Por Pedro Paunero

Antes y después que “El bebé de Rosemary” (aka La semilla del diablo; Rosemary’s Baby, Roman Polansky, 1968) fuera trasladada a la década siguiente bajo el nombre de Damien, en “La profecía” (The Omen, Richard Donner, 1976), hubo otros niños (muy bien, también niñas) que no tuvieron las altas pretensiones de ser el mismísimo Anticristo venido al mundo. La perversión que caracteriza a estos infantes, a veces, no es sino reflejo de las acciones de los adultos pero, sin duda, también simboliza un temor inherente en la adultez, el que aquello que, de más inocente y enternecedor (como es la etapa de la infancia) sea, en realidad, una máscara de maldad. En el listado de este “Segundo año pandémico”, el noveno, nos hemos dejado fuera títulos que, ahora, resultarían totalmente inocuos, como “Los niños terribles” (Les enfants terribles, 1950), la adaptación para el cine  que Jean-Pierre Melville hiciera de la novela de Jean Cocteau, el falso bebé que interpretara el actor enano Harry Earles en la película de Tod Browning, “El trío fantástico” (The Unholy Three, 1925), y que pasaría al cine animado como el Baby Herman, que fuma puros, en “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”, o monstruosidades descaradas, producto de la mente afiebrada de un Larry Cohen, por ejemplo, en “El monstruo vuelve a nacer” (It’s Alive, 1974), y optamos por un horror más psicológico y, en otras ocasiones, más inteligente, para un tema de esta naturaleza.  

La mala semilla (The Bad Seed, Mervyn LeRoy, 1956)

Rhoda Penmark (Patty McCormack) tiene ocho años y parece una niña bien portada, de quien queda prendada Mónica (Evelyn Varden), la propietaria de la casa que los Penmark rentan, a pesar de esto, a Leroy (Henry Jones), el jardinero, no le cae muy bien que digamos. Le moja, a propósito, los zapatos nuevos con una manguera, y luego pide disculpas, pero todo queda como un accidente de parte del, de por sí, misterioso empleado. Nosotros, espectadores, podríamos esperar cualquier bajeza de Leroy, pero tras la muerte de un compañero de Rhoda, que muere ahogado durante un picnic escolar -el mismo niño a quien culpaba por haberle quitado una medalla que, supone, ella se merecía-, Leroy la nota fría y ajena (la niña prefiere irse a patinar) y cuando, minutos después, la señorita Fern, directora de la escuela, se presenta en casa y sugiere, muy sutilmente, que Rhoda ha tenido algo que ver con la muerte del niño, la señora Penmark busca entre las pertenencias de Rhoda, y encuentra la medalla del niño en el joyero. A partir de entonces, veremos con otros ojos tanto a Leroy, como a Rhoda.

“La mala semilla” denota una teatralidad que revela su origen (la exitosa obra de Broadway de Maxwell Anderson), pero mantiene el [crispado] interés del espectador ante las ingeniosas mentiras que Rhoda va soltando cada dos por tres, en paralelo a la paranoia que su madre va desarrollando, conforme sospecha más y más de su hija, a partir de una serie de muertes enigmáticas que se habían ido dando alrededor de su familia.  

El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Wolf Rilla, 1960)

La adaptación que hiciera Wolf Rilla de la novela “Los cuclillos de Midwich” (1957), del célebre autor británico John Wyndham, anunciaba, bajo la forma de metáfora, el ensanchamiento de la brecha generacional que caracterizaría no sólo al cine por venir, sino a las próximas décadas. Comienza con un hecho inaudito: el desmayo de todos los habitantes del pueblo de Midwich, y cualquiera que atraviese un área invisible que lo envuelve para, al despertar, percatarse que todas las mujeres en edad de concebir están embarazadas y dan a luz el mismo día. Tal como hacen las aves llamadas cucos o cuclillos, algo ajeno a este mundo ha puesto su semilla maligna en úteros humanos. Los niños resultantes comparten una mente común, rasgos físicos idénticos: cabello rubio platino y ojos penetrantes (en la novela de color dorado), carecen de sentimientos y no dudan en asesinar si se sienten amenazados. Estamos ante uno de los temas más socorridos de la Ciencia ficción, el de la invasión extraterrestre, pero presentado de una forma por demás original y perturbadora.

