Por Ulises Pérez Mancilla
  

*Al maestro Jorge Ayala Blanco
  

En principio, el discurso de Carlos Carrera parecía incendiario. A pesar de tratarse de un texto desarticulado, construido meramente de ideas sin conclusión, fue claro con respecto al mensaje que quería lanzar: la Academia es una olla exprés a punto de explotar, tanto financiera como administrativamente (confirmando de alguna manera los rumores que Pedro Armendáriz desmintió en sus últimos días como presidente con respecto a su pronta desaparición). Que la Academia divide más que unir, es cierto. Que los cineastas a los que se les niega una nominación montan en cólera y desacuerdo sólo cuando el reconocimiento no les favorece, es cierto. Que de 600 miembros participa sólo un 15 por ciento, es cierto. Que sigue quedando pendiente (como todos los años) convertir a la Academia en un espacio de discusión, análisis, investigación y, valga la redundancia, academia, es cierto.
  

Todo lo que dijo ahí Carrera fue aplaudido y sopesado como cierto, pero si de poner las cartas sobre la mesa se trataba, se quedó con muchos ases bajo la manga. Al final, el presidente de la AMACC mostró un panorama desalentador, corresponsabilizo a los presentes, e incluso auguró que podría ser el último año de la entrega del Ariel, pero sólo pidió “echarle más ganas” y entonces, del lado del público muchos nos quedamos efectivamente con ganas de una acción más o menos concreta. ¿De qué manera contribuyo yo a que la AMACC no desaparezca y se reforme si no pertenezco a ella? ¿Con no criticarla? ¿Basta con presentarme este lunes a las oficinas y decir, en qué les ayudo, qué se les ofrece?
  

Tampoco se habló de recursos, se dijo lo que no se tiene, pero no con cuánto se cuenta y con cuánto han contado a través de los años (habría que revisar esas cifras a través del IFAI y de su cuerpo técnico). Por ejemplo, ¿Cuánto del presupuesto anual (que extraoficialmente se sabe asciende a los 6 millones de pesos) se destina a la fiesta de los Arieles? ¿Qué hay con el resto del año? ¿A dónde van esos recursos que además, hoy parecen ser tan limitados?
  

La premura con que se realizó la ceremonia este 2011 (que todo el tiempo fue como presenciar un desafortunado ensayo con público), contradijo en todo momento el discurso de apertura de Carrera. Se habló de conciliación, pero fue evidente el desprecio que les mereció el reconocimiento de la Cineteca Nacional y la Fundación Carmen Toscano al maestro Jorge Ayala Blanco, al grado de hacer salir al director de la ceremonia, Daniel Gruener, a cantar las coplas de “Dos tipos de cuidado” junto a Ochoa, en evidente burla por la certera vocación crítica del investigador, que en tiempos pasados ha dolido e incomodado tontamente a muchos realizadores. De otra forma, no se explica un número musical que apareció de la nada y que a más de uno despertó esa grosera lectura en la sala, confirmando además, la ausencia diplomática de aplausos entre los Académicos y del propio Carrera, que en su calidad de presidente de la AMACC debió haber hecho una semblanza como solía ocurrir cada año con el ganador de la medalla Salvador Toscano.
  

La desafortunada conducción de Jesús Ochoa, por más creativo que fuera el contexto, se encargó de reafirmar el ocaso de los propios Arieles. Desde su forzada torpeza cómica hasta su imperdonable ninguneo y falta de respeto a las trayectorias de Jorge Fons y Ana Ofelia Murguía, improvisando minutos eternos para ilustrar la vieja tradición del sapo en los rodajes. La inexplicable presencia de Pedro Armendáriz, sospechosamente borracho, se unió a Ochoa para secuestrar el escenario en una chacota donde los Arieles de Oro estuvieron en el suelo al lado de chelas y carnitas. De pena ajena fue escuchar a Armendáriz y Ochoa lanzándose chistes locales pensando que a su lado estaban el director de “Los albañiles”, “Rojo amanecer” y “El callejón de los milagros” y una señora con más de 100 películas en su haber y ni un ápice de cansancio creativo, como lo demuestra con su magistral actuación en “Las buenas hierbas” de María Novaro.
  

Recién inició la ceremonia, Raúl Cárdenas y Rafael Cárdenas, ganadores por el mejor cortometraje animado (“Luna”) pasaron de largo en el escenario sin recibir ni micrófono ni atención. Jesús Ochoa, el anfitrión, estaba más interesado en hacerse el chistoso cubriendo sus fallas, mientras Gerardo Taracena y Siouzana Melikian se enredaban con las tarjetas y dejaban pasar las imágenes de los nominados que se quedaban sin mención. Ya antes, Taracena (miembro del Comité de Elección) decía que “la novela era al corto lo que el cuento al largo”. Un panorama de coordinación desastroso, hasta que sangre cuequera en voz del ganador al mejor corto documental por “Río Lerma”, Esteban Arrangoiz, devolvió un poco de dignidad al recinto subiendo con su equipo (estudiantes universitarios todos) e imponiéndose a dejar pasar la oportunidad de hablar ante el micrófono, agradecieron emocionados e hicieron mención a Ayala Blanco en su faceta de formador de jóvenes cineastas, despertando los aplausos principalmente de las nuevas generaciones, a quienes el maestro les ha impreso con tinta indeleble el amor por el cine a fuerza de la enseñanza.
  

Los hermanos Christopher y Gerardo Ruiz-Esparza –protagonista el primero de la película “Abel”- despertaron la ternura en medio de un arranque caótico. Ganó Christopher, pero le dedicó el Ariel a su hermano menor y pasó al escenario con él, articulando un discurso con más dominio del escenario que sus compañeros actores adultos. La mejor ópera prima fue para Michael Rowe, sin duda, la figura del año con una enorme historia de perseverancia con final feliz incluso por encima del propio Estrada que al final de la noche cosecharía 9 predecibles Arieles, entre ellos los de mejor director y mejor película.
  

