Por Arturo Garmendia

Ya lo sabíamos: la versión de “Pinocho” en manos de Del Toro no sería una de corte almibarado, al uso de la casa Disney, pero el resultado no deja de sorprender. El cuento infantil de Carlo Collodi, creado para educar a los niños del siglo XIX, ha sido actualizado para aleccionar a los infantes de este catastrófico siglo XXI. El original seguía el molde de los cuentos de hadas: el de ahora cabe holgadamente en las premisas de la “bildungeroman”, esto es las “novelas del crecimiento” alemán, según las cuales sus protagonistas debían salir al mundo para enfrentarlo y conocerlo a través del sufrimiento hasta encontrar su verdadera identidad.

En el mundo del naciente capitalismo Pinocho debía aprender a acudir a la escuela, a trabajar para ayudar a su papá y sobre todo a no mentir (o sea, a ser honesto) para convertirse en un “niño de verdad”, un prototipo del ciudadano útil a la sociedad.

Hoy día las reglas han cambiado y la película lo subraya. En primer lugar establece que estamos en un mundo de verdad, en la Italia de la década de los treinta y no en una fantasía atemporal; temporalidad que se confirma con la metáfora de la bellota que se convierte en pino, que debe morir pero no sin antes crear las bellotas que darán lugar a la continuidad, de la vida.

En segundo lugar, en este cuento no hay hadas que aparecen a cada momento para solucionar los problemas del muñeco animado. Pinocho nace gracias al “espíritu del bosque” o sea, a la naturaleza; y esta potencia tiene su contraparte en su hermana, la Muerte: es el ciclo de la vida, en el que el relato insiste. Pinocho no es humano, Por eso no puede morir. Como la madera del pino del que está hecho cuando parece hacerlo su vida se recicla una y otra vez. Esa es una de las primeras enseñanzas que recibe.

Hay otras, como su experiencia laboral. Su patrón, el conde Volpe, que ofrece pagarle el 50% de las ganancias obtenidas como comediante en su teatrino en realidad se queda con la plusvalía generada, pretextando impuestos, gastos y múltiples deducciones. Incluso lo defrauda: Pinocho no recibe nada.

También tenemos al Podestá, fanático incondicional de Mussolini, promotor del fascismo y la guerra, quien lo envía junto con su hijo, Candlewick, a un campo de entrenamiento para forjarlos como valientes soldados defensores de la patria. Nueva mentira. Pinocho termina haciendo escarnio de él y il Duce, e induciendo a su hijo a desafiarlo.

Y hablando de mentiras y crecimiento de narices. el leit motive recurrente de versiones anteriores de la historia, aquí realmente no tiene peso. La tensa relación entre padre e hijo, que es el tema central de la película se debe a que Gepeto (personaje ese sí del siglo XIX) quiere que Pinocho sea “un niño de verdad”. Por algo Del Toro ha traído a cuentas, en  el tema de las relaciones filiales,  las de otra pareja, el doctor Víctor Frankenstein y su propia criatura. En declaraciones a Vanity Fair, Del Toro dijo sobre su inspiración para este filme: “Siempre me han intrigado mucho los vínculos entre Pinocho y Frankenstein. Ambos tratan sobre una creatura que es arrojada al mundo. Ambos son creados por un padre que luego espera que descubran lo que es bueno, lo que es malo, la ética, la moral, el amor, la vida y lo esencial, todo por sí mismos. Creo que eso fue, para mí, la infancia. Tuvimos que resolverlo todo con una experiencia muy limitada”.

Así pues, el problema principal de Gepeto con Pinocho no es que el niño sea de madera, si no que no es como Carlo, su propio hijo, fallecido. Mientras que el hijo de carne y hueso del carpintero era dócil, dulce y obediente, como correspondía a aquella época, Pinocho es excitable, curioso y testarudo. Constantemente cuestiona las órdenes de su padre y las reglas arbitrarias del mundo que lo rodea, algo peligroso en la época de Benito Mussolini y del surgimiento del Partido Nacional Fascista. Tan peligroso que, por hacerlo, Pinocho se ve en el trance de estar a punto de ser crucificado, como reconoce el títere, para quedar  “como aquella escultura, tan venerada, que pende en el centro de la iglesia”. Si llegar a eso, Pinocho tiene una capacidad redentora. Su ejemplo, su intransigente desobediencia, permite que el mono Sprezzatura y el hijo del Podestá se liberen en situaciones extremas.

Vista desde este ángulo, la película poco tiene que ver con el cuento moral original. Aquí no importa tanto que tus narices crezcan, sino que Pinocho tiene que descubrir por qué en este mundo mienten los demás. El titiritero, el podestá, el propio Duce lo hacen por ambición, por dinero o poder y exigen obediencia; entonces rebelarse ante ese orden establecido es lo correcto. Si no me crecen las narices ¿mentir está bien? No es que se apruebe la mentira en sí, sino el trasfondo que la anima. A fin de cuentas, Gepeto ha dicho no amar a su hijo sólo para descubrir cuánto lo ama, y el crecimiento de la nariz de Pinocho resulta providencial cuando de escapar del vientre de la ballena se trata.

En este contexto el “Pinocho” de Del Toro no cambia, no se convierte en un “niño de verdad”, Es como es y como  tal sale al mundo para enfrentarlo provisto de una nueva ética, con base en la autoestima y la desobediencia civil.

 

PS. A lo anterior hay que sumar la enorme capacidad fabuladora de Guillermo del Toro; su prodigiosa inventiva visual y la perfección técnica del stop motion empleado. Por todo ello tenemos un filme acreedor a los máximos reconocimientos en esas categorías.

Por Arturo Garmendia

Arturo Garmendia nació en Coyoacán, el año de 1944. Estudió Arquitectura y Cinematografía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue crítico de cine en los periódicos Excélsior y Esto, así como en diversas revistas académicas y culturales en los años sesenta. Dirigió tres cortometrajes documentales: Horizonte, Chiapas (1972), Junio 10: Testimonio y reflexiones un año después (1972) y Vendedores Ambulantes (1974). Este último fue premiado en el festival de Cortometraje de Oberhausen, Alemania.