“De los escritores de la Revolución Mexicana
Rafael F. Muñoz es quien mejor refleja
en sus obras un ámbito poético, dentro del árido
mundo en que estas se desarrollan […]
Muñoz exige mucho de sí mismo y al escribir
intenta mejorar lo anterior. A  eso se debe
la parquedad de su obra…”
Juan Rulfo 1


Por Arturo Garmendia

Rafael Felipe Muñoz nació en la ciudad de Chihuahua el 1º de mayo de 1899. Su padre era un prominente abogado que llegó a ser  presidente del Tribunal estatal, y poseía  un rancho, El Pabellón, vecino a la frontera con Estados Unidos, en donde nuestro autor pasó algunos años de su juventud dedicado, mas a las actividades ganaderas de la propiedad, que a explorar la bien surtida biblioteca  que su progenitor había formado.

Realizó sus estudios en el Instituto Científico y Literario de su estado; y más tarde se trasladó a la ciudad de México para estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria, pero a raíz de la usurpación huertista se vio obligado a regresar a Chihuahua, donde, a los dieciséis años de edad se inicia como reportero de un diario local. Por entonces tiene contacto con la vida revolucionaria y conoce al famoso caudillo Francisco Villa, el Centauro del Norte. Esa vida y la figura del caudillo le dejan un profundo recuerdo, como lo comprueban los temas y los personajes de sus libros.

“Villa es una especie de Huitzilopochtli -precisa Muñoz-: espantoso pero enorme. El 12 de diciembre de 1913 tomó la ciudad de Chihuahua. De niño, lo vi entrar y salir muchas veces. Prácticamente la ciudad estuvo bajo su poder durante dos años. No tuve que ver nada con la División del Norte: no fui dorado ni fui, como alguien dijo, empleado en la secretaría particular de Villa. Ante el villismo fui simplemente un muchacho con los ojos bien  abiertos… El Centauro está a discusión, seguirá siendo por muchos años motivo de controversia” 2

Durante el régimen de Venustiano Carranza se ve obligado a desterrarse de México debido a su simpatía por Álvaro Obregón. Trabaja entonces en el sur de Estados Unidos, principalmente en California. Al caer Carranza, en 1920, regresa a México, donde escribe y trabaja en los diarios de mayor circulación: El Heraldo, El Gráfico y El Universal y colabora en diversas revistas.

Durante el gobierno del Presidente Portes Gil, ocupa la dirección del diario El Nacional. Empezó su carrera literaria bastante joven, por 1913, con su cuento E”l hombre malo”. El género lo atrae y en el ha utilizado sus propias experiencias de la vida revolucionaria. En 1928 publica “El feroz cabecilla”, cuentos de la Revolución en el Norte, y dos años después, “El hombre malo y otros relatos” (1930). Del cuento pasa a la novela por medio de “¡Vámonos con Pancho Villa!” (Madrid, 1931) que es una narración compuesta por cuadros sucesivos que presentan las vidas paralelas de seis partidarios de Pancho Villa que han jurado no abandonarlo nunca. Palpita en todas esas narraciones un mismo aliento; en un estilo objetivo. Sin temblores y sin angustias, narra las hazañas y atrocidades, las desventuras y sufrimientos de aquellos seis rebeldes que se ofrecen en voluntario y entusiasta sacrificio por defender a Pancho Villa. Todos los sucesos referidos -como lo declara el autor- son verídicos, aunque atribuidos a un grupo de seis hombres.

En “Si me han de matar mañana” (1934) hace una nueva selección de sus narraciones cortas, con las que ya había  alcanzado  gran popularidad; y en  Memorias de Pancho Villa  (1935) relata sus  experiencias personales dentro de la Revolución. Años después publicó en Buenos Aires su segunda novela “Se llevaron el cañón para Bachimba” (1941) que es en gran parte una novela autobiográfica; en la que se siente que el protagonista y juvenil narrador ha recogido de los recuerdos del propio autor: muchas sensaciones, añoranzas y aventuras.

