no importa, exhibían el Batimovil de la película de Tim Burton, al que se podía acceder después de una fila interminable y que yo vi, sin necesidad de esperar, a través de las rendijas de la barrera que lo separaban del público. Nos topamos con esa exhibición por casualidad, ya que la intención era la de dar con algún buen lugar para desayunar. Y yo, en cada centro comercial, en cada entrada a un edificio, en cada esquina de las calles, no dejaba de escuchar “On Earth As It Is In Heaven”, uno de los temas que Ennio Morricone había compuesto para la película “La misión” (The Mission, 1986) de Roland Joffé.

Aquello hubiera sido una muestra obvia de la popularidad que la música de Morricone había alcanzado, sonando Urbi et Orbe, mientras andábamos en busca de esos elusivos cafés y restaurantes, más la realidad era otra, porque esa música, que quedaba tan adecuada a la hermosa joya del barroco mexicano que es Puebla, no sonaba sino en el interior de mi cabeza. Le pregunté a un amigo si lograba escucharla. Su negativa fue rotunda. No fueron horas, sino días, los que escuché el tema, una, otra y otra vez, hasta que, en un centro comercial, cuando los coros parecían chorrear desde el dorado de los adornos que poblaban, colgantes, el techo, me di por vencido. “Estás imaginándolo –me dije-, otra vez”. Entonces sucedió el prodigio, mi amigo se me acercó y, con ojos como platos, me soltó: “¡Escucha! ¡Es el tema de La misión!”. Morricone había, pues, penetrado poderosamente en mi mente, con mayor efectividad que las armas sónicas de las que nos cuenta la novela “Dune”.      

Su música es más conocida de lo que parece, porque lo copiaron descaradamente todos los que le sucedieron, desde que volviera arquetípica la banda sonora de la joya mayor del “Spaghetti Western”, “El bueno, el malo y el feo” (aka. The Good, the Bad and the Ugly; Il buono, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1962), última entrega de la “Trilogía del hombre sin nombre” o “Trilogía del dólar”, que comienza con “Por un puñado de dólares” (Per un pugno di dollari, 1964) y “La muerte tenía un precio” (Per qualche dollaro in più, 1965). A partir de estas composiciones todos los westerns europeos sonarían a “Morricone”, que escribiría las partituras para otra tríada, con lo que demuestra, también, ser el favorito de los directores de “Spaghetti Westerns” que se aúnan bajo la nominación común de “los tres Sergios”, el citado Leone, al lado de Sergio Solima con la casi perfecta “Ajuste de cuentas” (aka. El halcón y la presa, La resa dei conti, 1966) y Sergio Corbucci, con la devastadora “El gran silencio” (Il grande Silenzio, 1968).

Siempre he sostenido que, si se pudiera “arrancar” la banda sonora de la película “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982), debida al Maestro griego Vangelis, quedaría la mitad de la misma; si se hiciera lo mismo con “El bueno, el malo y el feo”, pasaría algo similar o, acaso peor: ¿Qué sería de la secuencia en el cementerio, por ejemplo, todo un prodigio climático construido a partir de un gran estudio del plano, de la película que Leone se encargó de inscribir entre las mejores de la historia? Vean la película, analicen las escenas, escuchando la música, repítanla, cierren los ojos. “L’estasi dell’oro” y “Il triello” son sinónimos de obsesión, ambición y un duelo sin parangón, como no hubo antes, ni ha habido después. ¿Y qué de la secuencia que sigue a los títulos de crédito, que sirve para presentar al trío de personajes principales, en la cual la música se vuelve signo y símbolo de la naturaleza de cada uno de ellos? Morricone es un perfecto conocedor de aquello para lo que sirve una “Banda sonora”, de su finalidad, pero no lo supedita a la imagen, sino que, conscientemente, lo vuelve parte indeleble de la misma. Otros crean “sonidos incidentales”, Vangelis y Morricone en cambio, imágenes sonoras. Bernard Hermann, maniaco simbionte de Hitchcock, eleva el listón a alturas insospechadas, por lo que no es casualidad que, antes que Morricone, consiguiera estampar a fuego, sonoramente, en el inconsciente colectivo, el filo cortante de un puñal transmutado en el chirrido de cuerdas de violín, en otro gran estudio del plano cinematográfico.