El mismo año que se publicaba en Inglaterra “Los cuclillos de Midwich”, el director John Frankenheimer debutaba en el cine con “El joven extraño” (The Young Stranger), película en la línea de “rebeldes sin causa” que estableciera el clásico de Nicholas Ray, con James Dean en el papel protagónico. El violento Hal Ditmar (James MacArthur), de dieciséis años, en este caso, se opone a su padre, como un acto que lastima el “corazón de los hogares estadounidenses”, como rezaba el reduccionista y melodramático tráiler. La brecha generacional, que llevaba ya un siglo existiendo, alcanzaba, entonces, el espejo más visible y ubicuo de la cultura pop: el cine.

Posesión satánica (aka Suspense; The Innocents, Jack Clayton, 1961)

Con “Otra vuelta de tuerca” (1898), el autor estadounidense, nacionalizado británico, Henry James, pretendía darle un giro completo a los cuentos de terror. En esta novela breve dejaba fuera todo rastro de sangre, y violencia, para narrar una historia de fantasmas diferente. La mejor adaptación se debe a Jack Clayton -auxiliado por un gran trabajo de fotografía de Freddie Francis y un guion de Truman Capote y William Archibald- y, desde entonces, han sido no sólo muchas, sino innecesarias, las adaptaciones que le han seguido. Deborah Kerr interpreta a Miss Giddens, la institutriz encargada de la educación de los pequeños Miles (Martin Stephens) y Flora (Pamela Franklin), los pequeños hermanos que habitan una mansión campirana, aparentemente asediada por el par de fantasmas de los amantes muertos, Peter Quint (Peter Wyngarde) y Miss Jessel (Clytie Jessop), la primera institutriz de los niños. Miss Giddens ve a los fantasmas, o cree verlos, y sospecha que los niños han hecho una especie de amistad siniestra, y horrible, con los fantasmas a quienes, aparentemente, no pueden ver cuando ella sí. ¿Se trata de un pacto entre los pequeños y Peter Quint, para completar un acto de corrupción más allá de la muerte o, por el contrario, los fantasmas son proyecciones del histerismo de la institutriz? Es una pregunta que, tanto los lectores de la novela, como de la película, nos hemos venido haciendo desde hace un siglo y cuarto. “Posesión satánica” no sólo es un filme tan hermoso como turbador, sino una de las mejores muestras, en pantalla, de los resultados malignos que, un grupo de adultos con una psique alterada, pueden ejercer sobre la infancia.      

El germen de las bestias (aka Los hijos de los malditos; Children of the Damned, Anton Leader, 1964)

 Una investigación escolar, ordenada por las Naciones Unidas, descubre en Paul Looran (Clive Powell), un niño británico, a un superdotado que supera a los demás en una serie de pruebas de inteligencia. La madre, una mujer vulgar, revela –después de sufrir un accidente automovilístico al que Paul, tras una discusión indujo telepáticamente-, que él no era su hijo, aunque lo diera a luz, y a pesar de jamás haber sido tocada por ningún hombre. Los doctores Llewellyn (Ian Hendry) y Neville (Alan Badel), han sido encomendados para estudiar a cinco niños más con las dotes de Paul; a Rashid (Mahdu Mathen), de Calcuta, Mi Ling (Yoke-Moon Lee), de China, Nina (Roberta Rex), de Moscú, Mark (Frank Summerscale), de los Estados Unidos y Aga (Gerald Delsol), de Nigeria, enviados a Londres para la investigación. Aparece el oscuro agente Colin Webster (Alfred Burke), con intenciones de llevarse a Paul un laboratorio, pero este escapa y comienza a reclutar a sus compañeros en las embajadas de sus respectivos países. Los acompaña el fiel perro de Mark, a quien sólo este puede controlar, y atraen a Susan (Barbara Ferris), la hermana (adoptiva) mayor de Paul, para su causa, será ella quien traduzca en palabras los pensamientos telepáticos de Paul y sus compañeros. Las escenas de estos niños –de diversos países y razas, antes de que la Corrección política alcanzara el cine- caminando juntos por las calles, en silencio y sin ninguna expresión en el rostro, resultan en una contradictoria mezcla de fascinación, horror y amenaza, al mismo tiempo que son profundamente conmovedoras.