El poco apreció que sienten las cinematografías iberoamericanas por nuestro máximo premio volvió a ser evidente cuando no hubo quien recogiera los que merecieron las películas José Martí: “El ojo del canario” de Cuba y “También la lluvia” de España. De pronto pasó un representante de una de ellas, que apenas y pisó el escenario indiferente. Tampoco estuvo nadie por parte de “Biutiful”, confirmando que no le hizo nada de gracia a “Iñárritu” el revés de la AMACC, pero a su vez, fue significativo un rechazo casi pactado de la comunidad nacional hacia sus candidaturas, puesto que la gente en el Palacio de Bellas Artes se negó a aplaudir mayoritariamente el anuncio de sus nominaciones, salvo en los casos de Rodrigo Prieto, ganador por la mejor fotografía, y de Javier Bardem, de quien se pitorrearon en un sketch inusual para la Academia que suele reírse poco de sí misma.
  

Dicho sketch, en el que una imitadora vestida hace de Pilar Bardem indignadísima porque su hijo perdía el Ariel, no fue tan sintomático de la agonía de la AMACC como lo fue el chiste simbólico de Chucho Ochoa, quien le regaló a Diego Luna su premio TVyNovelas que ganó hace unos meses por su participación en la telenovela de Televisa “Para volver a amar”, haciendo parecer que en eso es en lo que se ha convertido el Ariel, a reserva de analizar que quizá el TVyNovelas venga a ser un premio finalmente más democrático, al menos otorgado por el público. Luna, quién como actor fue ampliamente ninguneado en ceremonias pasadas, se alzó como el mejor guionista al lado de Augusto Mendoza por “Abel”, convirtiéndose instantáneamente en miembro de la Academia, a pesar de haber alzado la voz contra ésta más de una vez.
  

Dada la temática de “El infierno”, la víspera de la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad y el propio clima de desesperanza social que abruma al país, algunos de los ganadores hicieron acto de protesta, ya sea por la absurda cruzada federal contra el narcotráfico, ya sea por la epopeya que es vivir en este país. Ofelia Medina, en plena congruencia con su vida y obra, fue la primera en abanderar las causas sociales. Hermosa ella, ganó mejor coactuación femenina por “Las buenas hierbas” e invitó a manifestarse enérgica, muy a su manera. El otro ganador en la categoría de coactuación fue Joaquín Cossío, quien dedicó su Ariel muy emocionado a Ciudad Juárez. Mónica del Carmen, la rotunda ganadora como mejor actriz no asistió pues se encuentra en París en una obra de teatro, pero en su representación envió a su madre y hermano, robándose las palmas y haciéndonos sentir por un instante que estábamos en los Oscares, con una equivocación genuina, espontánea (no como las de Ochoa), agradeciendo “este Oscar para esta gran estrella”. El amor maternal arrollador y pleno. El premio al mejor actor por su parte fue para Damián Alcázar, quien al haber perdido la cuenta ya de cuántos Arieles tiene en su haber, prefirió no ir, se rumora, pues él daba por hecho que ganaría Bardem.
  

La ironía de esta, la 53 Entrega del Ariel, es que cuando por fin se logró una unidad en las nominaciones, donde preponderantemente había consensos y el público podía quedar satisfecho con los resultados, en los hechos, el discurso de apertura fue contradictorio, una afrenta poco razonada. Pocos, muy pocos premios podían ser cuestionados esta noche, a diferencia de otros años. La ausencia de “Hidalgo: la historia jamás contada” en las ternas de diseño de producción, maquillaje y vestuario es una de las más notables.
  

Pero sí, Carrera tenía razón, la Academia no opera en el vacío. Y se conforma tanto de los que la componen como de los que están fuera. Y en ese sentido siempre seguirá siendo un conflicto conciliar los intereses entre los que pertenecen y no. Por otro lado, es evidente un egoísmo-desdén de la comunidad cinematográfica nacional hacia lo que no son nuestros proyectos, que es muy difícil ver hacia fuera, eso ha quedado claro. Este año por ejemplo, cortesía del gremio actoral, fue evidente el desconocimiento del trabajo de los otros, incluso hasta de cómo se pronunciaba el nombre de los nominados, como si de lectores de tarjetas se tratara, como si no fuéramos compañeros que trabajamos en el set, que convivimos en sapos, que nos topamos en festivales, que nos leemos, que nos vemos en las salas de cine, en las aulas o en los puestos de piratería.
  

Esta podría ser la última entrega del Ariel, cierto, pero también el inicio de una oportuna refundación. ¿Qué importa quedarnos sin la gran fiesta anual del cine mexicano por unos años si ello significa cortar de raíz el problema? ¿Es por la organización de los premios que la Academia está en crisis? Sus esquemas han quedado tan rebasados y sus otrora objetivos ya han sido abanderados loablemente por festivales, Universidades y medios de comunicación en general, que honestamente, los recursos que se le destinan podrían canalizarse a una nueva institución donde la participación esté abierta a todos los que estamos involucrados en el cine sin distinción. Suena a broma, pero en una de esas podríamos empezar por abandonar el falso glamour y otorgar meras menciones, como las asociaciones de críticos en Estados Unidos, o ya de plano subir los trailers de los nominados a Facebook y poner simplemente “Me gusta”. Y entonces sí, con el presupuesto anual de la Academia, en vez de sostener impunemente una telaraña de burocracia, fundar centros de investigación y análisis y creación y formación y crítica, que nuestra cinematografía clama ya.