Es por esto, esa construcción cuidadosa de atmosfera, aunada a dotar a los personajes de una personalidad musicalizada, que no lo reconocemos fácilmente en “La batalla de Argel” (La bataille d´Alger, Gillo Pontecorvo, 1966), película en la que la ciudad misma es un ente ubicuo y aprensivo, para la que asesoró a Pontecorvo en la elaboración de la banda sonora. No hasta que lo escuchamos en la más elaborada “The Strength Of The Righteous”, en “Los intocables” (The Untouchables, Brian De Palma, 1987), que nos remite a los ambientes de batallas callejeras de la obra maestra de Pontecorvo. Pero Morricone es, también, quien reinterpretara la hermosa canción partisana, “Fischia il vento” (que, a la vez, era una interpretación italiana de la canción soviética “Katyusha”), bajo el título de “Scarpe rotte”, para “Pajaritos y pajarracos” (Uccellacci e Uccellini, 1966) y el autor pop de “Fruscio di foglie verdi” de “Teorema” (1968), ambas de Pier Paolo Pasolini, de quien musicalizaría su festiva “Trilogía de la vida”, conformada por “El Decameron” (Il Decameron, 1971), “Los cuentos de Canterbury” (I racconti di Canterbury, 1972) y “Las mil y una noches” (Il fiore delle Mille e una notte, 1974) y la infausta “Saló o los 120 días de Sodoma” (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) y el responsable de la canción de cuna, siniestramente juguetona (que recuerda la que compusiera Krzysztof Komeda para “El bebé de Rosemary” de Polanski que, para efectos, resulta aún más oscuro), de “El pájaro de las plumas de cristal” (L’uccello dalle piume di cristallo; aka The Bird with the Crystal Plumage, 1970) con el que comienza la musicalización de la “trilogía de los animales”, del maestro del giallo, Dario Argento, que continúa con “El gato de las nueve colas” (Il gatto a nove code; The Cat O’ Nine Tails; 1971) y culmina con “Cuatro moscas de terciopelo gris” (4 mosche di velluto grigio; aka. Four Flies on Grey Velvet, 1971).

El maestro seguiría poniendo su talento a las órdenes del giallo, escribiendo una hermosa canción para “¿Qué le han hecho a Solange?” (Cosa avete fatto a Solange?, 1972), de Massimo Dallamano y “Un uomo si e’ dimesso”, para “La tarántula del vientre negro” (La tarantola dal ventre nero, 1971), dirigida por Paolo Cavara que, no obstante su comienzo sensual y sugerente, bastante congruente con las escenas Softcore de los títulos principales, se torna cansino, aburrido, a lo largo del metraje, por mera repetición; sensualidad que conserva, en tono superior, “Una voce allo specchio”, un cálido Bossa Nova, cantado por Edda Dell’Orso,  para la invisible “La Stagione dei Sensi” (1969), de Massimo Franciosa, cuya pretenciosa intencionalidad erótica se queda, precisamente, sólo en la cubierta música y no llega a impregnar la película, a pesar de contar con la colaboración de Dario Argento en el guion. Morricone, pues, manifiesta una clara tendencia a adaptarse al tipo de filme que debe musicalizar, un artesano para las películas de bajo presupuesto, o un artista para las súper producciones. 