Cuando Webster envía a sus agentes, y estos matan a balazos al perro, los niños obligan mentalmente a matarse a los dos hombres. La iglesia en ruinas donde se refugian es rodeada por el ejército, pero los niños lo han previsto todo y construyen un arma sónica, valiéndose de despojos tirados por el lugar, que funciona a través de los tubos del órgano para defenderse. En la refriega Rashid es asesinado por una bala de Webster, y el análisis de la sangre de Rashid arroja como resultado que los niños pertenecen a “una especie superior”, en realidad humana, pero adelantada en siglos a la actual. Mientras las naciones intentan recuperar, cada una, a su niño (estamos, por supuesto, en la Guerra Fría), los científicos se ponen de acuerdo en matar a los pequeños, con la única oposición del doctor Llewellyn, a quien todo el asunto le parece una locura. Sucede, para entonces, un giro inesperado, al regresar cada niño a su embajada, y comience a ser acosado, para convencerle de que construya la máquina para engrosar el arsenal de su propio país. Pero el engaño no prospera, y los niños asesinan a los políticos, y luego vuelven a la iglesia, para prepararse para la batalla que decidirá qué especie heredará, finalmente, la Tierra.

  “El germen de las bestias” funciona como una secuela no oficial de “El pueblo de los malditos” aunque se trata, después de todo, de una película autónoma, derivada de la novela de Wyndham, en la que no faltan las emociones de la fuente original.  

Todas las noches a las nueve (Our Mother’s House, Jack Clayton, 1967)

El mismo argumento de “La niña del caserón solitario”, que se tratará más adelante, en este mismo listado, sostiene el de esta película de Jack Clayton, de quien ya hablamos al tratar sobre su adaptación de la novela de Henry James, “Otra vuelta de tuerca”, es decir, la clase de situaciones a las que se enfrentaría un grupo de niños que, de pronto, se encontraran viviendo sin compañía adulta, en su casa.

Cuando la hija de un vicario, y madre de siete niños muere, sus hijos se deciden por enterrarla en el jardín (un sitio que designarán en adelante como “el tabernáculo”) para no echarla de menos, y tenerla cerca. Acuerdan que todo seguirá igual, es decir, Elsa (Margaret Lecrere) y Hubert (Louis Sheldon), los hermanos mayores, se harán cargo de los menores, guardando el secreto ante cualquiera. Jiminee (Mark Lester), uno de los más pequeños, y tartamudo, se revela como un experto en falsificar la firma de la madre, para cobrar los cheques de la cartilla de ahorros, y obtener fondos para sobrevivir. El asunto de que la madre se “haya ido a la costa”, por prescripción médica, le parece sospechoso a la Señora Quayle (Yootha Joyce), por lo cual, según alegan los niños, ya no podrán pagarle sus servicios.  

