Por Pedro Paunero

En el número correspondiente al 24 de febrero de 1921 de “El Sol”, publicación editada en Madrid, España, apareció un manifiesto titulado “Mi defensa del cinematógrafo como “Arte Bella”, firmado por Ángel Dant, texto enviado a la recepción desde París, donde exponía -que para entonces, si se cuenta desde la primera exhibición de diciembre de 1895, de los Lumière, el cine tenía sólo 25 años de edad-, unas primeras consideraciones que identificaban y, por lo tanto, descubrían al lector al cine como un nuevo tipo de arte:

“En una de mis pasadas crónicas en El Sol, hablando del “cine” del porvenir, decía: «Cuando el ingenio del hombre haya sabido desarrollar y aprovechar la potente fuerza, la formidable emotividad que un “film” es capaz de proporcionarnos, veremos en el “écran” obras verdaderamente admirables, ciclos artísticos grandes, bellos y fantásticos, creando así, nos atrevemos a decir, una nueva “Arte Bella”.» Esta afirmación me ha valido el recibo de una carta, en la cual, aparte las críticas a mis palabras, se ataca al cinematógrafo, tratándolo de “arte de barraca”. Y como se me desafía y se me instiga para demostrar que el “cine” puede llegar a ser una “Arte Bella”, yo, ferviente convencido del “cine” del porvenir, “subo” a la tribuna, y ante los incrédulos, los –podríamos decir– ignorantes de lo que verdaderamente será el “écran” de mañana, “pronuncio” mi filípica cinematográfica”

Así, Dant se apresuraba a aclarar, punto por punto, dichas consideraciones. El cine sería, entonces, una de las “bellas artes”, porque sabía aprovechar, primero, la música -los acompañamientos orquestales para ese cine mudo, por supuesto-, en segundo lugar la técnica, en cuyo punto Dant hablaba ya de un futuro “cine casero”, y de la perfección de la tecnología de las salas de cine, donde expone extraordinarios futurismos (diríase “profecías”) como este:

“Imaginaros aún una película con el relieve de estereóscopo, con el color directo de la imagen en la naturaleza, con la aplicación óptica del gran angular en la instantánea; es decir, que podamos, por fin, contemplar un interior con su techumbre, sin vernos condenados, como hasta hoy, a presenciar salones “decapitados”, sin poder disfrutar de la visión de un interior tal como se ve en la realidad. Y cuando la gradación de luz en el teatro-galería de “films” nos permita efectos de tonalidad no adquiridos todavía, ¿quién será capaz de negar la espléndida belleza de un crepúsculo “modelado” por un “lied”, mientras un coro entonará a lo lejos un canto apropiado?”

Dant, el visionario, seguía, en tercer lugar, ponderando las cualidades de la voz humana, prefigurando el cine sonoro -aún pasarían seis años para que, “El cantor de jazz” (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927), cambiara el cine para siempre- y, de alguna manera, realizando -a la inversa-, la profecía de la situación en que se vieron aquellos actores, estrellas del cine mudo, que no pudieron adaptarse al sonoro, cuando el público, habituado tan sólo a su cuidada imagen, a sus galanuras, y bellezas de rostro y cuerpo, descubriera, por fin, sus “malos tonos de voz”, que no se correspondían con la idealización de sus físicos:

“¿Creéis vosotros –aficionados al “cine”– que el vulgar letrero que interrumpe la visión de la pantalla, que pasa vertiginoso, forzando nuestra atención, debe ser ya algo definitivo? El letrero en el “cine” del porvenir desaparecerá. Porque la voz humana posee una fuerza emotiva tan grande como la música. Como ella, es sonora; como ella, nos conmueve. Y cuando al músico y al escritor se le añade la colaboración del actor-cantor de un “film” que vaya recitando en trozo adecuados cantos poemáticos escritos “ad hoc”; cuando el actor y la actriz nos interpreten aún la imagen de la pantalla, explicándonos literariamente lo que el “film” ya expresa de por sí, entonces nuestra visión cinematográfica no se nos presentará interrumpida, truncada actualmente un solo momento. ¡Cuántos “cómicos de la legua”, actores malos, no podrían ser “recitadores” admirables, creando así una nueva especie de “actores cinematográficos”!”