La narración se desarrolla en una serie de cuadros breves, en que la realidad se mezcla al ambiente de emociones y sueños que crea el propio narrador, levantando esa levísima niebla de poesía a través de la cual el mundo es más amable y más brillantes sus luces y colores. La limpia y entusiasta visión juvenil de Álvaro Abasolo -el narrador- da por momentos a la narración una ligereza lírica, que se goza con la naturaleza, el cielo y el campo, el amanecer y la noche. Álvaro Abasolo es un  aprendiz de revolucionario, como de seguro se soñó el propio Muñoz y muchos muchachos que no tenían, en la época de Francisco Villa y Pascual Orozco, la edad suficiente para incorporarse a las fuerzas rebeldes, a la gesta revolucionaria, rodeada ya desde los tiempos de Madero de un prestigio romántico.  Es autor también de una penetrante biografía de Antonio López de Santa Anna (1936) en la que ha sabido captar a ese complejo y tortuoso personaje, así como a toda la época pintoresca y contradictoria en que vivió. 3

Rafael F. Muñoz se desempeñó además como jefe de prensa en dos Secretarías de Estado, cambiando lo que era una oficina de publicidad política dominada por el “embute” o “chayote”, o sea el pago disimulado de igualas a los periodistas a cambio de notas favorables en la prensa, en una instancia de  información y apoyo a las campañas emprendidas por la dependencia. En esta condición colaboró con Jaime Torres Bodet en dos oportunidades: entre 1943 y 1946 en la Secretaría de Educación Pública, y de 1946 a 1951 en la de Relaciones Exteriores. En 1958 volvió a ocupar el mismo puesto, bajo las órdenes de Agustín Yáñez, en la Secretaría de Educación Pública. 4

El día 9 de octubre de 1970 fue electo Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, pero desgraciadamente nunca pudo ocupar su sitial: preparaba su discurso de recepción cuando falleció repentinamente,  el 2 de julio de 1972.


La novela de la Revolución

En la década de los treinta, casi de la noche a la mañana, la novela mexicana se convirtió en novela de la Revolución. En 1931 no se publicó una sola novela importante que no tratase el tema de alguna manera. Cierto que en 1911 Mariano Azuela había publicado Andrés Pérez, maderista, que bien puede considerarse como la primera novela de la Revolución; y Martín Luis Guzmán había publicado en 1921 El águila y la serpiente, pero no habían hecho escuela. El crítico John S. Brushwood señala que ello se debió a que la Revolución, como conjunto de esfuerzos de hombres que buscan liberarse de una sociedad estática, no podía apreciarse como tal en los años inmediatamente posteriores a la misma, cuando predominaba el sentimiento de la tragedia y la necesidad de la reconstrucción del país.

Con el paso de los años, después de que sucesivos gobiernos revolucionarios dieron evidencia de impotencia para ejecutar las disposiciones populares contenidas en la Constitución de 1917, se llegó a una situación de decepción generalizada. No ayudó en nada que las distintas corrientes militares se enfrascaran en una lucha por el poder; ni el hecho de que el presidente Calles se convirtiera en hacedor de presidentes y fuente única de poder. Todo ello condujo a una situación política de desagrado de los muchos interesados primordialmente en una reforma política que instaurara un régimen verdaderamente democrático. 5

“José Luis Martínez, -señala Salvador Reyes Nevares – distingue dos generaciones de novelistas de la Revolución. La primera está compuesta por testigos y aún partícipes de la lucha en los campos de batalla, que relatan sus experiencias. La segunda escribe sobre cosas no vistas. Y sucede que la generación inicial no siempre está de acuerdo con lo que cuenta. Censura a los revolucionarios, señala sus inconsistencias, sus claudicaciones, sus faltas de firmeza ideológica. Afea sus ambiciones y la ignorancia de muchos de ellos. En cambio, los novelistas que vienen después tienden a justificar todos aquellos desmanes y todas las aparentes salidas de tono. “Rafael F. Muñoz, como Mariano Azuela y como Martín Luis Guzmán, pertenece a la primera época, y su obra coincide por entero con el dicho de Martínez. No hay en esto nada que pueda sorprendernos. Que los cronistas de la Revolución vieran en esta –o mejor en sus hombres- muchos defectos es cosa natural, porque ciertamente los defectos existieron.” 6

