Por Sergio Huidobro
Hay cine documental que se hace para iluminar el presente y otro que se hace para iluminar la memoria. El mejor elogio que se puede hacer de “Ayotzinapa: crónica de un crimen de Estado” (Xavier Robles, 2015) es que tiene la ambición de alcanzar ambas orillas. Su punto más débil, es que resulta irregular en ambos sentidos. El resultado, que se exhibió recientemente en la Cineteca Nacional y pretende una distribución amplia e independiente, acusa las dos cosas.
No sé si es posible escribir sobre cine político o de denuncia sin formular al mismo tiempo una opinión viciada sobre el trasfondo que hace nacer a la película en cuestión. Tampoco sé si alguien —ni siquiera Costa-Gavras, Pontecorvo u Oliver Stone— tendrían una respuesta definitiva al asunto. Ayotzinapa: crónica de un crimen de Estado es un filme que nace de la urgencia y la emergencia porque no podría ser de otra forma. Pretende totalizar y enjuiciar al momento una de las tragedias más agrias del México contemporáneo, aún cuando las nieblas en torno al hecho siguen sin disiparse del todo.
Es evidente, a lo largo de la cinta, que el espíritu de denuncia va siempre un paso delante del ojo del investigador. No es esto una falla ni algo condenable. No lo es en el cine que desde el título proclama una militancia y una versión adjetivada sobre un hecho que si por un lado suscita un consenso de sincera indignación, por el otro sigue sin arrojar conclusiones que se asemejen a eso que podríamos llamar verdad; no histórica, no oficial: verdad a secas.
El filme, producido por Guadalupe Ortega, la cooperativa audiovisual El Principio y dirigido por Xavier Robles, está dividido en tres partes: la primera reconstruye la noche del 26 de septiembre a partir del testimonio de sobrevivientes; la siguiente condensa una rápida visión de contexto en torno a temas como la guerrilla guerrerense, el tráfico de drogas en la región y la complicidad federal en la larga devastación del entorno rural del sur mexicano; la última es una crónica de la indignación en la capital: las marchas, los mítines, las proclamas, las pancartas.
El pie más cojo para las tres secciones es que apelan solamente al diálogo con los convencidos, con los adherentes, con quienes ya poseen una postura clara, y se olvide de interpelar y cuestionar a otras voces del espectro político. La elección de entrevistados —muy pocos para un documental de casi dos horas, casi protagonizadas en dos tercios por uno de ellos— se siente igualmente parcial.
Las notas más altas llegan cuando la cámara se aleja del análisis político y de la opinión para buscar rostros reales, campesinos, que se funden con la sierra de Guerrero. Es ahí donde Ayotzinapa: crónica de un crimen de Estado toma un valor real como testimonio del presente y como documento futuro. En otro de sus momentos más acertados, un coro ensaya el Va pensiero de Verdi mientras las imágenes de una manifestación van desbordando la secuencia.
Siempre es sencillo resbalar al caminar por filmes que ya se asientan sobre terrenos resbalosos, punzantes, que nos circundan al salir de la sala. Al ver el trabajo de Xavier Robles, necesario y urgente como es, echo en falta verlo a él, a Robles, en acción. La película es una exposición de voces y una recopilación de datos ya conocidos, pero nunca se atreve a tomar una voz propia, autoral, como cine, ni a emprender una investigación propia que arroje conclusiones inéditas. Es así, como apuntamos al inicio, que “Ayotzinapa” intenta ser a la vez proclama y periodismo, pero adolece de ciertas herramientas que otorgan plena efectividad tanto a éste como a aquella.
Se exhibe en CIneteca Nacional.