 Un día, reciben una carta para su madre, proveniente de un tal Charlie Hook (Dick Bogarde), pero sólo Elsa sabe que se trata de su padre, “una bestia”, como le confiesa a Hubert, haciéndole prometer que guarde el secreto, pues “no lo necesitan”. Por las noches, Diana (Pamela Franklin, que repetía bajo la dirección de Clayton, después de interpretar a Flora en “Posesión satánica”), la tercera entre los hermanos, cae –o cree caer- en trance mediúmnico (al que denominan como “la hora de mamá”, sentados en el “tabernáculo”, iluminado por velas) y comunicarse con la madre fallecida, para controlar a los menores, en complicidad con Dunstan (John Gugolka), que recurre siempre a un discurso religioso fanático, de esta manera, cuando Gerty (Phoebe Nicholls), la otra niña pequeña, le pide a un desconocido que la lleve a pasear en motocicleta, a través de Diana, será castigada cortándole el cabello y sometiéndola a la ley del hielo, así arrebatándole el peine de la madre que conservara. Gerty enferma gravemente, y ante el sometimiento de Elsa a los supuestos designios de la fallecida, que piden que muera “como premio al pecado”, Hubert, que ha recogido los pedazos de la carta de Hook, le escribe desesperadamente, pidiéndole que los visite. Mientras tanto, Jiminee lleva consigo a Louis (Parnum Wallace), un compañero de la escuela que se ha fugado de su casa. Le piden consejo a la madre, y esta acepta que se quede con ellos. El día que la señorita Bailey (Clare Davidson), una maestra de la escuela de los chicos, llega a buscar a Louis, descubre que los niños viven solos, en el preciso instante que Gerty, restablecida, baja las escaleras, y Hook aparece, repentinamente, en la puerta, para seguirles el juego a sus hijos, con tal de que la maestra no siga husmeando.

  Al principio, Hook prepara el desayuno para los niños, juega con los más pequeños, y se los va ganando poco a poco, al grado que logra que le llamen, cariñosamente, “Charlie”. En medio de todo este enternecedor derroche, será Elsa la única que no creerá en sus bondades. Así, Charlie comienza a dar cuenta del dinero, a la vez que las botellas vacías de alcohol se acumulan. Un día, la señora Quayle regresa, y Charlie la contrata otra vez, con el pretexto de no poder hacerse cargo solo de la casa, aunque la detestable mujer se instale a sus anchas, y se convierte en su cómplice. Al poco tiempo, un desfile interminable de mujeres pasará por la sagrada habitación de mamá, por lo que los niños decidirán hacerse cargo, de una vez, de la penosa situación.

Conmovedor retrato de las consecuencias que las acciones de los adultos provocan en los niños, “Todas las noches a las nueve”, adaptaba una novela de Julian Gloag, “Our Mother´s House” (1963), que The London Magazine comparó, en su momento, con “Señor de las moscas” (1954), la novela del Premio Nobel William Golding, esa magnífica parábola sobre el poder y la naturaleza humana, dada desde la perspectiva de un grupo de niños náufragos. Bajo la influencia de la obra de Gloag, Ian McEwan publicaría, en 1978, “The Cement Garden”, que repetía una serie de elementos aparecidos en la novela del primero, tales como el grupo de niños solitarios, o el entierro de la madre en el jardín, por lo que no pudo eludir una acusación de plagio.  

Viaje a las estrellas: Y los niños dirigirán (Star Trek: And the Children Shall Lead, Marvin Chomsky, 1968)

El episodio 4 de la tercera temporada de la legendaria serie “Viaje a las estrellas”, fue dedicado a indagar los resultados de un contacto con inteligencias alienígenas que tuviera en los niños a su principal objetivo. A bordo de la nave espacial Enterprise, se recibe una angustiosa llamada proveniente de la colonia científica de Triacus, por lo cual el Capitán Kirk (William Shatner), el Señor Spock (Leonard Nimoy) y el Doctor McCoy (DeForest Kelley), descienden a investigar. Encuentran a todos los adultos muertos, o agonizantes, cuya causa, según determinan, no fue otra que la de un suicidio colectivo.