Sobre el “asunto de un film”, en el cuarto sitio, empero, Dant se inclinaba por un cine intelectual, tal como Amado Nervo, en México supondría, ingenuamente, que el cine -visto a través del quinetoscopio de Edison, para entonces una experiencia individualista de un filme, a través de un visor-, terminaría con los libros, al preservar más claramente la “realidad” y las voces -estas a través del fonógrafo, sincronizado con las acciones de la pantalla-, para los estudiosos del futuro. Dant escribe, siempre tomando en cuenta que el cine es industria, joyas como las siguientes:

“Naturalmente que en mi visión del “cine” del porvenir, el asunto es base fundamental de perfeccionamiento. No más bandidos; se acabaron las aventuras sin lógica, embrutecedoras propagandistas del mal gusto y la ignorancia. El “film” será una obra literaria, un trozo de historia, una página de arte, en fin. En él, todo será emoción sana, refinamiento, instrucción y buen gusto. El director de un estudio deberá forzosamente ser un artista y un literato a la vez, así como un comerciante al mismo tiempo, pues no hay que olvidar lo fundamental del “cine” como industria-negocio. Es a la perspicacia de tal creador el saber escoger su tema para lograr el interés del público.”

Y continúa:

“Estas series –apuntadas a vuela pluma– serían más largas y más incitantes del interés y curiosidad general que estas idióticas persecuciones de policías y bandidos de guardarropía que nos sirven hoy los que producen el “cine” de barraca. Y el “productor”, obteniendo así, con el “film” artístico, la atención pública, ¿qué resultado más espléndido no alcanzaría, como deducción lógica, desde el punto de vista negocio, base de toda producción, por artística que sea?”

Finaliza con optimismo, dejándolo todo a un cine de diseño sapiencial, de expertos, no en cine en sí, sino hecho por miembros de las otras artes para, así, justificar su inclusión entre las Bellas artes:

“No quiero retener por más tiempo vuestra atención. He querido tan sólo, a grandes rasgos, daros una pequeña visión del “cine” del porvenir, cuando se le haya libertado de la rutina, del mal gusto y la ignorancia que hoy, ahogándolo, lo mata cada día. Dejad que transcurra el tiempo, que otros hombres, de idealidad nueva, de arrestos jóvenes, de imaginación y de cultura artística, os transformen el “écran”. Pensad que estos hombres serán todos artistas: literatos, actores, músicos, poetas y cantores. Que el técnico vendrá con el fruto de sus experiencias a refinar la visión en las proyecciones, y entonces, sin esfuerzo alguno, “los ciclos artísticos de creaciones grandes por su belleza”, de que os hablé un día, serán una hermosa y espléndida realidad de cultura y de arte. Este día venturoso, el “Cine Arte Bella” habrá consagrado definitivamente el fin ideal, que al venir al mundo el genio del hombre le impuso con su fuerza de creación, diciéndole: “¡Marcha!” Dejemos, pues, que el tiempo pase, y el “cine” llegará al pináculo del arte.”

Dant, por lo tanto, no desarrolla más allá de unas frágiles ideas, de unos entusiastas apuntes, de apenas unos esbozos, una auténtica teoría del cine como arte, sino un endeble ataque al cine que, ya reconocido como industria, exhibía al público “productos” desechables -en los Estados Unidos, el slapstick, heredero directo del vaudeville y este, a la vez, de la Comedia del arte italiana, se resolvía en cortometrajes rápidos y facilones como la serie de “las bellezas bañistas”, de Mack Sennet y el incipiente Chaplin, así como el cowboy pionero de William S. Hart, en el cine de Thomas H. Ince, sustituido rápidamente por el personaje de Tom Mix, al parecer blancos directos de los ataques de Dant, mientras en Francia misma, lugar de residencia de Dant, Méliès ya había concebido al cine como mero espectáculo- que el público consumía con avidez, anunciando el cine verdadero -este sí-, del futuro: el de fin de semana, el taquillazo de verano, la matiné, el blockbuster, que han constituido, desde entonces, la mayor parte de la producción del cine mundial.

