Por Daniela Muñoz
Cada vez que se acerca Semana Santa, el optimismo de realizar una plétora de las más diversas actividades de solaz y esparcimiento aparece instantáneamente con cariz de epifanía en las mentes de quienes trabajamos todo el año y que, justo como sentenciase el Nazareno, ‘ganamos el pan con el sudor de nuestra frente’(sí, empezamos este texto con vocabulario litúrgico dado el presente periodo cuaresmal). Es así que, en medio de la ola de calor que ya golpea nuestras vidas para estas alturas de marzo en la antigua Tenochtitlan, los ciudadanos de a pie estamos pendientes de tan señalada fecha, más por buscar autocumplirnos la promesa de la justa vacación, que -como antaño se hacía en un país mayoritariamente católico como es el nuestro- de dedicar la Semana Mayor (sobre todo Jueves y Viernes Santo) a inanes labores de recogimiento y/o penitencia. Por ende, y en el ánimo de recordar viejos, pero mucho mejores tiempos, quisiera compartirles, avisados lectores, un par de memorias personales en torno al tema de la Semana Santa que, en mi amoroso hogar (como quizá en los de millones de ustedes en aquella época), alcanzaban su epítome en el siempre doliente ejercicio cuaresmal de soplarse por televisión El mártir del Calvario, joya cinematográfica nacional dirigida en 1952 por don Miguel Morayta (tema al que ya llegaremos en este texto).
En mi experiencia, habiendo sido una niña cuya infancia discurrió en la colonia Portales (donde entre otros vecinos, se contaba Carlos Monsiváis) de los late 80’s hacia prácticamente toda la década de los años 90’, era natural que aún me tocase un leve barniz de las aburridísimas (in)actividades que poblaban particularmente el quinto día de la Semana Santa. Sin embargo, los días previos trascurrían en sano divertimento, y especialmente guardo gratísimos recuerdos de los Jueves Santos en esa época; quizá fueron disfrutables hasta que cumplí diez o doce años. La Visita de las Siete Casas sin duda era el hit; pero no en el sentido de lo que en realidad simboliza el acto en sí, que es conmemorar las estaciones o pasajes que tocó Jesucristo a lo largo de su proceso y antes de la crucifixión, en émulo de su resistencia y valor. Y lo digo porque mi familia no es, nunca ha sido, ni católica realmente comprometida, ni mucho menos rabiosa o recalcitrante (quizá haya algunos miembros más creyentes que otros) pero, frente a otras festividades religiosas quizá de mayor importancia, la Visita de las Siete Casas era algo -y de lo poco- que nosotros nunca dejábamos de hacer. Llegaba el Jueves Santo y nos reuníamos en casa de mis abuelos hacia las 6:30 de la tarde, nos dividíamos en dos coches (el Falcon de mi abuelo y el Shadow de mi padre) y echábamos a andar a la aventura alrededor de las 7 y media de la noche. Las calles alrededor de las iglesias se poblaban de gente, de puestos de comida, de globeros y organilleros (sí, organilleros de noche); de ferias con ruedas de la fortuna, de puestos de pan de pueblo, de vendimia de cadenitas con medallitas, y sobre todo, se poblaban mucho más de simple olor a azahar, que de olor de santidad. Mi percepción -hoy con el beneficio de la visión retrospectiva- es que era una fiesta que muchos disfrutábamos; y como suele ocurrir en estos casos, lo hacíamos mucho más por lo lúdico que por lo religioso.