En medio de los muertos quedan, como únicos supervivientes, cinco niños, que se ponen a jugar ante la mirada azorada de los recién llegados. Después de dar sepultura a los padres y demás adultos, los niños siguen comportándose como si nada pasara, por lo que McCoy supone que se encuentran bajo un fuerte trauma. Spock detecta una extraña señal con el aparato Tricorder, y cuando entran a la cueva de donde proviene, Kirk es asaltado por una sensación de ansiedad, como si tuviera origen en un agente externo. Después, todos son trasladados a bordo de la nave, pero los estudios no arrojan resultados claros en los niños, mismos que comienzan a dar muestras de poseer poderes capaces de someter la voluntad de los adultos. Lo que sucede, es que los niños mantienen comunicación con un ente incorpóreo –a quien denominan como “ángel protector”-, un antiguo habitante del planeta Marcus XII, perteneciente a una legendaria banda criminal, que utilizaría a los niños como “catalizadores” para gobernar la nave, siendo capaz de evocar “la bestia” interior en los adultos para que se asesinen unos a otros, y que los ha venido engañando con la promesa de un paraíso infantil, donde podrían jugar eternamente, y no habría adultos que darles órdenes. Este episodio, bajo un malintencionado cuento de Ciencia ficción, no hace sino evocar la misma idea de una “Isla de los juegos” utópica, como aquella de que se habla en la novela “Pinocho”, de Carlo Collodi.  

El hipotético contacto entre extraterrestres y niños es recurrente en la Ciencia ficción; lo encontramos, por ejemplo, como un motivo principal en “Hijos del espacio” (The Space Children, 1958), de Jack Arnold, pasando por esa gloria de la New Age que es “Encuentros cercanos del tercer tipo” (Close Encounters of Third Kind, 1977), hasta el meloso “E. T.” (1982), ambas de Steven Spielberg. El mensaje, en estas últimas películas, se localiza al otro extremo de aquel de “Los cuclillos de Midwich”, y peca de ingenuo: el “uso” de los niños, por parte de los extraterrestres, como único medio puro, y sin contaminar, para detener las locuras adultas o, al otro lado, como medio de dominación –los pequeños son fácilmente convencidos y manejados por una mente ajena, y poderosa- como sucede en este capítulo de “Viaje a las estrellas”.     

No nos libres del mal (aka Don’t Deliver Us from Evil; Mais ne nous délivrez pas du mal, Joël Séria, 1971)

La políticamente incorrecta película de Jöel Séria muestra los oscuros poderes que, sin soslayar el erotismo, el par de amigas adolescentes, la pelinegra Anne (Jeanne Goupil), y la rubia Lore (Catherine Wagener), desplegarán para servir a su señor, Satán.

No cabe duda que Anne maneja a Lore, a quien usa para provocar sexualmente a varios adultos (la lascivia, como vehículo para la auto contaminación, y erradicación de todo rastro de pureza, y extirpación de la estorbosa virginidad, vista como un sacrificio), aunque al final les dejen sin satisfacer sus deseos (y haya un asesinato de por medio), todo es válido, como leer al prohibido Lautréamont, el burlarse de la religión católica de varias formas, o hacer bullying escolar –antes que este recibiera un nombre-, así como envenenar el canario de uno de los sirvientes, y planeen ir matando una a una cada ave de su colección (para que sufra lentamente), lo que importa es lo que harán al final, valiéndose para ello del poema del supremo maldito, Baudelaire, en un acto teatral que se reviste de suprema como ardorosa entrega, literalmente, en esta película que se promocionó como “prohibida en Francia”.

El otro (The Other; Robert Mulligan, 1972)

Los hermanos gemelos Perry, Niles (Chris Udvarnoky) y Holland (Martin Udvarnoky), se comportan como cualquier otro niño a su edad, acaso un poco más, haciendo travesuras por toda la granja y los campos, tanto que el primo Russell (Clarence Crow), hijo de la tía Vee (Norma Connolly), los detesta y siempre amenace con ir a denunciarlos. También está Ada (Uta Hagen), la vecina de origen ruso, que tiene un secreto que, no obstante, gusta de compartir con Niles, mismo al que llaman “el Gran juego”, y que consiste en “meterse” en el cuerpo de otros seres, como un cuervo, y ver lo que el cuervo ve en pleno vuelo. El don, como suele suceder, será amargo, pues no sólo le permite ver, sino prever lo que sucederá en el futuro. De esta forma, puede ver la horquilla, con los dientes hacia arriba, puesta entre la paja sobre la que su primo está arrojándose desde el tapanco del establo, en un juego que resultará mortal. Pero también siente el dolor en el pecho, minutos antes que Russell caiga sobre la horquilla y muera. Luego, a la quisquillosa y vieja pianista, la señora Rowe (Portia Nelson), que teme a las ratas, después que permitiera entrar excepcionalmente a su casa a Holland, y este le enseñara el truco del sombrero (del cual sacara una rata y no un conejo), no se le vuelve a ver jamás.     