Dant no llega a ser la sombra de Policleto quien, en el Siglo de Pericles, estableciera el canon de belleza clásico. Si bien de dicho texto teórico sólo nos han llegado fragmentos, las citas de la obra, en la de otros autores, nos aclaran que, a la “téchne”, es decir, a aquello que se hace habilidosamente con las manos -de ahí nuestro término “técnica”-, añadía  “la justeza de proporciones”, como cita Plutarco. “La belleza resulta de una multiplicidad de elementos calculados que contribuyen a un mismo resultado feliz, de acuerdo con la exigencia de una cierta justeza de proporciones”. En una palabra, Policleto apela a la “simetría”, pero también al “ritmo”, como claves para definir lo artístico. El pensamiento de Policleto en aquel tiempo, tal como aparece en la obra de Plutarco, su gran estudioso y comentarista, definía un arte específica, la escultura, pero sus alcances penetran al cine, por lo que no debería extrañarnos el título que Andréi Tarkovski escogiera para su propia teoría cinematográfica, una vez escrita: “Esculpir el tiempo”.

Para abril del mismo año, Ricciotto Canudo, dramaturgo, poeta y periodista italiano, adscrito al movimiento futurista, se descubre crítico de cine -sin duda, tras haber leído a Dant-, y funda un Club des Amis du Septième Art -el primer Cineclub registrado de la historia-, cuyas pretensiones son hacer de Francia la meca de un cine artístico, en oposición a las cantidades industriales de cine barato y tramas baratas, proveniente de los Estados Unidos, para lo cual, combatiría “la invasión envilecedora de la producción folletinesca”, ya que “el cinema es indiscutiblemente un arte: el séptimo”.

Apunta:

“Si bien los muchos y nefastos tenderos del cine han creído poderse apropiar del término «Séptimo Arte» que da prestigio a su industria y a su comercio, no han aceptado empero la responsabilidad impuesta por la palabra «arte». Su industria sigue siendo la misma, más o menos bien organizada desde el punto de vista técnico; su comercio se mantiene floreciente o en decadencia, según los altibajos de la emotividad universal. Su «arte», salvo algún raro ejemplo en el que el cineasta es capaz de exigir e imponer su propia voluntad, sigue siendo prácticamente el mismo que inspiraba a Xavier de Montépin”

Es en el segundo número de su Gazette des Sept Arts, publica su “Manifiesto de las Siete Artes”, en el cual, de forma por demás entusiasta, concibe al cine como arte capaz de englobar a todas las existentes, en una actualización del sueño del “arte total”, de Richard Wagner:

“Pero este arte de síntesis total que es el Cine, este prodigioso recién nacido de la Máquina y del Sentimiento, está empezando a dejar de balbucear para entrar en la infancia. Y muy pronto llegará la adolescencia a despertar su intelecto y a multiplicar sus manifestaciones; nosotros le pediremos que acelere el desarrollo, que adelante el advenimiento de su juventud. Necesitamos al Cine para crear el arte total al que, desde siempre, han tendido todas las artes”.

(…) El Séptimo Arte concilia de esta forma a todos los demás. Cuadros en movimiento. Arte Plástica que se desarrolla según las leyes del Arte Rítmica”.

Canudo apunta aún mas alto que Dant, y desde entonces la teoría cinematográfica llena bibliotecas completas.

No cabe duda que, el cine mudo, en sí mismo, constituye una forma de arte (1), pero, por cada filme expresionista alemán, ¿cuántas corresponden a aquel cine, si bien todavía ingenuo, pero ya dueño de un erotismo amanerado, en vías de convertirse en pornográfico, de la pionera y efímera productora austriaca “Saturn Filme”, de los años diez?

