Por Pedro Paunero
Carlotta Von Liebenstein, una elusiva como excéntrica condesa alemana, cuyo hijo -de nombre Günther-, aquejado por depresiones constantes, y que tenía por mejor amigo a un perro pastor alemán, decidió heredar toda su fortuna -tras el suicidio de Günther-, a su perro. Las cláusulas eran extrañas e implicaban que un reducido (como escogido) grupo de jóvenes viviera despreocupadamente en una lujosa mansión, adquirida exclusivamente para ello -la de Madonna, ni más ni menos-, se dedicaran a diversiones grupales, y tuvieran sexo constante, en algo que comenzó a parecerse a una secta con tintes utópicos.
El perro, bautizado como Gunther -americanizando el nombre alemán-, tenía como cuidador a Maurizio Mian, quien no sólo fungía como albacea de la herencia, sino como un extraño titiritero detrás del grupo de jóvenes, que habían sido elegidos después de un casting efusivo, que implicaba, entre otras reglas extrañas, la aceptación de someterse a un experimento eugenésico traído por los pelos, formar un grupo de música pop que fuera el rostro alegre y desparpajado del perro millonario y obtener, al final, una exorbitante cantidad de dinero por toda la puesta en escena.
IFrame
La mini serie de Netflix, “Gunther. El perro millonario” (Gunther ‘s Millions, Aurelien Leturgie, 2023), conforme avanza, no sólo va develando diestramente lo que resulta una farsa “bien intencionada”, sino la utilización de dos figuras ficticias, la de una condesa y su hijo, que devienen en las meras proyecciones mentales de la psique atormentada del extravagante Mian, qiuen habría querido averiguar la naturaleza de la felicidad -y curar, así, sus constantes depresiones-, legando a la humanidad sus supuestos logros. Por momentos resulta imposible no reír con la historia, aunque en otros no podamos evitar un escalofrío, como cuando nos enteramos que el grupo de élite de jóvenes efebos y nínfulas rubias, eran constantemente vigilados por un supuesto científico, que monitoreaba todos sus actos, incluidos los sexuales y que extrajera un solo resultado de cierto valor de su voyerista tarea: Si pones a unos cuantos hombres y mujeres en un espacio cerrado, tendrán sexo entre sí, aunque al final terminarán todos por enfrascarse en peleas y discusiones.
Pero la imagen de un perro millonario -su fortuna sobrepasaría los quinientos millones de dólares-, también nos remite, irónicamente, a la de un filósofo como Diógenes de Sinope, apodado “el perro” -máximo representante de la escuela cínica- quien, por oposición a la sociedad -que consideraba deshonesta y vil-, prefiere vivir en un barril, rodeado de perros callejeros, en una de las plazas públicas de la Atenas clásica, sin más posesiones que un cayado, unos harapos como prendas y un zurrón, en busca de conquistarse a sí mismo -su encuentro con Alejandro Magno, que le ofreciera “lo que quisiera”, y que obtuviera como respuesta que se apartara de enfrente porque le “tapaba” el sol, es preclara- y nos obliga a reflexionar sobre ese absurdo en que termina volviéndose un legado y un testamento.
Los medios trataron al perro Gunther -y sus descendientes, ya que una cláusula explicaba que, a la muerte de este, se siguiera manteniendo un linaje de pedigree-, con una mezcla de diversión y sorpresa, como un hecho más de las extravagancias del mundillo de los ricos, sin profundizar en una investigación que arrojara luz sobre el maltrato animal -que al final resulta serlo, precisamente-, o que Gunther, finalmente, no fuera sino un presta nombres inconsciente, en una complicada maroma legal para evadir impuestos, y que lo acerca a la farsa familiar de Disney, “El gato más rico del mundo” (The Richest Cat in the World, Greg Beeman, 1986), o a los casos reales de Tomassino, un gato italiano, al que se suman los de Blackie y el chimpancé Kalu, entre otros animales herederos de inmensas fortunas, que existen porque las leyes lo permiten, enmarcadas en la codicia exacerbada de los abogados, de sus cuidadores -y el resto del séquito de empleados que los rodean-, quienes de buena gana se prestan a la farsa, a cambio de un sueldo remunerado.
Divertida, absurda, pero inquietantemente real, “Gunther. El perro millonario”, es un reflejo del egoísmo -disfrazado de amor animal- para con el prójimo, y de la codicia humana, tan ajena a la de estos animales, convertidos en peones de un juego cruel y enfermizo.