A raíz de la presentación del libro “Antonio Reynoso. Cine Fotógrafo” con una edición e investigación de Elva Peniche Montfort e Israel Rodríguez y colaboraciones de Elisa Lozano, Álvaro Vázquez Mantecón, Elena Navarro, Laura González Flores, Javier Ramírez y Rafael Ortega, el escritor Rafael Aviña le dedicó las líneas que siguen. CorreCámara agradece a Rafael Aviña por autorizar la publicación de su texto.

 

Por Rafael Aviña

-“Componemos todo con la imaginación y somos incapaces de vivir la realidad simplemente…” Claudio Obregón como Roberto en Tajimara de Juan José Gurrola-

1 Armonía y luz. Jazz y Cinefotografía

México es un país de fotógrafos. Su mirada, su capacidad para trastocar el encuadre en una obra de arte, es indiscutible. El vasto paisaje nacional; sea físico, climático, corporal o emocional, así como su topografía anímica, es una materia prima arrebatadora que no ha escapado del ojo educado o intuitivo de maestros o artesanos de la lente. Ya sea del anónimo fotógrafo de agu?itas, el atento y en apariencia improvisado camarógrafo que capturaba las vivencias cotidianas de la calle de San Juan de Letrán y menos aún de figuras trascendentales como: Manuel Álvarez Bravo, Nacho López, Gabriel Figueroa, Toni Kuhn, o Emmanuel El Chivo Lubezki, por mencionar sólo algunos nombres célebres de ayer, hoy y de toda la vida.

No obstante, pocos han sido los cinefotógrafos y al mismo tiempo realizadores capaces de afrontar cualquier experimento narrativo visual que se propongan y salir triunfantes. Antonio Reynoso (1916-1996) pertenece a esa suerte de extraña cofradía, cuyos selectos integrantes como él, pueden pasar del noticiero cinematográfico al corto experimental o de arte universitario y de ahí al ensayo y la poesía en imágenes, sin perder su peculiar estilo y lucidez, utilizando la luz y la técnica fotográfica con tal imaginación, evocación y armonía que sus imágenes equivalen a la improvisación jazzística de un John Coltrane, o un Thelonious Monk. Es decir, Antonio Reynoso hace con el encuadre y el movimiento de cámara lo que un Wes Montgomery ejecuta con la guitarra de jazz.

Su elegancia y percepción narrativa, su capacidad técnica para encontrar lirismo en lo cotidiano, la fluidez de sus imágenes, su enorme capacidad de síntesis sin que mengue por ello profundidad y alcances poéticos encontraron eco en el paisaje mexicano; incluso el2más agreste, vulnerable o alejado de la mano de Dios; ya sea Cardonal Hidalgo en el Valle del Mezquital a fines de los cincuenta o el desecado lago de Texcoco a mediados de los años sesenta. Y como en el jazz, los sonidos, en este caso, las imágenes son atemporales.

No sólo eso, para Reynoso, una sola imagen resulta un relato en sí mismo que se dispara en múltiples senderos y el mejor ejemplo de ello, sería su fascinante y conocida fotografía de La gorda de 1960 que como apunta el bello, notable y muy oportuno libro que hoy nos reúne; se trata de la señora Trini que hacía el aseo en la casa de Reynoso en Coyoacán. El generoso cuerpo de ésta improvisada modelo, la manera en que se planta con una confianza natural y se mira en el espejo de mano, con su cabello recogido, su cuerpo voluptuoso, su collar y el umbral con una puerta de madera entreabierta colocan la imagen en un punto de fuga hacia direcciones insospechadas.

Otro ejemplo fílmico aún más contundente con una sola toma lo ofrece aquella secuencia de “Tajimara” dirigida por Juan José Gurrola en el que la lente de Antonio Reynoso captura a Cecilia y a Roberto (Pilar Pellicer y Claudio Obregón) en el interior de un automóvil en la carretera rumbo al pueblo de Tajimara y los cristales del auto empañados por la lluvia apenas nos dejan intuir lo que sucede ahí dentro, en una de las más bellas, sensuales e intrigantes atmósferas visuales que remiten a una evocación emocional nostálgica y poderosa y en la que cobra sentido la frase que Roberto repite al final del filme: -“Componemos todo con la imaginación y somos incapaces de vivir la realidad simplemente…”.

Más allá de su virtuoso trabajo como fotógrafo y foto fijas, le lleva no sólo a debutar como cine fotógrafo, sino a coincidir en un momento cultural particularmente intenso y propicio para dar cabida a una incipiente generación de cineastas entre escritores, actores, productores y realizadores, cuyas ideas e imágenes hacían eco con aquellos relatos de autores mexicanos que sorprendían por su magistral manejo del lenguaje y su habilidad para trastocar relatos cotidianos en tortuosos laberintos de imaginación. Una generación a la que pertenecen jóvenes que pugnaban por un cine nuevo en la década de los sesenta como: Manuel Michel, Juan Ibáñez, José Luis3Ibáñez, Salomón Laiter, Archibaldo Burns, Juan Manuel Torres, Juan Guerrero, Alberto Isaac, Rubén Gámez o Juan José Gurrola, cuyas temáticas concordaban con los universos creados por autores como Juan García Ponce, Elena Garro, Carlos Fuentes, Inés Arredondo, Juan Rulfo o José Emilio Pacheco.

