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2021-04-06 00:00:00

«Del suelo no paso»: O la tardía modernidad mexicana

Por Pedro Paunero

Con sus 55 metros de altura y una forma característica, que pretendía emular la del Templo Mayor azteca, el arquitecto Manuel Ortíz Monasterio diseñó el edificio La Nacional, de estilo art–decó, que albergaría la sede de la compañía de seguros del mismo nombre, para hacer de este el primer rascacielos de la Ciudad de México. Su construcción duró los años de 1932 a 1934, quedando en la esquina de la Avenida Juárez –casi de frente al Palacio de Bellas Artes–, como referente de un país decidido a penetrar en la modernidad, que dejaba atrás los años fratricidas de la Revolución Mexicana pero que, atendiendo a esos mismos preceptos, sería superado dos décadas después por la Torre Latinoamericana, con sus 182 metros, como nuevo símbolo del progreso imparable. 

“Del suelo no paso” (1959), de Chano Urueta, comienza con una toma –sobre la que aparecen los créditos de inicio–, hecha desde el parque de la Alameda Central, en la que podemos apreciar el monumento a Beethoven en primer plano, así como un costado del Palacio de Bellas Artes a la izquierda y, casi ocultos por el monumento, a los edificios de La Nacional y La Nacional II (este último que alberga al centro comercial Sears) mientras que al fondo, y justo en medio, se distingue la esbelta figura de la Torre Latinoamericana, misma que divide en dos partes armónicas a la toma. La “Latino”, como se le conoce coloquialmente, fue diseñada por el arquitecto Augusto H. Álvarez, con un período de construcción que abarcó los años de 1948 a 1956, ostentando por algún tiempo el primer lugar como edificio más alto en Latinoamérica, y erigiéndose como uno de los símbolos más destacados –y queridos– de la modernidad mexicana desde entonces. 

La película cuenta la historia de Paco (Adalberto Martínez “Resortes”), poetastro pobre, anticuado, y dedicado a la compra–venta de libros de poesía invendibles que, no obstante, es consciente de haber sido superado por los tiempos que corren: “Nadie quiere leer libros de poesía, no vendo ni un libro, son los tiempos de ahora, si fuera en el siglo pasado, pues otro cantar sería”.

Paco está enamorado de Adelita (María Duval), pero poco lo soportan los padres de la chica, Doña Benigna (Hortensia Santoveña), que de benigna no tiene nada, y Don Floripondio (Arturo Castro “Bigotón”), viejo gruñón dispuesto a liarse a balazos con cualquiera y que lo obliga a confesar, a punta de pistola, si tiene algo que ver con su hija:

–Tiene tres segundos para contestar –amaga Don Floripondio.

–Como en la televisión, ¿Verdad? –contesta Paco, incidiendo con ello en otro de los hitos novedosos por entonces, como lo era la televisión y sus programas de concursos, que ocupaban los más altos índices de audiencia, en una película en la que se echa en falta algo de Rock and Roll para completar el cuadro.  

Sin dinero, y vistiendo de forma anticuada, Paco toma el primer trabajo que se le presenta en la calle, el de lava ventanas en la Torre Latinoamericana –a 10 pesos por ventana–, para no pasar como un inútil ante sus futuros suegros. Comprensiblemente atemorizado, nuestro héroe se arma de valor y, soltando la frase: “Me canso ganso, me fatigo pato, azoto, me levanto y vuelvo a empezar. ¡Le atoramos!”, comienza a ser subido en el andamio, no sin antes expresar otra frase memorable: “¡Jale el lazo, que al cabo si me caigo, del suelo no paso!” 

Mientras tanto, un grupo de bandidos secuestra al perro mimado de la millonaria Sra. González, que reside en un departamento de la “Latino”, y cuya fortuna puede ascender a los 400 millones de pesos, pero de los cuales no está segura porque “nunca se ha tomado la molestia de contarlos”, para extorsionarla con 300 mil pesos como rescate. El perro es sustraído por el tiro del ascensor y llevado a otro departamento, precisamente aquel cuya ventana limpia Paco por fuera, y que se topa con el perro –que lleva puesto un collar de un millón de pesos–, cuando este cae a través de la ventana, y aterriza en el mismo andamio que él, durante la trifulca que los bandidos arman entre sí por un juego de cartas.