Sin embargo, la crítica de los años cuarenta en adelante tendió a relegar su importancia en aras de una división tajante de los escritores en dos grupos. Como lo sostiene Emmanuel Carballo: “Existen dos tipos de escritores: el literato y el creador, el hombre culto y el hombre que inventa lo que ignora o no  comprende.  Muñoz  pertenece  al  segundo  tipo… Sus  cuentos son ‘frescos’, casi me atrevería a decir que crudos: la fuerza de todos ellos reside más en la anécdota que en el tratamiento literario. Una minuciosa relectura arroja las siguientes observaciones: impresición en el discurso literario, estructuras elementales, pobreza de recursos estilísticos… abuso de procedimientos un tanto obvios, como la exageración… Emplea numerosas frases de dudoso gusto que aspiran convertirse en poesía… No  se preocupó por incrementar el interés de sus anécdotas ni, tampoco, por crear personajes memorables de tres dimensiones. A veces, pocas veces, se preocupó por rematar de modo inesperado sus historias. Sus cuentos tienen el sabor y el olor de la literatura que no inventa sino registra una realidad determinada, en este caso la del México bronco, bravo y bullicioso de la lucha armada y los años inmediatamente posteriores” 7


La fiesta de las balas

Con los años la apreciación crítica de su obra ha ido en aumento. Corrientes novelísticas posteriores, como el new journalism podrían reivindicarlo como antecedente, y características suyas, como la objetividad, la claridad en la exposición, la depuración de elementos superfluos se han vuelto moneda corriente en la literatura de nuestros días.

Así, Reyes Nevares puede postular que Rafael F. Muñoz “… descuella por su mirada certera, por su desparpajo idiomático, y sobre todo por su fluidez y su facilidad. Virtudes que le venían de su vena de conversador; de su gusto por sentarse a contar, como se estila -o se estilaba- en el norte, ante un buen auditorio, para contento de familiares y alivio de caminantes, “ y ”…no quiso ser ni moderno ni clásico ni romántico; qué le importaba; sólo quiso contar lo más desnuda, lo más descarnadamente, los hechos que vio o escuchó y que dejaron una huella profunda en su niñez y adolescencia”; 7 y el maestro Hugo Gutiérrez Vega elogiar “la descripción de la batalla de Cruz de Neira, capítulo central de Se llevaron el cañón para Bachimba, [que] es uno de los grandes momentos de la narrativa de la Revolución. Lucha de sombras y de granizada de balas, ramas tronchadas, soldados profesionales del ejército federal y campesinos armados con viejas carabinas… se juntan para crear una atmósfera  alucinante en  la que el entusiasmo, la  ebriedad producida  por el ruido de las balas y la presencia de una  muerte  que  siempre  (así  lo  pensaban  los  luchadores) pasa  de  lado, son  la  substancia  de  una  prosa transparente, bien construida y puesta al servicio de la acción… Realista a su modo, ni optimista ni pesimista,  cuenta las cosas tal como fueron y esboza sus teorías con una gran prudencia haciéndolas brotar de la elocuencia de lo acontecido”. Sus héroes –añade- entran a la ceremonia de la muerte casi como autómatas que cumplen con un deber que no saben quién se los ha impuesto: “La certeza de la derrota en Bachimba era compartida por todos los colorados que entraban en la batalla contra los federales, disciplinados y bien armados, con una especie de resignación y de cumplimiento de una orden del destino. Hay, por lo tanto, un aliento trágico en la prosa de Muñoz y un toque de humorismo negro en los desolados comentarios de los colorados…” 8  Estos rasgos, bien observados por Gutiérrez Vega, están presentes en toda su obra y forman parte esencial de ¡Vámonos con Pancho Villa!, novela y película.

La cara “amable” de la Revolución

La carrera como guionista del cine nacional de Rafael F. Muñoz no fue muy extensa: tampoco muy exitosa. Tras la experiencia de adaptar su novela “¡Vámonos con Pancho Villa!” al cine, vinieron para él dos periodos de trabajo cinematográfico, que coinciden con periodos de “vacas flacas” en su trayectoria laboral.  En el primero alternó sus actividades de periodista con la colaboración en tres cintas de alguna pretensión artística: “Refugiados en Madrid” (1938), “El Jefe Máximo” (1940) y “Cinco fueron escogidos” (1942). Otro común denominador de las mismas era su ubicación en un país extranjero o su origen extranjero, adaptado –es un decir- a la realidad mexicana.

