Por: Ali López
Todos los afiches alrededor del cine de Lars von Trier lo convocan como ‘uno de los cineastas más polémicos de nuestro tiempo’. Por todos es sabido que al acercarnos a su cine, sobre todo el de este nuevo siglo, nos encontraremos con poluciones gráficas que provocaran, en el mejor de los casos, escozor en el cuerpo y mente de la audiencia. Logrando que el festival de Cannes lo nombrara ‘persona non grata’; y a su regreso, en este 2018, parte de la audiencia se enfilara fuera de la sala en la premiere de “La casa de Jack” (The House That Jack Built | Lars von Trier | Dinamarca, Francia, Alemania, Suecia | 2018) debido a su crudeza, violencia y mala leche visual. En pocas palabras, von Trier se ha ganado todos los motes que le acompañan, pero, ¿qué podrá justificar a un artista maldito de la era hipermoderna?
Esa, en parte es la pregunta que busca responder en su más reciente película, donde Jack (Matt Dilon) es un asesino serial que ve su labor como una forma de creación artística, respetando normas y cánones que sólo un psicótico, además de obsesivo, podría asimilar. Pero ¿de dónde nace la inspiración? Cuál es el caldo de cultivo social que hace a un asesino o que crea un artista; la cinta nos devela pocas diferencias. Von Trier, ahora más que nunca, se vuelve personal y autorreferencial, toma su cine y filosofía para develar las críticas y justificar las imágenes; de paso, lo hace con el cine de horror, violento, grotesco y trémulo.
Porque la inspiración, para el artista y el asesino, vienen de un mundo descompuesto, donde la fama se convierte en el pináculo personal y social; dejar de ser anónimo es más importante que respetar al otro. Así, mientras uno crea, el otro destruye, y al arte violento, por mucho que lo sea, no es ni la mínima parte de la violencia real, de la que rehuimos, a la que también bloqueamos, y mucho peor, no hacemos algo para remediarlo. Una simple película, como las de su filmografía, no le hará daño a nadie, parece justificar von Trier; mientras que la violencia cotidiana está afuera, ajando cada vez más. Por eso, en este mundo cinematográfico, la sociedad y justicia son ciegas, casi tontas. No comprenden, ni lo harán, que los asesinos perviven en comunión con un todo. Para que un asesino serial surja, ejecute y permanezca, se necesita de toda una geografía social que lo permita.
Dante aparece, como símil artístico, un autor que bajó al infierno y encontró lo más oscuro y cruento de su sociedad. Utilizó metáforas, y a veces referencias no tan sutiles, para denunciar lo que acontecía en su tiempo. Tal vez hoy, Dante haría un filme oscuro, crudo y violento como el de von Trier, porque el infierno ya no es sólo ese imaginario pictórico por el que atraviesa el personaje de Jack, sino una constante interna, un genoma atrapado en la condición humana que lo desata de una u otra manera. Así, el director nos reta de nueva cuenta, no sólo haciendo que pensemos nuestra relación y opinión entorno a la violencia, sino también al arte y la creación de nuestra era.
La violencia gráfica del cine, cada vez más realista, no se crea de forma espontánea. Existe a partir de una audiencia que busca esa explosión purpurea en la pantalla cinematográfica. Además, de que los medios audiovisuales han ayudado a crear un imaginario sanguíneo del asesino, la víctima y el cuerpo tanto en la realidad como en la ficción. En pocas palabras, hay imágenes dantescas porque hay un mundo dantesco. Esa es la última carcajada, del que ríe mejor, porque si queremos un cine que no sea crudo y violento, primero tenemos que empezar por construir un mundo de la misma forma. Existe Lars von Trier porque hay una sociedad que lo creó, que le proporciona su gráfica, le otorga sus metáforas y le provoca su violencia.