Por Lorena Loeza

El cine de terror (o las películas “de miedo”, como las llamamos genéricamente) es tan antiguo casi como el cine mismo. La inquietud de generar temor en el espectador a través de imágenes en la pantalla, fue experimentada desde la producción de cintas del cine mudo, cuando se construyeron algunos de los cimientos de un género que se diversificaría en función de las preguntas que plantea y la diversas emociones que logra generar.

Las primeras cintas de terror datan de la primera y segunda década del siglo XX. Una adaptación de Frankenstein para el cine mudo y en blanco y negro, dirigida por J. S. Dearley en 1910, se considera la primera película del género. A esta cinta seguiría “El Golem” de Paul Wegener en 1915 y en 1922 la primera cinta que trata el tema del demonio y la brujería en el cine, titulada “Häxan” de Benjamín Christensen filmada en 1922.

Sin embargo de esa época, la más popular hasta nuestros días es sin duda “Nosferatu” de Fiedrich Wilhelm Murnau, filmada en 1922. La cinta está basada en la novela “Drácula” de Bram Stoker, a la que hubo que hacerle algunos cambios (especialmente al final del relato) por una cuestión de derechos.

Pero de esta primera etapa quedan identificadas algunas de las cosas que asustaban al público: la posibilidad de crear la ilusión de conocer monstruos inimaginables en la pantalla, asir por instantes el misterioso mundo de lo sobrenatural y cuestionarse la diferencia entre el mundo de los vivos y los muertos. Estos elementos se fueron constituyendo en los ejes rectores de cintas que provocaban indistintamente temor y angustia, pero sobre todo horror: el miedo a lo sobrenatural, a lo desconocido y a los productos de la imaginación misma, convertidas en pesadillas atemorizantes y compartidas.

Para los años treinta, los monstruos dominaban el género. Los estudios norteamericanos nos regalaron toda una gama de criaturas que hasta el día de hoy son divertidos disfraces de Halloween, pero poco atemorizantes para las nuevas generaciones. Drácula, el Hombre Lobo, Frankenstein, la Momia, el Monstruo del Pantano, tuvieron su momento, aunque la fórmula terminó por agotarse en medio de secuelas y enfrentamientos con adversarios cada vez menos convencionales, como Abbot y Costello por ejemplo. Si los monstruos dejaron de ser aterradores, ¿qué cosa entonces lo era?

El cine de terror de la postguerra, mira más hacia el suspenso, buscando generar más angustia que horror generando otro fenómeno dentro del cine, el llamado cine de clase B, realizado con menor presupuesto, pero rentable en taquilla. El cine de clase B explota aparte de estos ejemplos, otro tipo de monstruos, híbridos entre lo terrorífico y lo sobrenatural, como los zombies o lo extraterrestres. Insectos gigantes, muertos vivientes y mutaciones producto de la guerra atómica y del mal uso del progreso técnico se vuelven sumamente populares entre el público, abriendo un nuevo episodio para el género.

Nosferatu

Nosferatu

Pero si de terror se trata, esta experiencia demuestra que al parecer es poco sano abusar del recurso. Algo que asusta una vez, es raro que lo logre de manera espontánea a la segunda. Y en este sentido, pronto zombies y demás monstruos dejaron de ser efectivos en la pantalla. Sin embargo, paralelamente se fueron construyendo otros elementos que resultaban más interesantes, como la adaptación de clásicos literarios a la pantalla grande. Es así que se llevan a la pantalla algunos clásicos de la literatura de Edgar Allan Poe, como “El Pozo y el Péndulo” (R. Corman, 1961) o “La Casa de Usher” (R. Corman, 1960). El ejemplo más destacado de este tipo, es sin duda “Otra vuelta de tuerca” (The turn of the Screw) de Henry James, acaso la historia gótica más veces filmada y que sigue produciendo miedo en los espectadores en sus múltiples versiones para el cine y a televisión.

Pero si ya no atemorizaban los monstruos clásicos, los vampiros, los zombies, los extraterrestres o los fantasmas, quizás era hora de voltear a dos elementos nuevos: nosotros mismos y nuestra confrontación con la idea del mal, que produce las grandes obras maestras del género de los años 60 y 70.

En 1960 Alfred Hitchcock nos regala “Psicosis”, donde el principal elemento aterrador es la locura, abriendo la puerta al cine de sicópatas; en 1968 Roman Polanski nos confronta con la brujería y el demonio en la época moderna con “El Bebé de Rosemary” y finalmente, para 1973 William Friedkin revoluciona el género con “El Exorcista”, para muchos la más aterradora de todos los tiempos.