“El otro” –cuyo título ya es revelador para el espectador avezado- se trata de una adaptación de una novela del subestimado Thomas Tyron, y debe su guion al mismo autor, que superó con ello su propia novela. Lo más destacado de la película de Mulligan consiste en eludir lo más obvio, así, jamás presenta a los dos niños juntos en compañía de otras personas, aunque va dejándonos pistas (como ese pozo sobre el que la madre de los gemelos llora tristemente) de que estamos asistiendo a algo muy extraño, más allá del don sobrenatural del Gran juego (que Ada explica como simple imaginación) en el cual, como en varias de estas películas, el mundo infantil se nos presenta como un todo que desplaza a los adultos de su interior, tan acogedor para el infante como anómalo para los demás. El tema del gemelo –o el pariente- malvado, sería el eje central de “El ángel malvado” (aka El buen hijo; The Good Son, 1993), dirigida por Joseph Ruben, que permitió a Macaulay Culkin volver del revés la serie de actuaciones que hiciera hasta ese momento, como el primo malévolo, en oposición al desarrollado por Elijah Wood, el primo bueno a quien nadie toma en serio.

Como curiosidad tenemos que, en “El otro”, en la escena del espectáculo de “freaks”, aparece brevemente Robert –“Bob”- Melvin, llamado “el Hombre con dos caras” o “el Moderno hombre elefante”, actor recurrente de documentales y que apareciera, igualmente, en la infame secuencia de los demonios (en realidad extras con diversas deformidades) de la película “Centinela de los malditos” (The Sentinel, Michael Winner, 1977).

La niña del caserón solitario (aka. La muchacha del sendero; The Little Girl Who Lives Down the Lane; Nicolas Gessner, 1976)

            Adaptación de la endeble novela de Laird Koenig –que, no por ello le ha impedido que se convierta en un libro de culto-, y basada en su propio guion, “La niña de las tinieblas”, nos cuenta la historia de Rynn Jacobs, una chica que, al principio de la película se auto celebra su trece cumpleaños, advirtiéndonos de que algo raro está pasando. Interpretada por una Jodie Foster a quien le faltaba muy poco para aparecer en “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976), le cuenta a todos que vive con su padre poeta, a quien nunca vemos, porque se la pasa escribiendo en el estudio de arriba, soporta los intentos sexuales de Frank Hallet (Martin Sheen), hijo de la casera, como a la casera misma, Cora Hallet (Alexis Smith), a quien le impide pasar al sótano, sólo para que esta le advierta de no dejar pasar a su hijo cuando ella se encuentre sola. Y es por esto de que Frank tenga fama de “molestar” a las chicas, por lo que el agente Miglioriti (Mort Shuman) intenta vigilarla, pero lo peor sucederá cuando la señora Hallet baje indebidamente al sótano, y la puerta de la trampilla le caiga encima y muera. Entonces hará su aparición Mario Podesta (Scott Jacobi), un joven mago, que cojea de una pierna, a quien Rynn le contará su secreto y se convertirá en su amigo, cómplice y amante.

La primera parte de “La niña del caserón solitario” nos recuerda, un tanto, a “La soga” (Rape, 1948) de Hitchcock, por aquello de los personajes moviéndose alrededor del objeto, o eje, de muerte, y en la cual la acción se lleva a cabo en interiores; a pesar de este buen comienzo, el suspenso de que hace gala no se mantiene en su segunda parte.  