La primera de ellas, dirigida por el primerizo Alejandro Galindo, tenía como sede la embajada de un país latinoamericano en la capital española, y pretendía encomiar la política de asilo implementada por el gobierno de Lázaro Cárdenas. El problema es que por ese entonces Madrid estaba en manos de los republicanos, y quienes se asilaban en la embajada por fuerza tenían que ser franquistas. México, como todo mundo sabe, apoyaba a la República, lo que generaba no pocos dislates en materia política. Afortunadamente, lo que sucedía al interior de la embajada eran sólo conflictos de carácter melodramático y, sabiamente, el embajador condicionaba la estancia de sus huéspedes a “no discutir de política”, con lo que se atenuaban las pifias en este terreno.

El Jefe Máximo volvió a reunirlo con Fernando de Fuentes en la adaptación del sainete Los caciques, del español Carlos Arniches, a la situación mexicana. Difícil tarea, porque la pieza (que en mucho recuerda a “El inspector de Nicolai” Gogol) alude a un contexto político diverso, y ante la inconveniencia de ubicar el filme en  el de la muy vigente pugna del PRM versus los almazanistas, los hipotéticos contrincantes “miítas” y “otristas” del filme no resultaban muy verosímiles y mucho menos graciosos.

El contrasentido de Cinco fueron escogidos era de otro orden. El Banco Cinematográfico oficial financió el filme “como una contribución de la industria fílmica mexicana a la causa de las Américas“ y contrató para el efecto al director Herbert Kline, 9 asi como a un grupo de actores hollywoodenses para rodar en el país una versión en inglés; y simultáneamente llamó a un par de escritores mexicanos, Xavier Villaurrutia y Rafael F. Muñoz, para elaborar un guión en español del mismo asunto, asi como a unos histriones mexicanos que interpretarían una versión hablada en español. Así, por el precio de una, tendría dos películas destinadas a diferentes mercados.

El asunto a desarrollar era altamente dramático: se trataba la tragedia de Lídice, sumamente publicitada en aquel momento. En el curso de la invasión fascista a Europa las tropas nazis ocuparon el pueblo yugoslavo referido, y como quiera que un oficial alemán es muerto por la población, las represalias no se hacen esperar: la amenaza de arrasar el pueblo se conjura mediante la elección de cinco ciudadanos inocentes que son condenados a muerte. Los esfuerzos del pueblo por liberar a los rehenes constituyen la trama deberían ser trágicas o por lo menos serias pero –como señala García Riera- , se  convertían  en cómicas por obra del capricho de Kline, con el agravante de que “los soldados del ejército alemán que atropellan a los pobres yugoslavos no pueden negar la pinta. Son de Indaparapeo o de Chupícuaro”. 10

Dieciséis  años  después  de rodada  esta  película Muñoz  regresa  al cine para  colaborar principalmente  con el director de origen español Miguel M. Delgado en cuatro producciones, filmadas entre 1958 y 1960. Se trata de las comedias rancheras Carabina 30-30, Bendito entre las mujeres, Yo no me caso compadre y Dicen que soy hombre malo, en las que pareciera que la pretensión era mostrar el lado “amable” de la Revolución.

Delgado había colaborado con Fernando de Fuentes haciendo una breve actuación en El compadre Mendoza; luego fue su asistente de dirección en ¡Vámonos con Pancho Villa! y aún lo substituyó como director durante el rodaje de La Zandunga, a causa de una enfermedad del maestro. Rafael F. Muñoz debe haberlo conocido durante el rodaje de la segunda película mencionada, y por lo visto simpatizaron al grado de acoplarse muy bien en estas películas destinadas al gran público, que tienen como común denominador las vicisitudes rancheras de parejas disparejas, formadas por las hembras machorras Rosita Quintana (en dos cintas), Lilia Prado y Elda Peralta y los generales muy machos pero medio brutos que por cuadruplicado interpreta Luis Aguilar.