 

La modernidad, expresada a través de la arquitectura como regidor de la cotidianidad en el cine tiene, en “Metrópolis” (1926) de Fritz Lang, su máximo representante estético, así como a su más preclaro referente ético. Lang se había quedado impresionado por la majestuosidad y altura de los edificios de Nueva York, y la película capta esa impresión, al proyectar sus diseños –eso sí, arquitectónicamente imposibles de construir en la realidad– en un futuro en el cual la ciudad se divide en dos capas, una subterránea, sucia y oscura –para los obreros que la mantienen y echan a andar– y otra superficial, en la que se solazan sus diseñadores en una vida regalada. En esta, la economía establece el contraste (o se nace esclavo o se nace libre), y la arquitectura se encarga de que no se olviden esas diferencias. En el ínterin, en un título clave, “King Kong” (1933), de Merian C. Cooper, se reflexionaba implícitamente en el conflicto naturaleza–urbanidad, civilizado contra salvaje, y las desastrosas consecuencias que acarrea dicho enfrentamiento, ejemplificados en la escena de Kong, abatido por los aviones en lo alto del Empire State Building, en una escena que sería copiada hasta el hastío en toda película de monstruos de turno, donde sólo se cambiaba de edificio o hito arquitectónico, así como de monstruo. 

La imaginería urbanista de “Metrópolis” reaparecería como parte de una atmósfera personificada, sombríamente hermosa, que se percibe opresora en cada escena, con el personaje del blade runner Deckard (Harrison Ford), colgando de la húmeda y resbaladiza cornisa de un edificio, en la cinta de Ridley Scott “Blade Runner” (1982), cuyo diseño de producción emulaba la cinta de Lang, si bien aprovechaba todavía más la premisa de una ciudad de la que es dueño un solo hombre –amo tanto de máquinas como de tiempos y vidas–, resuelta en la imagen de un edificio piramidal, robotizado, en cuyo seno se deleita un “creador” –un “diseñador genético”– de seres cuya naturaleza se debate, ambiguamente, entre lo orgánico y lo artificial. Pero la comedia lo había hecho todo mucho tiempo antes, de la mano de un célebre representante del hombre común, enfrentado a una de sus habituales situaciones anómalas, que desvirtúan el devenir cotidiano siendo, en este caso, el erecto monstruo de piedra y ventanas de “El hombre mosca” (Safety Last!, 1923), de Fred C. Newmayer, con un maravilloso Harold Lloyd en estado puro, trepando la cara externa de un edificio, aferrándose con dientes y uñas a un enorme reloj, para no caer, pero cuya manecilla amenaza con desprenderse sobre la calle –muchos pisos abajo–, en la que es su escena más afamada y desternillante, y una de las más recordadas de la historia del cine, ni más ni menos. 

Si bien ascender a un rascacielos en “El hombre mosca” recordaba las hazañas de Bill Strother, el auténtico hombre mosca que escalaba edificios en Los Ángeles (y que aparece, en un acto de genuino homenaje como Bill en la película de Lloyd), también significaba que, estos monstruos de la audacia arquitectónica americana, podían domarse: Lloyd sube el rascacielos, voluntariamente, y triunfa. En “Del suelo no paso”, por el contrario, la “Latino” representa una amenaza, un elemento indócil que no permite su conquista, y al que hay que combatir por medio de la risa ramplona, el chiste simple, y las situaciones surgidas de una educación sentimental con raíces en el pueblo llano. ¿A qué, si no, obedece el hecho de que la millonaria habite la Torre Latinoamericana y Paco, por contraste, en un vecindario? Los ecos de la ciudad compartimentada de Fritz Lang están aquí presentes, pero no es el único ejemplo. En 1948, en lo alto del viejo edificio de la Comisión Federal de Electricidad (sito en la esquina de Avenida Juárez y Humboldt), por entonces otro de aquellos “rascacielos” capitalinos que habían comenzado a edificarse por doquier, se habían enfrentado “Pepe el Toro” (Pedro Infante), y Ledo “el Tuerto” (Jorge Arriaga), en el desenlace fatal –y, para muchos espectadores impresionante y traumático, con lo cual se inscribió en la psique nacional– de “Ustedes los ricos”, de Ismael Rodríguez. La pobreza y la altura no se llevan bien en el cine mexicano y, así como la modernidad de la “Latino” no era sino tardía (el primer rascacielos de la historia fue el Home Insurance Building, construido entre 1884 y 1885, en Chicago), también se hacía patente en “Del suelo no paso”, que las costumbres, el folklore, las formas de vestirse, comportarse y expresarse, tardan mucho más en desecharse que los hitos citadinos en aparecer y desaparecer. La costumbre resiste al cambio, pero el cambio arrolla, y termina por vencer y convencer.

