Kieslowski, el rojo de la inteligencia

Por Sergio Berrocal
Noticine.com-CorreCamara.com

Es tan raro, rarísimo, inexplicable, como si alguien hubiese cometido un pecado de amor. Apasionadamente buscas y de pronto encuentras esa película rara, extraña, envuelta en años de existencia, pero fresca como una auténtica primavera. Una película que, de pronto, no comprendes porque estás acostumbrado a las conservas norteamericanas en su mayoría pasadas de fecha. Descubres con la sorpresa que da vivir en el siglo XXI que todavía había talento cuando los tiempos aquellos en los que esperabas.

Krzystof Kieslowski  es de los últimos, aquellos autores de cine modernos pero rebeldes a todas las causas proclamadas por el cine comercial. Y te espeta de pronto “Tres colores: rojo” y no tienes más que gritar: ¡Goooollllllllll! El talento hecho verbo, el talento que no engaña, que te dice que hay una esperanza de volver a empezar. Ver, aunque sea en televisión, por la banda, por casualidad un film inteligente, con absoluta, implacable profundidad humana, sin el menor atisbo de chusmería, limpio, es uno de esos gozos que caben muy pocos en una vida.

Recuerdo a Kieslowski en Francia, país que había adoptado después de sus desengaños al Este, que ni Erich María Remarque. Era un fenómeno salido de uno de aquellos países de la Europa Comunista donde la Unión Soviética había impuesto a la inteligencia, a la cultura, al refinamiento, al arte de vivir un régimen de crueldad absoluta, de imbecilidad, de intimidación letal que llegó a hacer mejores a los que pudieron sobrevivir.

“Tres colores: rojo” forma parte de una trilogía monumental

“Tres colores: rojo” forma parte de una trilogía monumental (“Tres colores: Blanco”, “Tres colores: Azul”)  consagrada, dedicada a celebrar la bandera francesa. Una bandera, la de la Revolución acabada, que en Francia la gente enarbola, jalea sin que haya un partido de fútbol por medio, uno de esos actos inútiles para los que los protagonistas regresan a la infancia y se ponen calzones cortos y sacan los aullidos de las cavernas. Pero, oiga, tío, que esos señores, los que juegan, dan patadas al balón y meten goles, son en su mayoría gente acomodada, millonarios cuando todavía no son muy conocidos y auténticos bancos sin rescate cuando ya los corteja la fama de colar goles.

Oiga, que no se meta usted con el fútbol, que es un noble arte gracias al cual los pueblos se olvidan de los rescates monetarios de la Unión Europea y se gastan hasta el último kópek para ir al estadio aunque sea al otro lado del mundo. Para jalear a los jaleados multimillonarios.

Nunca oí decir que Kieslowski hubiese sido rico de tribuna de fútbol. Vivió, rodó y murió. Pero cuando se ha escrito esa trilogía maravillosa se debería tener derecho a la inmortalidad, del mismo modo que los futbolistas que han ganado una Copa, una nimiedad, que no mejorará la vida de nadie, reciben suntuosos beneficios. Que ni Pasteur.

Siempre tuve por Jean-Louis Trintignant un poquito de despecho. Incluso cuando rodó “Un hombre y una mujer” encontré que no era el actor que se decía. Pero me había olvidado de la magia del director polaco nacido en Varsovia, sin Chopin y sin necesidad de polonesas corriendo bajo los dedos del pianista que allá en la selva amazónica aporrea las teclas de un piano de cola suntuosamente traído hasta ese fin del mundo.

En el rojo de esos tres colores, Trintignant es un sublime juez suizo ya retirado al que le rompe la monotonía de querer escuchar las conversaciones de sus vecinos, como si quisiera psicoanalizarlos, sacarlos violentamente del infierno hogareño, cuando se tropieza  con una estudiante que hace publicidad para vivir, Irène Jacob. Dios mío, còmo se puede soportar tanta felicidad, tanta inteligencia en una cinta que no vive más que por el movimiento del proyector. Que no tiene vida fuera de la cabina de proyección. Si el cine es realmente la felicidad que yo creo que es, “Tres colores: rojo” se convierte en el paraíso que Alá promete a los fieles entre los más fieles cuando son malos en la tierra para ser buenos en el cielo. Y entonces te asalta la duda: ¿Cómo hace sólo cosa de veinte años un paria de la vida, un inmigrante como Kieslowski era capaz de rodar una película donde no cabe más inteligencia, que te llena del gozo infinito de saber que asistes a algo inconmensurable, que finalmente hubo un tiempo con cineastas felices por su inteligencia? Creo, me parece, a lo mejor acierto, que le impulsaba el amor. El amor majestuoso que hoy, año de desgracia de 2012, se reduce la mayoría de las veces a un aburrido movimiento de émbolo que, a la larga, no conduce más que al suntuoso aburrimiento de un catálogo de supermercado caro.