            Koenig, guionista para la televisión y nominado al premio Razzie por el guion de “Inchon” (Terence Young, 1981), película sobra la batalla de Inchon, en Korea del Sur repetía, con “La niña de las tinieblas”, un tema que ya había explorado en “Los niños vigilan” (1970), novela que había escrito en coautoría con Peter L. Dixon, el de un grupo de niños que viven en solitario, tras ocultar el cadáver de la niñera a la que han dejado morir accidentalmente. La novela, también llevada al cine como “Infancia peligrosa” (Attention, les enfants regardent, Serge Leroy, 1978) contó con Alain Delon en el papel principal, pero constituyó un desastre de taquilla.

La máscara del crimen (aka Alicia, dulce Alicia/Communion; Alice, Sweet Alice, Alfred Sole, 1976)

Las hermanas Spages, Alice (Paula E. Sheppard) y Karen (Brooke Shields), compiten entre sí, como todas buenas hermanas que se precien. Igualmente, Alice le tiene cierta envidia y rencor a su hermana menor, que parece ser de las preferencias de su madre, Catherine (Linda Miller). Ambas niñas usan los típicos impermeables amarillos, sólo que Alice gusta de ponerse, aparte, una máscara que recuerda el rostro sonrosado de una muñeca, por el simple gusto de asustar a su hermana. El día de su primera comunión, Karen es asesinada con saña por alguien que lleva la máscara y el dichoso impermeable amarillo, y que oculta el cuerpo, al que prende en llamas, bajo una banca de la iglesia, en plena ceremonia. Alice toma el lugar de Karen, para comulgar, al mismo tiempo que una monja encuentra el cuerpo de la niña. Las sospechas, como es de esperarse, recaerán sobre Alice, sobre todo por parte de la tía Annie (Jane Lowry), que es apuñalada mientras baja unas escaleras por alguien que usa el mismo atuendo, mientras la investigación del asesinato de Karen continúa.

“La máscara del crimen” se trata de un “giallo” estadounidense, pero giallo, en toda forma; su asesino enmascarado, su trama equívoca, su atmósfera y hasta sus colores, forman parte de la tradición de ese subgénero fascinante que surgiera en Italia, comprendido y trasladado a los Estados Unidos en este caso, enmarcado en una atmósfera religiosa opresiva. Como en cualquier película de este tipo, su terror barato y efectista se fundamenta en el truco y la vuelta de tuerca, a veces forzada, trayendo a primer plano personajes secundarios, y hasta incidentales, para ocultar al espectador la identidad del asesino casi hasta el último momento.  

Como dato curioso, en la escena en la que el sacerdote recibe el ataúd con el cuerpo del padre de las niñas, pueden verse dos carteles de la legendaria “Psicosis” (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, en un claro homenaje a la cinta que comenzara toda la tradición de asesinos seriales en el cine, y cuya identidad es desconocida.

¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976)

El realizador uruguayo-español Ibáñez Serrador se hace la pregunta suprema, en esta asombrosa película, sobre una cuestión moral que planteara su original literario, la novela de Juan José Plans, “El juego de los niños” (1976).

Aunque la maldad que estos niños, únicos habitantes de una isla a la que arriba una pareja de turistas, es indudable, la premisa es tan terrible que se ve suavizada por la explicación de un posible origen extraterrestre, es decir, como en el caso de “El pueblo de los malditos” y “El germen de las bestias”, el asesinato por parte de los niños, según esta visión, no puede ser, de ninguna manera, de origen humano.

¿Quién puede matar a un niño? se pregunta Serrador, y sus niños asesinos permanecen, así, tan campantes, cuando la cuestión ya había quedado zanjada en el final de “El germen de las bestias”: los adultos, por supuesto, que ven amenazada su propia visión de las cosas, y son capaces de destruir aquello que no comprenden.    