El cine de sicópatas y el de exorcismos, sin duda llegaron para quedarse. Entre otras cosas porque siguen siendo actuales y los espectadores siguen encontrando que hay misterios acerca del mal que no han podido ser del todo descifrados. También comprobaron que la idea de la maldad y el demonio, termina por ser tan íntima y personal, que las películas funcionan no por un consenso compartido al respecto, sino porque cada persona le atribuye un sentido aterrador en particular.

Sin embargo, la repetición de clichés surtió el efecto ya sabido y comentado. Hasta la posesión satánica deja de ser impactante cuando se abusa de las contorsiones y los vómitos verdes. Además, el público fue siendo cada vez más consciente de que todo son efectos especiales, y que las historias eran producto de la ficción. Y aunque al cuadro se sumaron las casas embrujadas (“El terror en Amytiville”, S. Rosenberg, 1979) y las interpretaciones bíblicas donde se profetiza la llegada de la Bestia (“La Profecía” , R. Donner, 1979) la fórmula se fue agotando a pesar de que también abrieron escuela e influyeron en un sinúmero de películas.

Fue entonces que en los noventa, los estudios exploraron un par de nuevas posibilidades con buenos resultados. La primera, buscar el terror desde una perspectiva no tradicional, y que resultara novedosa para el amplio público occidental. La segunda, filmar en tiempo real a manera de documental y con el gancho de “basado en una historia real.”

En el primer caso, la búsqueda de Hollywood por nuevas historias aterradoras, lo hace mirar hacia afuera, rescatando clásicos del cine oriental del género. Es así que para 1998 “The Ringu” (El aro, H. Tanaka) refresca el cine de maldiciones a través de dispositivos modernos. En 2002, un remake norteamericano dirigido por Gore Verbinski, hace popular la historia en todo el mundo. Ello abrió la puerta para muchos otros remakes que incluyeron cintas de terror de otros países europeos además del asiático. Algunos de los destacados son “The Grudge” , original de Takashi Shimizu y la española “Abre los ojos” de Alejandro Amenabar.

En paralelo, en 1999 se filma “El proyecto de la Bruja de Blair”, dirigida por Eduardo Sánchez. Novedosa y polémica, parte de una premisa simple (la leyenda de un bosque encantado y una bruja) para terminar siendo una experiencia realista y aterradora, contada en primera persona y filmada a manera de documental casero.

La cinta pronto produjo toda un serie de películas con la misma técnica, que partiendo de elementos conocidos buscaron darle realismo. Es así que vimos parcialmente un monstruo en “Cloverfield” (JJ. Abrams, 2008) y al demonio mismo en “Actividad Paranormal” (O. Peli, 2008).

El recuento –algo apurado y centrándose solamente en las películas que marcan escuela y fijan clichés— es útil para entender que el miedo es producto de un contexto específico, no necesariamente de la novedad en la historia ni del avance de los efectos especiales. Producir miedo se ha convertido en una empresa cada vez más difícil, en donde parece que la evidente crisis de contenidos también alcanza a uno de los géneros más antiguos, que ha crecido con el cine. Y en este sentido, hay que decir que los grandes estudios hollywoodenses ya lo han intentado todo: desde los “remakes” hasta la reinvención de los mitos —en donde el fracaso mayor quizás, estriba en escribir historias románticas de vampiros— fórmulas que terminaron por aburrir en muchos de los casos descritos.

La gente sigue pensando que fuerzas oscuras nos acechan

La pregunta entonces es ¿qué es lo que nos asusta ahora? Y la verdad es que para responder, se puede decir que al momento parecen funcionar algunas cosas: por principio, el demonio y la encarnación del mal siguen en primerísimo lugar. La gente sigue pensando que fuerzas oscuras nos acechan en un mundo de descreídos que no han entendido los múltiples mensajes de la existencia del demonio entre nosotros, de manera suficiente.

En segundo, el gancho de “basado en una historia real” sigue funcionado porque nadie parece estar conforme con el desencantamiento del mundo. Ver para creer, parece ser una premisa básica de nuestro tiempo que funciona para hacer este tipo de cine.

Y en tercero, lo que se sabe desde 1910: el elemento sorpresa. Nada mejor para una cinta de horror que una audiencia que grita conmocionada ante un elemento que no se esperaba. Sí, todos sabemos que no hay que bajar al sótano solo, que no hay que estar a oscuras en una casa antigua, que los espejos reflejan cosas que no están ahí. Pero a los amantes del género nos encanta verlo y sobre todo pagar para que nos asusten nuevamente con eso. No importa cuántas veces. Síganlo intentando.