Una cinta de ciertas ambiciones, “Café Colón” (1960) de Benito Alazraki, fue la última  participación de Muñoz en el cine mexicano. Era este un filme destinado al lucimiento de María Félix, a quien acompañaba Pedro Armendáriz, en el que trataban de reciclar (inútilmente) la química de “Enamorada” (Emilio Fernández, 1946).

Ninguna de estas cintas, como puede verse, tiene comparación alguna con “¡Vámonos con Pancho Villa!”
 

De la novela al guión

“¡Vámonos con Pancho Villa!” es obra de un narrador que hace sus primeras armas en este campo literario. Muñoz recuerda así la génesis del libro: “Publiqué durante algún tiempo un cuento cada domingo en El Universal. Tenía que forzar la memoria y la imaginación para encontrar asuntos. La vida de seis campesinos del pueblo de San Pablo, en Chihuahua…me dió material para varios números del Magazine. Llevaba escritas como 80 cuartillas y sólo me quedaba un personaje vivo: Tiburcio Maya. A los otros cinco los había matado en igual número de domingos. Por esos días me llama el señor Lanz Duret. Me dijo: ‘Rafael, vamos a interrumpir su colaboración en Magazine…’ ‘Muy bien –contesté-, lo que usted disponga’. Al salir de su oficina sentí en mi mano, pesadas, las 80 cuartillas, que más que la levadura de un libro parecían un panteón. Pensé ¿Qué hago ahora con ellas?  Escribiré 80 cuartillas –me dije- y ya tendré una novela, mi primera novela”. A ello se debe que la primera parte sea una escueta narración de hechos, que se suceden a un ritmo muy rápido, mientras que en la segunda parte el sobreviviente comienza a meditar sobre lo que es la  Revolución, sobre Francisco Villa, lo que representa y también sobre su propia actuación, con lo que la narración tomo un carácter lento y meditativo. De ahí que la adaptación cinematográfica haya elegido, para representarla, sólo la primera parte 11.

El investigador Federico Serrano describió así sus hallazgos al estudiar el manuscrito de “¡Vámonos con Pacho Villa!”: “La adaptación, según aparece en el libro cinematográfico original, fue escrita por el poeta Xavier Villaurrutia; sin embargo, en los créditos de pantalla de la película, aparecen al lado de Villaurrutia los nombres de Fernando de Fuentes y Rafael F. Muñoz como co-adaptadores. Es muy probable que haya sido Villaurrutia solo quien adaptó y redactó el libreto, pero, sin duda, durante la realización De Fuentes modificó y enriqueció diálogos y situaciones con la colaboración de Muñoz, quien además actuó un importante papel en la película. Originalmente el libro marcaba, hasta donde termina el filme,  458 tomas… y la película tiene  593” 12 Es decir, las 135 tomas que se aumentaron corresponden al trabajo de De Fuentes y Muñoz en el curso del rodaje, y explican porqué el realizador, para tener junto a sí un colaborador de confianza que le ayudara a enriquecer el guión original le dió un pequeño papel al novelista. (Algo similar sucedió con el músico Silvestre Revueltas, quien además de componer la partitura de la cinta hizo un divertido cameo en la secuencia de la cantina).

Muñoz interpreta en la película a Martín Espinoza, uno de los seis “Leones de San Pablo” que se incorporan a las filas de Pancho Villa para refrendar su valor y hombría y que poco a poco advierten que su destino no es derrotar a los federales, sino encarase con la muerte. De los cinco, Espinoza es el que menos trascendencia  otorga a sus acciones guerrilleras y a diferencia de sus compañeros, quienes en mayor o menor medida buscan el honor, la gloria o la admiración por sus hazañas. Por eso en algún momento expresa que no le preocupa cómo ni cuando va a morir, y les pide que no se molesten en enterrarlo, que abandonen su cuerpo donde caiga y sigan adelante.