El “porno chic” (perteneciente a un período específico, conocido como “edad dorada del porno”) de los años setenta, con sus películas impregnadas de un incierto mensaje existencial –“El diablo y la señorita Jones” (The Devil in Miss Jones, Gerard Damiano, 1973), inspirada directamente en una obra de teatro de Jean Paul Sartre, o “Detrás de la puerta verde” (“Behind the Green Door”, Artie y Jim Mitchell, 1972), por ejemplo-, quizá nos obligue a replantearnos la cuestión, y con esto, a ampliar los límites de “lo artístico”. Si una pieza de Jeff Koons, en escultura, hoy se considera arte -y muy redituable económicamente-, la pornografía dura, también podría manifestarse como una suerte de arte en sí misma. En este tenor, tampoco podemos olvidarnos del “anti cine”, concretado a través de toda una estética del feísmo y la clandestinidad, del “Cine marginal” brasileño (2), con sus auténticas inquietudes estilísticas, muy del gusto de la falsa intelectualidad.

La “Teoría de las Siete Artes”, caló profundo en críticos, sobre todo, al grado que Georges Sadoul, en “Historia del Cine Mundial” (1949), indica:

“Lo que constituye la grandeza del cine es que es una suma, una síntesis también de otras muchas artes. Nació un arte ante nuestros ojos porque no surgió en una tierra virgen y sin cultivo: se asimiló rápidamente elementos que tomó de todo el saber humano”.

En el cine mexicano podemos reconocer, por lo menos, una película que cumpliría los cánones para considerarse como un título “de arte”, se trata de “Redes” (1936), dirigida por el austriaco Fred Zinnemann y el mexicano Emilio Gómez Muriel, producción, por otro lado, realizada como un encargo, un trabajo patrocinado por el estado -en la Unión Soviética, Eisenstein rodaba arte comprometido con la causa y, en la Francia ocupada, un claro ejemplo de “Cine rodado bajo presión”, entregaba la obra maestra “Los niños del paraíso” (Les enfants du Paradise, Marcel Carné, 1945)-, estrenada en los años correspondientes a la llamada “Época de Oro” del cine mexicano. En “Redes”, la portentosa fotografía de Paul Strand es arropada por una poderosa partitura de Silvestre Revueltas, elementos que levantan un argumento manido, no obstante muy humano, trascendiendo la propaganda de izquierdas, en un objeto plástico de alta finura estética. 

Sin embargo, es en estos mismos años -específicamente en 1935-, que la churrería “El moro”, fundada por Francisco Iriarte, migrante español, abriría sus puertas y nos entregaría su más insospechada herencia. Y, esta, no se trata de sus justamente celebrados churros y su chocolate, sino del término “churro”, que pasó a designar una producción cinematográfica barata, surgida en la inmediatez, para obtener ganancias rápidas y ajena a toda consideración estética. ¿Cuántos churros produce la churrería “El moro” al día, y cuántos churros se consumieron desde la butaca de los cines atestados durante “la época dorada”, y cuantas películas se hicieron, ya en la era del Cine de ficheras?

¿Cuál es la correspondencia, por cada Premio Nobel de literatura, en novelistas “pulp”?
Por un “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960), película tomada como un filme de calidad, empero, sin alcanzar las cotas de lo artístico, ¿cuánto péplum tuvo que rodarse antes y, todavía, después?

¿Y la artesanía qué? Por cada película intervenida por la gracia de un Ray Harryhausen, ¿cuánto Bert I. Gordon se produjo?

Hablando de cine “comercial” y popular, ante una película con las pretensiones estéticas de “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982), el gran público se decantó por “E. T.” (Steven Spielberg), estrenada el mismo año. El sentimentalismo privó sobre el espectáculo visual, eso sí, puesto a las órdenes de un argumento inteligente. El espectador del cine fue así, es y será.

En cambio, si de gran cine se trata -o de aquel que reconocemos como tal-, el cine genial de un artista genial, como Orson Welles, nunca fue taquillero, pero siempre gozó de las preferencias de la crítica.

