Por Raúl Miranda
El filme Macario contradice a Paul Valéry cuando escribe que: “las meditaciones sobre la muerte son producto de hombres que no tienen que luchar por la vida, ni ganar su pan, ni mantener hijos. La eternidad ocupa a los que tienen tiempo que perder. Es una forma del ocio.”
Macario es un humilde leñador muerto de hambre y de familia numerosa que entabla ultraterrenales negocios con La Muerte durante el virreinato del siglo XVIII. El trato con la conductora de almas consiste en que nuestro famélico héroe, quien se ha quitado siempre el mendrugo de la boca para cedérselo a sus anémicos críos, le convide un bocado de un guajolote que su mujer le ha conseguido para que lo coma él solo (guajolote-manzana otorgado por Eva-Pina Pellicer a Macario-Adán).
Las presencias espectrales del Diablo (vestido como el Zorro) y de Dios (Dios padre, anciano) ante el indígena Macario, son singulares, pero nunca tan significativas como la de La Parca (como campesino miserable), quien le da poderes de curandero a cambio de poca cosa, su vida.
La productora CLASA iniciaba con esta película una serie de obras que incluían el trabajo de algunos de sus accionistas destacados, como Gabriel Figueroa, responsable de las imágenes, de cualidades pictóricas, que ganara el premio de fotografía en blanco y negro en el Festival de Cannes (1960).
Macario fue filmada del 7 de septiembre al 9 de octubre de 1959 en los Estudios Churubusco, con locaciones en Taxco, Zempoala y las grutas de Cacahuamilpa. Se estrena el 9 de junio de 1960, en el cine Alameda. Emilio Carballido, dramaturgo – creador de virtuosos diálogos, es el responsable del guión al lado del realizador Roberto Gavaldón.
La base literaria proviene de un largo cuento de B Traven (1950), una fábula irónica del enigmático escritor nacido en Alemania y residente en México hasta su muerte, de vida misteriosa (autor de obras como El Tesoro de la Sierra Madre, 1948, de John Huston; La rebelión de los colgados, 1954, de Emilio Fernández y de Alfredo B. Crevenna; Canasta de cuentos mexicanos, 1955, de Julio Bracho), que a su vez retomaba dos cuentos de los europeos hermanos Grimm (“Der Herr Gevetter” y “Der Gevatter Tod” –”Elpadrino” y “El padrino Muerte”-).
La película de temática indigenista, fáustica y acerca del morir, obtuvo múltiples premios en festivales internacionales: mejor actuación masculina a López Tarso en el Festival de San Francisco (1960), premio Instituto de Valladolid, España (1961), mejor producción cinematográfica en el Festival Internacional de Boston.
Nominada al Óscar por mejor película en idioma extranjero (ganó ese año, El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman). Y muchos otros premios, que le ubicaron como el filme mexicano más premiado en el extranjero. En México se había suspendido la entrega de Arieles, pero los críticos de la época aseguran que hubiera arrasado con los premios.
Macario, el simbólico filme mórbido de la industria nacional, la muestra cinematográfica del pathos de casa: el culto a la muerte. La malevolencia tanática merodeando la miseria: “la muerte puede que esté apoyada en un árbol que te aplastará” , dice en premonición el vendedor de velas; “Al verte, he pensado que no comería el guajolote; he querido ganar tiempo para comer siquiera la mitad”, comenta Macario.
La transacción del alma y la trascendencia del sujeto hambriento de todos los tiempos apostándolo todo por unas mordidas a una suculenta ave grasosa. La purificación del desconsuelo del pobre por unas mordidas a escondidas, en el bosque, todavía tierra de nadie. Necrofilia y chocarrería en una cinta límpida, acusada de “academicista” por los que no saben filmar y por los otros, los que nunca aprendieron a mirar.
Macario es una visión alucinada en el instante de la muerte: “memento mori”, cuando se agolpan la vida entera y los deseos en un destello (eso dicen los que se han ido). Y en este caso, y por una vez, el tiempo cinematográfico es mucho más extenso que el tiempo real.
La caracterización estaba reservada para Pedro Armendáriz, pero López Tarso se quedó con el papel, obteniendo su primer estelar (como el hombre que pasa de las expresiones moribundas a relámpagos de ironía rústica).
Gavaldón, “El Ogro” -así le decían-, ya tenía obra conformada (La otra, 1946; La diosa arrodillada, 1947; En la palma de tu mano, 1950; Rosauro Castro, 1950; La noche avanza, 1951; El rebozo de Soledad, 1952; Miércoles de ceniza, 1958), pero con Macario logró mayor prestigio.
El director, forjado desde abajo, en la industria y en el sindicato, sabía montar un set, cuidar la iluminación y supervisar la fotografía fílmica. Las resoluciones técnicas gavaldonianas (los encuadres, su composición de planos, su sentido del espacio y sus movimientos de cámara) no eran bien recibidas por aquellos años, y se hablaba de su formalismo distante, de su expresión contenida.
Sin embargo, consiguió alejarse del simple relato folclórico sobre el estereotipo del “pobre indígena ingenuo”, dándole dimensión al personaje, inscribiéndolo en un relato de tradición fantástica que consistía en hacer perder tiempo a La Muerte, compartiendo con ella un guajolote guisado, sin la sofisticación escandinava de la partida de ajedrez bergmaniana de El séptimo sello (1956), para que dure lo que no dura, para ganarle tiempo y tener la sencilla virtud de mantenerse vivo.
Recomiendo el libro Vasos comunicantes en la obra de Roberto Gavaldón: una relectura, de Ariel Zuñiga, ediciones El equilibrista, 1990.
Dir: Roberto Gavaldón. Con: Ignacio López Tarso, Pina Pellicer, Enrique Lucero, José Gálvez, Consuelo Frank, José Luis Jiménez