El planteamiento da pie a una de las más sobrias y notables escenas del filme, en la que asistimos a uno de los muchos actos heroicos y anónimos de que, según Muñoz, estuvo hecha la Revolución: Las tropas de Villa atacan a los federales, pertrechados dentro de un fortín aparentemente inexpugnable. Es de noche y desde su altura no sólo dominan la planicie, sino que un reflector les permite distinguir y detener al enemigo. Villa desespera y pide a los “leones” que hagan algo. “Imposible, le dicen. Hemos intentado todo y uno de nosotros ha caído en el campo”. Pero Martín Espinoza tiene un plan: ha fabricado unas bombas molotov con anforitas de tequila vacías y con ellas ataca la zona del reflector, pero éste le descubre y recibe una granizada de balas. Antes de morir, Espinoza tiene tiempo de lanzar un último ¡Viva! a Villa y un último proyectil, que derriba parte del muro de la fortaleza., por donde se infiltran las tropas insurgentes. El cuerpo del León de San Pablo queda tirado sobre un maguey y una toma aérea nos .lo muestra en una composición plástica, del tipo que definirá a la larga el estilo de Gabriel Figueroa, en esta cinta sólo ayudante de fotografía. 13

Emilio García Riera elige a este personaje para hacer la exégesis del filme: “El mismo Rafael F. Muñoz  interpretó en la cinta a uno de los Leones de San Pablo, campesinos medieros de aspecto próspero, con mucho de charro, que pudieron vivir al lado del Rancho Grande y, en condiciones normales, sostener una jovial amistad con el compadre Mendoza. Su compromiso con el movimiento revolucionario lo determina la afición; para Pancho Villa, en cambio, la revolución es un asunto de profesión…”.14

De Fuentes es capaz de asumir ambos puntos de vista: el de un grupo de agricultores  que, cansados de que el latifundio promovido por el porfiriato les vaya marginando del progreso, vean  en Villa un caudillo y en la Revolución una oportunidad de refrendar sus valores viriles, y el de la Revolución personificada en Villa, violenta, insensible y sobre todo caótica, que va destruyendo a su paso el orden anterior pero que no puede todavía implantar un orden nuevo. El choque entre la visión idealizada de los Leones con la inmisericorde realidad es la esencia de la película; y su desenlace no hace sino comprobar  el predominio de esa realidad sobre la idealización de la misma.

Como dice García Riera: “Mientras los Leones se sienten obligados a juzgar el comportamiento de Villa, a exaltarlo o desmitificarlo como ser humano, el caudillo debe reducir por fuerza a sus hombres a la condición de piezas utilizables: su compromiso con la revolución le prohibe ver al hombre en el soldado. Cuando sus subordinados le dicen que han capturado a los integrantes de una banda de música, Villa pregunta si los presos pueden serle de alguna utilidad; al contestársele que no, Villa ordena con toda naturalidad y sin ningún odio su fusilamiento. Más allá de su calidad pintoresca, esa anécdota revela hasta qué punto Villa ha llegado a ser la revolución más que a participar en ella…De Fuentes es lo suficientemente honesto para no deducir de eso sino una realidad histórica que se impone a su propia vocación idealizadora…”. 15

Este discernimiento no se encuentra en la novela de Muñoz, en  razón de la falta de una perspectiva histórica. Queda dicho que quienes experimentaron la sacudida revolucionaria y se dejaran levantar por aquel remolino tenían que ver muy de cerca los fenómenos que acontecían. Estaban metidos en esos fenómenos. No es que éstos se produjesen ante ellos, sino que al producirse los implicaban a ellos también, como a todos los mexicanos. No había campo abierto, entre el testigo y el hecho, que pudiera permitir una perspectiva más o menos holgada. Los revolucionarios no permitían que se viese la Revolución. Cualquier juicio, por mucha que fuera la mesura de su autor, nacía necesariamente contaminado con notas subjetivas.

La óptica de los iniciadores de la novela de la Revolución es más propicia a la riqueza de colorido, a la abundancia de anotaciones plásticas, de elaboraciones verbales, de incidentes y efusiones, y en esta es la materia prima del relato de Rafael F. Muñoz. Y es esta materia prima la que permite a De Fuentes construir un relato cinematográfico en que los hechos, las acciones de los personajes y el contexto en que se mueven van siendo definidos sin que medien explicaciones verborréicas, lo mismo que a la naturaleza caótica de un movimiento histórico que debe destruir el pasado, sin que nadie sepa, así sea aproximadamente, cuál será el futuro.