Salvando las distancias y, forzando un tanto las comparaciones, el arte naif bien puede corresponderse con el cine amateur -y con el Cine B, y hasta el Cine Z-, y cada subgénero de películas gozar tanto de sus Rembrandts, o padecer de los insultos meramente comerciales de sus propios Warhols, y sus “avida dollars dalís”, así como de los afanes obscenos del cine de propaganda que, no obstante, ha dado obras maestras reconocidas, pero infames, como el cine nazi de Leni Riefenstahl, o productos risibles, erigidos en cine de culto, como “Reefer Madnes” (Louis J. Gasnier, 1936). Y todo, encontrar un nicho en el mercado.

Por cada corriente artística e innovadora-al “Realismo poético” francés, le sucedió el “Neorrealismo italiano” que cedió, a la vez, lugar a la “Nouvelle Vague” francesa, y está al “Nuevo Hollywood”-, se oponen filmes paródicos, de simple explotación, que aprovechan la corriente para “hacer su agosto”. Una parte importante de la producción nacional de ciertos países -como Turquía y Filipinas-, se asentó sobre la imitación burda de las grandes producciones de Hollywood -véase la divertida “Star Wars turca” (Dünyay? Kurtaran Adam, Çetin Inanç, 1982) o el cine de Eddie Romero, en Filipinas (3)-, incluyendo el legado psicotrónico mexicano, como el Cine de luchadores, cuya factura de tipo casero pero imaginativo (y argumentos que, igualmente, copiaban los éxitos del pasado de la Universal Pictures, la original “Casa de los monstruos”), llegó a considerarse “surrealista” y una forma de arte, en países como Francia.

Como en el mercado del arte -la pintura, o la escultura-, ha tenido que existir una crítica especializada en el cine para delimitar alcances que, como sucede con la critica a quien competen las artes plásticas, abarca una forma de ver las películas que va desde lo honesto, a lo francamente interesado. En el Siglo XXI, el fanservice -léase la “corrección política”-, doblega a más de un crítico cuando este se deja llevar por los intereses creados, ya sea por el medio que alberga sus textos, o por las mismas productoras. Si el arte, de por sí, se presta a diversas interpretaciones y valoraciones, en el siglo de la Inteligencia Artificial, se enfrentará al reto de volver a definir sus parámetros, alcances y necesidades (4).

Hace poco más de cien años, un par de inspirados proto teóricos del cine, aventuraron una teoría (5). Algunos le creyeron, pero la mayoría los ignoraron. Esos pocos se entregaron al arte -y a su forma de hacer arte del cine-, como una profesión o como un acto de fe. El resto, hábiles artesanos, o meros comerciantes, coparon las pantallas del mundo entero.

Al final, después que sus endebles, pero honestas y apasionadas disquisiciones teóricas, fueran atendidas, al espectador le queda, siempre, la elección. Es como elegir hamburguesas, o un plato de la “Cocina de autor”. El banquete cinematográfico es amplísimo, y bastante variado en sabores.

Para saber más:

(1) “Silencio absoluto: La búsqueda de perfección del cine mudo (1): La decepción de Gorki” por Pedro Paunero.
 

(2) “«La mujer de todos». Una oda del cine marginal brasileño” por Pedro Paunero 

(3) “Trece películas para Noche de Brujas: Freaks y Mutantes” por Pedro Paunero.

(4) “Cine mudo y el caso «Metrópolis»: Plasticidad, intervención, deconstrucción y destrucción” por Pedro Paunero

(5) Haciendo caso de nuestros teóricos Dant y Canudo, la enumeración de las artes actualmente queda de la siguiente manera: arquitectura, escultura, danza, música, pintura, literatura y cine. A las que se han añadido la fotografía y el cómic e, incluso, la perfumería. Y ya que estamos en esto, yo añadiría la pastelería (y la cocina, por supuesto), después de ver un Reality como “¿Es pastel?” en Netflix, que me ha convencido que un puñado de pasteleros son tan artistas como el más consumado escultor.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.