En esos años sesenta, en los que el cine mexicano había agotado los temas y los géneros que décadas atrás eran su orgullo nacional, surgirían los dos primeros y extraordinarios concursos de cine experimental de los que saldrían entre otros, obras como: “La fórmula secreta”, “Un alma pura”, “Las dos Elenas”, “Tajimara”, “La Sunamita”, “El viento distante” (Los niños) o “Juego de mentiras”. Pero, regresando un poco atrás, Reynoso se inicia en los noticieros fílmicos y debuta como director de fotografía en “Una ventana a la vida” de 1950 experimento neorrealista dirigida por el pintor Manuel Rodríguez Lozano aunque otras fuentes atribuyen la dirección al propio Reynoso, escrita y realizada a instancia del dramaturgo, guionista y novelista Rodolfo Usigli que narraba el recorrido por la urbe Alemanista de dos niños vendedores de periódicos: “El Supermán” y “El Pedro Infante”, cuando uno de ellos se extravía.

“Una ventana a la vida” está más cerca de “Los olvidados” de Luis Buñuel que de otro relato similar sobre los niños que dormían a la intemperie y vendían periódicos: “El papelerito” de Agustín P. Delgado; todas de ese 1950,en un momento en el que el cine infantil y social de aquellos años, estaba ligado a una serie de películas en las cuales los niños surgían como simples comparsas: una suerte de pequeña carne de cañón melodramática en todo tipo de dramas y comedias urbanas o rurales, proclives a excesos tan siniestros y delirantes como involuntariamente divertidos en el extremo opuesto de las citadas cintas de Buñuel o de Rodríguez Lozano-Reynoso.

Retomando una vez más la metáfora del jazz como símil de la enorme riqueza conceptual de Antonio Reynoso, su paso por el cine coincide con la espectacularidad de la cinefotografía mexicana enarbolada por Gabriel Figueroa, Jorge Stahl, Alex Phillps y otros más. Es decir: cinefotógrafos de enorme presencia rodeados de un nutrido4equipo de asistentes, iluminadores, etc, como si se tratase de aquellos carismáticos directores de las grandes bandas de jazz de los años treinta a cincuenta como Benny Goodman o Glenn Miller. En ese sentido, Reynoso elige una posición discreta no por ello menos notoria, como sucedería justo con ese cambio jazzístico que rompe con el swing: el llamado bebop con jazzistas como Charlie Parker, Dizzie Gillespie o Thelonius Monk, que a su vez precede a otro estilo el del cool jazz: con Miles Davis o Dave Brubek. Es decir: la cinefotografía mexicana en los cincuenta se encontraba en un momento álgido pero a su vez en una suerte de callejón sin salida en donde parecía no existir expresiones nuevas y originales. Así, ese ritmo o esa armonía furiosa, alternativa y refrescante a través de la luz fue introducida por Reynoso apoyado en otros como Rafael Corkidi.

Pilar Pellicer en “Tajimara”.
 

2 y último

Los libros elaborados por varios autores, suelen ser disparejos o en algunos casos repetitivos. Lo primero que sorprende en una obra como: “Antonio Reynoso. Cine Fotógrafo” con una edición e investigación de Elva Peniche Montfort e Israel Rodríguez, en el que colaboran además de los propios Peniche Montfort y Rodríguez: Elena Navarro, Laura González Flores, Eliza Lozano, Álvaro Vázquez Mantecón, Javier Ramírez y Rafael Ortega, todos ellos destacados investigadores y ensayistas de la imagen fija y en movimiento, es la impresionante unidad y coherencia que muestra el libro en torno a una figura singular y poco abordado a pesar de su grandeza.

Es decir; los autores aportan una serie de diversas voces narrativas en torno a un personaje atípico y enigmático, que supo adecuar su visión del mundo a las visiones de un México mágico y telúrico sin descuidar una clara conciencia social y a su vez, dotar de una personalidad muy poderosa su trabajo y más increíble aún, como una suerte de acto de ilusionismo: pasar inadvertido, alejado de los reflectores de la fama, como una suerte de antítesis del otro gran maestro de la luz que fue Gabriel Figueroa.5

Mientras Figueroa se convertía en la esencia misma de la fotografía fílmica nacional, Reynoso apostaba por el camino contrario; desaparecer como autor y mostrar su personalidad en sus imágenes, algo que el libro editado por el Centro de la imagen, destaca de manera eficaz e inteligente. Un efecto extraño sobre todo en un país como el nuestro en donde el ego parece una vocación permanente. En ese sentido, esa presencia huidiza de Reynoso coincide con la de otro fascinante personaje cuya figura crece y crece con el tiempo al igual que la de Reynoso; me refiero a Juan Rulfo. No en balde, ambos coincidieron justo en el momento más álgido para ambos.