En sus años postreros, ante el vacío al que la crítica literaria del momento lo había condenado, Muñoz reflexionaba amargamente: “Hace tiempo hice notas sobre lo que he visto y he vivido en los años candentes de la Revolución. De ellas los historiadores despectivamente dicen que son novelas, y los novelistas despectivamente dicen que son historia. De cualquier manera, creo que vale la pena leerlas.” 16

En efecto, la obra de Muñoz oscila entre ambos géneros, pero esa no es razón para menospreciarlo: ese es, precisamente, su mérito mayor.

———-

NOTAS

1Juan Rulfo. Rafael  F. Muñoz.Texto inédito, reproducido en La Jornada, 20 de noviembre de 2010.
1. Cit. por Emmanuel Carballo. Protagonistas de la literatura mexicana. Lecturas Mexicanas. Ediciones del Ermitaño / Secretaría de Educación Pública. México, 1986, p. 349
2 Antonio Castro Leal. Semblanzas de Académicos. Ediciones del Centenario de la Academia Mexicana. México, 1975
3. Ver: Rafael Felipe Muñoz en  http://escritores.cinemexicano.unam.mx/biografias/M/MUNOZ_rafael/biografia.html
4. J.S. Brushwood. México en su novela. Fondo de Cultura Económica, México. 1973.
5. Salvador Reyes Nevares, Prólogo y selección de Relatos de la Revolución, antología de cuentos de Rafael F. Muñoz. Secretaría de Educación Pública. Col. SepSesentas, No. 151, México, 1974.
6. Emmanuel Carballo, Op. cit., pp. 360 – 361.
7. Salvador Reyes Nevares. Op. Cit, p
8. Hugo Gutiérrez Vega. La prosa de Rafael F. Muñoz. Ver la página web http://www.jornada.unam.mx/2004/10/17/sem-bazar.html
9. Herbert Kline  había filmado en 1941 The forgotten village, cinta de carácter semi-documental sobre un texto de John Steinbeck, sobre un pueblito mexicano cuyas tradiciones culturales se ven amenazadas por la modernización del país. El filme fue prohibido en Estados Unidos por mostrar un parto y a una madre amamantando a su hijo.  Cinco fueron escogidos no ayudó a levantar la carrera de Kline y en adelante sólo filmaría algunas cintas de bajo presupuesto y nula calidad.
10. Para mayor información sobre estos filmes ver Emilio García Riera. Historia documental del cine mexicano, Tomo 2, 1938 – 1942. Universidad de Guadalajara / Gobierno de Jalisco/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Instituto Mexicano de Cinematografía, México, 1992, pp. 12, 163 y 219, respectivamente.
11. Cit en Emmanuel Carballo. Op. cit., p. 343.
12. Federico Serrano, en la revista  Cine, No. 8, México, 1978, pp. 57 – 59.
13. En 1936 Muñoz trabajaba en alguna compañía petrolera extranjera, en el departamento de publicidad, y la empresa quiso hacerse de una imagen pública  aceptable para conjurar los vientos de expropiación que ya soplaban. Encargaron al escritor la promoción de un filme al efecto, y este recurrió a sus amigos Fernando de Fuentes y Gabriel Figueroa para llevarlo a cabo. He contado en el ensayo Gabriel Figueroa documentalista la historia de este cortometraje, Petróleo, La sangre del mundo, en la revista Luna córnea No.32, Centro de la Imagen, México, 2009, a la que remito al lector.
14. Emilio García Riera. Historia documental del cine mexicano. Universidad de Guadalajara, Gobierno de Jalisco, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto Mexicano de Cinematografía,  Vol. 1, México, 1992, pp 200.
15. Ibid, pp.200-2001.
16. Rafael F. Muñoz. ¿Historia, novela?  Relato incluido en el volumen que reúne también sus dos únicas novelas, publicado por  Promociones Editoriales Mexicanas, México, 1979, p. 301.