“Del suelo no paso” se confunde en la abundante filmografía de Chano Urueta, quedando marginada de sus trabajos más reconocidos como “La noche de los mayas” (1939) y “El Conde de Montecristo” (1942), así como de la inicial “La bestia magnífica (Lucha libre)” (1953), con la que inaugura todo un género –el del cine de luchadores–, y las películas que le volvieran un director de culto en los Estados Unidos, como “La bruja” (1954), la veneradísima “El Barón del terror” (aka. The Brainiac; 1962) y “El espejo de la bruja” (1962), así como entre las más reconocibles de Resortes, “Al son del mambo” (1950), dirigida también por Chano Urueta, “El beisbolista fenómeno” (Fernando Cortés, 1952), “El rey de México” (Rafael Baledón, 1956) y “La niña de la mochila azul” (Rubén Galindo, 1979), pero contiene varios de esos elementos citados, dignos de estudio y análisis si, en un estudio de cinematografía comparada, se la confronta con aquellas películas extranjeras donde la ciudad, el fantasma de la ciudad, y la modernidad juegan un papel relevante.

Unos años antes de “Del suelo no paso”, Resortes había protagonizado “Platillos voladores” (Julián Soler, 1956), película a través de la cual la comedia mexicana se apropiaba de la que sería una de las constantes más repetidas de la cultura pop, como son los avistamientos de Ovnis, identificados con naves de otros mundos, pero la historia es equívoca, la Ciencia Ficción –es decir, los auténticos elementos científicos que hacen que el género se denomine como tal– brillan por su ausencia y la pareja protagonista de “extraterrestres”, Marciano (Resortes) y Saturnina (Evangelina Elizondo), en realidad constituyen un par de jóvenes disfrazados “de fantasía” para el carnaval, a quienes se les confunde con “marcianos” –Marciano, incluso, se ha diseñado un auto, con partes de otros autos, que recuerda a una nave espacial, para una carrera en la que piensa participar– y que, envueltos en la vorágine de la fama y la atención que los medios y la gente pone en ellos, deciden continuar la farsa. “Platillos voladores” parodiaba la Sci Fi estadounidense, y lo hacía a ritmo del Chachachá “Los marcianos”, de Rosendo Ruíz: “Los Marcianos llegaron ya, y llegaron bailando ricachá”. La película se abría con abundantes tomas de una bullente y moderna Ciudad de México, repleta de altos edificios y construcciones modernistas, producto del “alemanato” –incluyendo la “Latino”–, pero al evadir la verdadera trama de Ciencia Ficción, sólo puede –una vez más– internarse en los terrenos de la parodia. El cine mexicano abunda en esto: el horror y la Ciencia Ficción ceden ante la comicidad –por demás simple e ingenua o, por el contrario, sexual y alburera–, por falta de argumentos sólidos e inteligentes, que profundicen en dichos géneros.

Paco, en “Del suelo no paso”, le regala el collar del perro a Doña Benigna quien, como era de esperarse, de inmediato y junto a Don Floripondio, cambia la actitud hacia él. Pero por poco tiempo. Las noticias en el periódico aclaran a quién pertenecen tanto el perro como el collar, y Paco, convencido de entregar a su dueña a la mascota y el objeto, se ve perseguido por los ladrones en la misma torre. Es obvio que la persecución resultará torpe, y Paco, con una cesta que le ha caído encima, y no puede quitarse de la cabeza, trepará a ciegas hasta la punta de la antena del edificio, mientras los bandidos parecen jugar al juego de las puertas en los ascensores, detrás del perro, que resulta más inteligente que ellos y no se deja atrapar. En esta secuencia final la torre se convierte en protagonista por derecho propio y, antes que todo se resuelva y nuestra millonaria confunda al tontorrón de Paco con Superman –por aquello de que entra por la ventana–, lo vemos colgando de la manecilla del reloj de la torre, y podemos ver detrás al Palacio de Bellas Artes y a los autos como hormigas, abajo.

Escena más evidente, que aúne a “El hombre mosca” con “Del suelo no paso”, no puede haber.   

“El hombre mosca” (Safety Last!, 1923).