Compone para las adaptaciones de dos obras maestras de la literatura, “El desierto de los tártaros” (Il deserto dei tartari, 1976), de Valerio Zurlini, proyecto abortado de Luis Buñuel, basado en la novela de Dino Buzzati y, en 1978, se ve involucrado en el proyecto mexicano “Pedro Páramo, el hombre de la media luna” (José Bolaños), la mejor adaptación de la novela de Juan Rulfo, en donde suena aciago y melancólico por momentos. La placidez de la música que escribiera para “Novecento” (1976), de Bernardo Bertoluci, o la de “Días de gloria” (aka. Días de cielo, Days of Heaven, 1978) de Terrence Malick, contrasta con los sencillos y ominosos acordes del filme de ciencia ficción terrorífica, “La cosa del otro mundo” (The Thing, 1982), de John Carpenter, una de las contadas películas que el director no musicalizó y que, en su momento, se consideró de lo más bajo de entre las piezas musicales de Morricone, al grado de ser propuesto para un premio Razzie a lo peor del año, mismo en que compuso los temas, mejor conseguidos, para la última gran cinta de Samuel Fuller, la furiosa “Perro blanco” (White Dog).

El maestro no tiene nada que hacer con la banda sonora de “El guerrero rojo” (aka. Sonja la guerrera, Red Sonja, Richard Fleischer, 1985), una de las flojas continuaciones que se sucedieron a partir de “Conan el bárbaro” (Conan, the Barbarian, 1982), que resultara modélica para el subgénero de “espada y brujería” en el cine, a pesar de las controversias, dirigida por John Milius, y que incluía una de las más aclamadas partituras de todos los tiempos, escrita por el greco-estadounidense Basil Poledouris. Aquí, Morricone suena perezoso en una intentona de copiar la música de Poledouris, que se hizo un lugar en la historia con su obra, en cambio, me agrada lo que hizo para “Búsqueda frenética” (Frantic, 1988), de Roman Polanski, donde se lo identifica de inmediato y llega para ambientar escenarios y psicologismos con un trabajo más sencillo, pero se le oye anodino en una de las más endebles cintas de Pedro Almodóvar, “¡Átame!” (1989), y se desliza, decidido, hacia el sentimentalismo en “Érase una vez en América” (Once Upon a Time in America, 1989), la última película de Sergio Leone, con cuyo brillante trabajo –algunos lo inscriben, exageradamente, como la mejor banda sonora jamás hecha para el cine- confirma que se sentía a gusto componiendo para los filmes de su compatriota.   

La palabra “melodrama” significaba, en un principio, “drama cantado” (musicalizado) pero, andando el tiempo –y, con este, las obras de teatro y la ópera y el cine-, designaron una puesta en escena más bien cursi, sentimentalmente exagerada; en una palabra, “melosa”. Y Morricone (con una ayudadita de su hijo, Andrea), no se anda con chiquitas al momento de acentuar la sensiblería de cintas como “Cinema Paradiso” (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), esa cosa sobrevalorada de Giuseppe Tornatore, filmada intencionalmente para encantar a Hollywood, pero deja esa miel rebosante para alcanzar cierta belleza en “La leyenda del pianista en el océano” (aka. La leyenda de 1900; La leggenda del pianista sull’oceano, 1998), también de Tornatore.

Morricone me aburre en “Bugsy” (Barry Levinson, 1991) y, de alguna forma, llega a musicalizar la modorra del verano, con pinceladas de momentáneo devenir aciago, sin poder transmitir la auténtica obscenidad y tragedia para, por fin, caer en lo soporífero, en la flaca versión de “Lolita” (1997), de Adrian Lyne.

De los dos o tres premios Óscar que debió ganar (como todos sabemos), sólo recibió dos, el honorario en 2006, y “el verdadero” en 2016, por “Los 8 más odiados” (The Hateful Eight) de Quentin Tarantino (que insufló nueva vida a su música), pero en su momento pareció más una concesión justo a tiempo, y no un premio otorgado a lo mejor de su quehacer, para uno de los compositores mejor –y justamente- elogiados de la historia del cine.   

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.