Para 1959-60 durante el rodaje de “El despojo” dirigido por Reynoso con fotografía de Corkidi con argumento de Rulfo, éste ya había escrito “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” y Reynoso debutaba como realizador. Lo curioso es que pese a posteriores acercamientos rulfianos sumamente interesantes como lo serían: “Pedro Páramo” de Carlos Velo, “Pedro Páramo el hombre de la media luna” de José Bolaños, “El gallo de oro” de Roberto Gavaldón, “El imperio de la fortuna” de Aruro Ripstein, “Los confines “de Mitl Valdez o “Agonía” de Jaime Ruiz Ibáñez, tal vez la única película que consigue sumergirse en la epidermis rulfiana y en los terrenos de su fantasmagoría es “El despojo”, que aprovecha los espacios y la aridez del valle del Mezquital para narrar una trama de poco menos de 12 minutos que Rulfo iba imaginando sobre la marcha e improvisando los diálogos de los personajes interpretados por actores no profesionales oriundos de la zona y con la voz del narrador Jorge Martínez de Hoyos. Se trata de un sensible y magistral relato laberíntico que sucede entre el sueño y la memoria en los últimos estertores de vida del protagonista.

Lo inquietante es la manera en que tanto Rulfo como Reynoso decidieron colocarse lejos de todo narcisismo creativo. Así como Reynoso intentaba pasar inadvertido ante la fama internacional de Figueroa, Rulfo a su vez, se distanciaba ante la personalidad arrolladora y el carisma de un Carlos Fuentes o la ironía brutal de Juan García Ponce y sobre todo de Carlos Monsiváis, o la energía feminista de Inés Arredondo. Curiosamente todos ellos y otros más, incluyendo al propio Figueroa y Rulfo, coinciden en ese primer concurso de cine6experimental donde Antonio Reynoso fotografía “Tajimara” y “La Sunamita” y posteriormente “Fando y Lis” y Figueroa: “Un alma pura”, “Las dos Elenas” y “Lola de mi vida”.

“Tajimara” tiene varios puntos de contacto con “Un alma pura”. Una narrativa fílmica moderna y desparpajada. El tema de la memoria y los constantes regresos al pasado y el asunto del incesto como una carga moral y sensual. En “Tajimara”, las imágenes evocatorias de Antonio Reynoso y Rafael Corkidi como operador de cámara, muestran fantasmales escenas en una pista de patinaje en donde Roberto adolescente mira como Cecilia patina al lado de Guillermo –un joven José Alonso en su debut-, a quien se entregará antes de cumplir los 15 años y las protagonistas femeninas otorgan al relato una fuerza y una vocación sensual sin límites.

En “La Sunamita” de Héctor Mendoza, inspirado en un cuento de Inés Arredondo, sobre una joven obligada a acceder a los toqueteos de un anciano desahuciado (Victorio Blanco) que parece revitalizarse al casarse con ella (la atractiva Claudia Millán, ganadora en el Rubro de Actriz Revelación) regresan a Reynoso a su halo misterioso del retrato de provincia donde juega con la luz de una forma aleccionadora. En esa vorágine de relatos atípicos, modernos, audaces y experimentales de aquellos años sesenta destaca a su vez, la intromisión del chileno Alejandro Jodorowski, que llegó a nuestro país para escandalizar a las buenas conciencias y a los organizadores de la extinta Reseña de Acapulco con “Fando y Lis”, extravagante y perturbador relato anti solemne inspirado en una pieza teatral de Fernando Arrabal, con algunas imágenes bellísimas concebidas por Reynoso y Corkidi.

Trabajos suyos para cortos universitarios y algunos otros de enorme carga subversiva como son: “La creación artística”. “Cuevas” de Juan José Gurrola, “Un agujero en la niebla” de Archibaldo Burns, o “La magia” de René Rebetez, así como su participación en varias de las imágenes y coordinación de “La Olimpiada en México” de Alberto Isaac rodada en Techniscope, técnica propuesta por el propio Reynoso, de las tomas áreas del conjunto habitacional Tlatelolco en “Naufragio” de Jaime Humberto Hermosillo o “Ulama” de Roberto7Rochín, son parte de ese formidable legado de imagen y luz que nos dejo Reynoso y este libro no sólo realiza una justa revalorización, sino un sensible acercamiento a los misterios de la fotografía en la figura de una antifigura como lo fue Antonio Reynoso, a lo que se suma el excepcional trabajo de coordinación editorial, diseño, investigación y edición, reprografía, digitalización y cuidado de la producción en donde colaboraron respectivamente: Alejandra Pérez Zamudio, Krystal Mejía, Elva Peniche Monfort, Israel Rodríguez, Ernesto Méndez, Natalia Estrada Elic Herrera y Pablo Zepeda Martínez.