Niños diabólicos (aka Los niños del maíz/Los chicos del maíz; Children of the Corn, Fritz Kiersch, 1984)

La masacre comenzó en una cafetería, en el pueblo de Gatlin, Nebraska, cuando todos los menores de dieciocho años envenenaron, mutilaron o atacaron con hachas y hoces, a los mayores. El pequeño Job (Robby Kiger) fue testigo, y vio cómo, desde el otro lado del cristal del local, Isaac (John Franklin), vestido de negro y con sombrero, se reía de manera siniestra tras dar la señal, con la cabeza, para que los otros comenzaran la matanza. Así comenzó el culto a “El que camina detrás de los surcos”, de cuyos líderes eran Isaac y Malachai (Courtney Gains), quienes lograron reclutar un séquito numeroso para su religión. Unos años después, Burt (Peter Horton), de profesión médico, y su esposa Vicky (Linda Hamilton), se encontraron conduciendo por la carretera solitaria de Gatlin, en la que atropellaran accidentalmente a Joseph (Jonas Marlowe), uno de los chicos que intentara escapar de la secta, sólo para percatarse que el cadáver ya llevaba tiempo en medio de la carretera, y que había sido puesto ahí, a propósito.

La pareja intenta llegar a una ciudad, pero el letrero que conduce a Gatlin les sale en cada curva, vuelta o regreso, como si alguna fuerza sobrenatural se tratara, así que arriban a Gatlin, que parece vacía al principio, a excepción de una casa donde entran, en busca de un teléfono, y en la que juega la pequeña Sarah (Anne Marie McEvoy), que posee el don de la premonición y hace dibujos sobre lo que vendrá, así como su hermano Job, los únicos niños que no se encuentran sometidos a la voluntad de “el que camina detrás de los surcos”. Cuando los secuaces de Malachai crucifiquen a Isaac a su dios, por una serie de diferencias sobre el liderazgo del grupo, Burt tendrá que hacerles frente y liberar a Vicky, a quien han hecho prisionera, antes que el siniestro dios se manifieste con todo su poder.   

Pésima adaptación de una novela corta de Stephen King, que se sacaba de debajo de la manga un poco convincente culto sobre adoradores de una entidad habitante de los surcos del maíz, la película no funciona como parábola y, mucho menos como metáfora de la brecha generacional, y tampoco como una cinta de “Horror Folk”, quedando muy por debajo de todas las películas comentadas en esta lista, a pesar de lo cual, por su temática, merecía incluirse en la misma. Con todo, esta tontería sin mérito alguno, produjo una franquicia interminable, tan deleznable como su original.     

Veneno para las hadas (Carlos Enrique Taboada, 1986)

Mi preferida de toda la producción dedicada al terror del director mexicano Carlos Enrique Taboada, debe mucho a la trama de “No nos libres del mal” de Jöel Séria y, a diferencia de sus otras películas, evita la trama sobrenatural –y un tanto la mojigatería que lo caracteriza-, en pos de un realismo sometido al trabajo de cámara.

En esta historia (en la cual, a la manera de “Charlie Brown”, los adultos apenas se ven, pero sí se escuchan, para remarcar los detalles de un universo infantil y auto contenido), no importa tanto el cómo, paso a paso, Verónica (Ana Patricia Rojo), la niña rubia que se cree bruja, va consiguiendo los elementos para, finalmente, preparar ese veneno para las hadas del título, sino cómo va envolviendo, poco a poco, e irremediablemente, a su amiga Flavia (Elsa María Gutiérrez), la niña sumisa de cabello negro, en una atmósfera de amenaza y terror psicológico, para someterla a sus caprichos, en una inversión de la antigua creencia anglosajona y celta que dice que, las mujeres rubias, son un dechado de virtudes, y las de cabello negro seres perversos y crueles. El cine inglés y estadounidense está repleto de personajes con este estereotipo. Las actuaciones de las niñas de este cuento anti feérico son ejemplares, y la escena final, tan ardiente como la de la cinta de Séria, remite al supremo castigo medieval. Es la historia de una perversión, entre niñas, en este caso, pero perversión al fin y al cabo, y su lentitud inherente se compensa con ese rasgo verdaderamente inquietante.

Véase también:

Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (I) por Pedro Paunero.

http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=7891

Rebeldes del espacio y otras oscuras metáforas de la juventud en el cine (II) por Pedro Paunero.

http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=7895

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.