El asunto era así: Se elegían siete templos que estuvieran más o menos cerca unos de otros (para evitar la fatiga al caminar o las industriales cargas de gasolina en los autos, sobre todo la del Falcon) y en cada uno, entrar, ocupar una banca con un largo reclinatorio y escuchar estoicamente a mi padre o a mi abuelo leer el título de la estación de la cual se tratase, describir lo que ahí ocurrió al nazareno y después rezar un Padre nuestro o un Ave María (ignoro realmente para qué). Todos los asistentes escuchábamos entonces -y sobre todo los niños con mortal tedio- las trágicas etapas del proceso de Cristo, en títulos tan poco promisorios como ‘De la casa de Anás, a la casa de Caifás’ o ‘De la casa de Caifás al Pretorio de Pilatos’. Nos recetaban a continuación todo cuanto aconteció en el lugar señalado y al llegar al ‘Amén’, nos persignábamos rápido y de mal modo, para salir triunfantes y despavoridos a comprar un paquete de gorditas de nata (porque cabecear en un reclinatorio siempre da hambre).
Y aunque uno incluso de niño percibía que el rápido rezo dentro de cada templo era un acto de respeto en el que había que estar quieto, aun así, me parece que como familia, todo esto lo hacíamos más en un ánimo de reunirnos con tíos y primos que no veíamos tan seguido que como tradición piadosa a ultranza. Sin embargo, la mejor parte de todo ello era que, al final, el numerito llevaba implícito el siempre delicioso pretexto de ejecutar grupalmente una infaltable hartazón de toda clase de vituallas a la salida de cada templo que era cubierto. Por ejemplo, si íbamos a La Profesa, comíamos afuera doraditas del Centro; si pasábamos a La Medalla Milagrosa, después de escapar de la claustrofobia de su nave gótica y de su imponente verticalidad en brutal concreto, nos compraban elotes y esquites, además de juguetes alargados y multicolores que simulaban haces de luz, porque la Visita se hace siempre de noche; si en cambio, nos deteníamos en El Altillo, sobra decir que los niños estábamos más ocupados haciendo figuras mentales con los fascinantes colores del vitral a espaldas del altar, que siguiendo la lógica del rezo, además de que en un atrio de ese tamaño se jugaban con holgura las mejores sesiones de ‘atrapadas’ habidas y por haber; y si cerrábamos en San Antonio María Claret -cuya efigie de bulto está sobre uno de los torreones de la parroquia-, a la par que deglutíamos cantidades industriales de pepitas y cacahuates enchilados tostados en anafre, contemplábamos desde abajo y piadosamente la estatua de San Antonio, sin saber a ciencia cierta si iba a entregarnos la antorcha olímpica o si acaso estaba dirigiendo el tránsito de avenida Cuauhtémoc. En fin, que como dijera Chava Flores (refiriéndose al velorio de Cleto El Fufuy, yo me refiero aquí a la Visita), ‘el evento era un relajo, ¡pura vida!’ Y lo celebro, pues sin duda eso era lo mejor que se podía sacar de una actividad que, despojada de los aderezos plenamente nacionales e idiosincráticos antedichos, sería del más ostensible aburrimiento. En resumen, que tras el anterior breviario para contextualizar, a lo que en realidad nos atañe.
Si bien es cierto que a lo largo de nuestra vida cinéfila hemos visto poblada la pantalla chica en Semana Santa de muchos títulos de factura extranjera (sobre todo hollywoodense) que abordan el tema cuaresmal por excelencia -la Pasión y muerte de Jesucristo-, donde encontramos superproducciones como Rey de Reyes (Cecil B. De Mille, 1927), El manto sagrado (Henry Koster, 1953), pasando por Barrabas (Richard Fleischer, 1961) o Jesus de Montreal (Denys Arcand, 1989), he juzgado necesario proponer en este texto cinco películas nacionales (y un bonus) para disfrutar en esta Semana Mayor (¿Acaso ‘disfrutar’ será el termino correcto para conmemorar tan cruento hecho, la Pasión y muerte de Jesucristo?) Ofrezco los títulos en orden cronológico para que puedan comprobarse fácilmente los cambios y/o la evolución en los valores de producción de los filmes, así como las preocupaciones personales y las diversas intenciones de los realizadores en la factura de los mismos. Podrán notarse sus visiones y percepciones del mundo a través de un hecho que se antoja tan inamovible y monolítico como puede parecer la Pasión de Cristo (adjetivaciones que cintas como Jesucristo Superestrella [Norman Jewison, 1973], basada en el musical de Andrew Lloyd Webber, ayudaron a demoler). Todo ello podrán ustedes disfrutarlo (insisto) en caso de que por alguna razón no hayan conseguido salir de vacaciones, viéndose obligados a quedarse en el hogar para -tras efectuar el forzoso avituallamiento de papitas, chocolates, cervezas, alitas y demás manjares necesarios para el visionado de películas-, conozcan un pequeño muestrario de la gran cantidad de títulos nacionales que abordan el drama bíblico por excelencia, siempre desde las distintas y muy interesantes perspectivas de seis grandes directores. ¿No sería mejor eso a oprimir el control incesantemente ante los doscientos mil millones de títulos que nunca terminaremos de checar en Netflix?
