Ulises Pérez Mancilla/Enviado
Morelia, Mich.- Al terminar la función de Tierra madre con el público, se sintió una oleada de aplausos sinceros, cariño y cercanía. Aideé González, la directora, apareció radiante, hermosa y auténtica, la acompañaba Dylan Verrechia, codirector, editor y fotógrafo. El mérito: una película poderosa, íntima y honesta. Tierra madre es el revés perfecto a la moda de cineastas en disgusto con los cánones rigurosos del cine clásico y su técnica por empatarse con la vida real.
Caso contrario, esta película nace de una realidad específica para formarse en las filas de la ficción pura con un formato de creación inquietante que se funde en capas de realización complejas en favor de la historia autobiográfica de Aideé, protagonizada por ella misma en una especie de falso documental que parece, pero no lo es.
Aideé forjó un futuro para sus dos hijos como bailarina en un table dance entre Tijuana y Tecate, Baja California. Cierto día, conoce a una mujer de la que se enamora profundamente y comienza una relación con ella. En tanto Aideé nos introduce en su universo a través de pláticas con sus mejores amigas, a su pareja se le ocurre que ella también quiere ser madre y decide embarazarse bajo la aprobación de Aideé. Esta decisión del pasado, someterá a la actriz, directora y guionista de esta obra, a construir un ensayo certero sobre la pérdida y las transformaciones humanas, de cómo todo pasa, pero al final el amor sobrevive, aunque se haya convertido en otra cosa.
Teniendo como antecedente la realización de Tijuana makes me hapyy en el 2007, Aideé recibió el apoyo de Dylan Verrechia y volvió a alzar la voz para difundir su universo personal, donde la realidad es dura pero no pesa si se sabe llevar con la mirada alta, donde el contexto más terrible puede pasar desapercibido porque al final del día, con la visión personal también se construye parte de ese contexto.
Sería un error decir que su elenco se compone de no actores. La película, realizada en blanco y negro, ya ganó un premio de dirección en el Festival Internacional de Cine de Honolulu y no obstante que el resto de las protagonistas son amigas y comadres de Aideé; todas sin excepción alguna poseen un talento actoral nato, carisma y sensibilidad que la cámara potencia y quiere. En vez de poner a improvisar a actores, improvisa actores y los lleva de la mano hasta obtener lo que quiere: reconstruir la historia de una de sus tantas realidades, sin la neurosis traicionera de querer mostrar una realidad absoluta, acaso porque no existe, acaso porque se vive a gusto con ella.
Tierra madre es un ejemplo puntual de que se puede hacer cine de manera transgresora, con una cámara de video, tres personas y sin depender de grandes presupuestos; pero también, de que el modo de producción marca el ritmo de la historia, pero no es la historia. Si Lucrecia Martel le hace justicia, Tierra madre tendría que erigirse con El Ojo al mejor largometraje de esta edición.