Por Pedro Paunero
Situada entre las cintas que anuncian el giallo, como “La muchacha que sabía demasiado” (La ragazza che sapeva troppo, 1963), del iniciático, e iniciador, Mario Bava, y la suma de sofisticada estilización -puro arte, y puro artificio- de la muerte, del asesinato, y los por qué de la muerte -que vira a lo sobrenatural-, de “Suspiria” (1977), del mismo realizador, “El pájaro de las plumas de cristal” (L’uccello dalle piume di cristallo, 1970), de Dario Argento -primer título de su “Trilogía de los animales”, constituida también por “El gato de las nueve colas” (Il gatto a nove code, 1971), y “Cuatro moscas sobre terciopelo gris” (4 mosche di velluto grigio, 1971)-, traza de forma maestra -sin ser magistral-, las constantes del giallo, y que definirán al género del giallo.
Si bien “Psicosis” (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, en su etapa americana, llevaba la vulgaridad típica de la novelística basura de Robert Bloch, depurada por la destreza técnica y estilo propio del “Maestro del Suspenso”, sin abandonar del todo sus elementos de Serie B (ese tufillo a bagatela de la trama, con sus secretarias ladronas en paños menores, moteles venidos a menos, y una inútil explicación seudo psicológica final de la conducta criminal, en un retrato sombrío de la clase media americana), a marcar un antes y un después en el cine de terror, abandonando de una vez por todas al monstruo gótico (el vampiro, la criatura de Frankenstein o el hombre lobo), por un monstruo real y cotidiano -el asesino serial-, alienado por la urbanidad post industrial, lo barato y retorcido de las novelitas de kiosco -el Gran Guiñol omnipresente y siempre popular-, se trasladaría al celuloide con intención cosmopolita, con un telón de fondo rancio, clasicista, herencia del pasado romano que aún lo ensombrece todo, donde se mueven unos personajes elegantes, de clase alta (o que aspiran a la clase alta), con intereses artísticos marcados, para delimitar al giallo italiano. Así, si en América lo vulgar se decanta en la maestría hitchcockiana, en Italia, la truculencia descansa sobre un fondo pictórico exquisito. En ambos casos, la aspereza típica de lo policial -y policíaco-, tiende a la estética formal.
Mientras el escritor estadounidense Sam Dalmas (Tony Musante), pasa las vacaciones en Roma, con intención de vencer su bloqueo de escritor, al lado de su novia inglesa Julia (Suzi Kendall), es testigo -desde el otro lado de la calle-, de lo que parece ser un intento de asesinato, en una galería de arte, cuyas puertas de vidrio terminarán atrapándolo cuando, el que parece ser el asesino, con guantes, sombrero e impermeable, las cierre tras él y la mujer herida, quien resulta ser Monica Ranieri (Eva Renzi), esposa del dueño de la galería, se arrastre por el suelo, en su conjunto blanco, ensangrentado, pidiéndole una ayuda angustiada.
Sam, obsesionado con el caso, ayudará en las pesquisas al Inspector Morosini (Enrico Maria Salerno), una vez que este lo descarte como sospechoso, exponiéndose peligrosamente, tanto él como a su novia, a las amenazas de muerte -esta se ve asediada por el asesino, que picotea la puerta con un puñal, en un difuso antecedente del Jack Torrance derribando la puerta (tras la que se esconde su esposa) a hachazos, interpretado por Jack Nicholson, en la película “El resplandor”, de Kubrick-, mientras las muertes -que parecen relacionar este caso con el de un asesino serial, suelto por la ciudad-, continúan implacables. Morosini alimenta la obsesión de Sam, alentándolo a investigar, prestándole de paso a algunos inútiles guardaespaldas, que lo llevan a la cárcel, donde interroga al proxeneta de una de las víctimas y, de este, al autor de una pintura que, otra víctima, había vendido en la tienda donde trabajara antes de morir.
La identidad del asesino se oculta -y, con esto, Argento dirige la atención del espectador hacia donde él quiere-, bajo dos pistas falsas -el cuadro del pintor, motivo esencial en la cruzada del asesino, no para el protagonista y, tanto la altura física como la zurdera, de Alberto (Umberto Raho), dueño de la galería-; una pista elegante -la voz modificada del asesino, en cuyo fondo se escucha el sonido que emite el ave del título, cuya especie sólo puede ser identificada por un experto, y por la ayuda de la alta tecnología-; y una pista mediocre -ese “algo que no le cuadra”, obsesivo y elusivo, a la hora de recordar la escena del supuesto asesinato para nuestro testigo y protagonista-, que retoman lo peor y lo mejor del “krimi” alemán, subgénero al cual el giallo debe demasiado, así como de la participación intelectual activa que, sobre el público, exige la clásica novela enigma inglesa ya que, como en esta última, los elementos para dilucidar el misterio, están dados al espectador -si bien ocultos tramposamente-, desde el principio.
Una de las pistas falsas nos conduce a un pintor tan loco como cautivador -un ser extravagante, que ha sellado su puerta para evitar visitas no deseadas, a cuya casa accede a través de una escalera de mano, por la ventana del segundo piso, y que cría gatos para comérselos, cumpliendo la premisa de que los personajes secundarios deben ser fascinantes-, mientras las otras pistas, que no se revelan (y, por lo tanto, continúan encubriendo la identidad del asesino), permiten que este siga matando, para el buen desarrollo de un guion tan dinámico como ingenioso.
La improbable revelación final del asesino, siempre sorpresiva -Norman Bates travestido, o la mismísima hija perturbada de Lucy (Joan Crawford), verdadera asesina en “Camisa de fuerza” (Strait Jacket, 1963), de William Castle, mientras se sospecha de Lucy, en dos ficciones de Robert Bloch llevadas a la pantalla-, es decir, aquel de quien menos se piensa, continúan la tradición -si bien de forma burda–, de la mejor novela de detectives.
Absorbente y entretenida, esta primera película de Argento, sorprende por la cantidad de prejuicios sexuales que contiene, como la homofobia y el racismo, en las escenas en las que se hace desfilar a los sospechosos (“Mario Zandri, sesenta y seis años, homosexual”, “Luichi Ruvateli, apodado Úrsula Andress, veintiséis años”), o el diálogo que uno de los pugilistas -con los que se ha camuflajeado un sicario, enviado a acabar infructuosamente con Sam-, sostiene con un compañero: “Ese negro era un hueso duro, pero le castigué bien el hígado, y en el décimo asalto lo derribé con un gancho de izquierda”, que no sólo reflejan la rudeza del habla de un cine negro, sino el contexto en que la película fue filmada, unos años setenta tan machistas como rudos que ofrecieron, a cambio, títulos que llevaron el thriller a la excelencia, en cintas como “A quemarropa” (Point Blank, 1967), de John Boorman, donde la testosterona fluye en paralelo a la acción, al lado de cuya trama el giallo palidece, y por el cual nos descubre su verdadera naturaleza de juego macabro, de lúdica evasión.
En resumen, “El pájaro de las plumas de cristal”, trasciende el puro sensacionalismo -de un Fulci, por ejemplo, maestro de sus propias intenciones, sin embargo-, para devenir en pulida muestra de artesanía. En un ejemplo primerizo de pieza maestra de cine de autor.