- Jesucristo en el cine mexicano
Si bien es cierto que desde los años 40’ la cinematografía nacional había comenzado a filmar películas cuyas tramas se centraban en el melodrama cristiano, era curioso advertir que se rodeaba el asunto de la Pasión de Cristo para focalizar la atención en los personajes femeninos. Así ocurrió en María Magdalena y en Reina de Reinas, ambas cintas de Miguel Contreras Torres y filmadas en 1945. Pero sin duda, iba a ser José Díaz Morales quien en 1942 daría el ‘banderazo’ de salida al imponer la moda de que fueran actores españoles quienes representasen el papel de Jesús en el cine mexicano de ahí en adelante: De José Cibrián (1942) a Luis Alcoriza (1945) (sí, el grandioso director en su etapa de actor); de Alcoriza a Enrique Rambal (1952); y de Rambal a Carlos Piñar (este último ya hasta 1970, dado que en el ínterin habrían de colocarse Enrique Rocha y Claudio Brook -en 1965 y 1970, respectivamente-. Así, Díaz Morales proyectó a la fama inicial a José Cibrián, quien con su semblante sereno y sus ojos fatigados afectados de ptosis, se antojaba un inmejorable intérprete para las múltiples faenas de Cristo (al año siguiente Norman Foster aprovecharía esta misma característica del actor para que encarnase a Hipólito, el pianista ciego enamorado de Santa en la versión de 1943).
- El mártir del Calvario (Miguel Morayta, 1952)
Sin embargo, es evidente que no sería hasta 1952 con la estupenda interpretación de Enrique Rambal, quien hacía su debut en nuestro cine y cuyo padre había sido director teatral en su España natal (montando justamente obras como esta), que la cinematografía nacional se probaría en las más altas lides de la apreciación fílmica internacional al ser nominada El mártir del Calvario para competir por la Palma de Oro en el Festival de Cannes en su edición de 1954. No solo producto de la interpretación de Rambal, sino de la coherente narrativa de los episodios de la vida de Cristo, además de una serie de bien logrados efectos especiales que fueron celebrados en la época, el filme recibió el favor de la crítica internacional; y aunque la película no resultó triunfadora, sí sentó un precedente fundamental para la producción nacional en épocas posteriores.
Miguel Morayta, a la sazón compatriota de Rambal, afirmó siempre que nunca gozó de libertad para hacer un cine de autor; si bien no se quejaba amargamente dado que varias de sus películas fueron exitosas y se probó diversos géneros (recuérdense como ejemplos Hipócrita, Vagabunda o El médico de las locas), el director aseveraba que para mantener su empleo, debió ceñirse en gran medida a los pedimentos de los productores con quienes trabajaba, y El mártir del Calvario no fue la excepción. Dadas las carencias de presupuesto en la producción, la cinta no pudo filmarse en exteriores, sino que las escenografías fueron montadas en su totalidad en los Estudios Tepeyac, hecho por el cual años más tarde, los más severos críticos nacionales se ensañaron contra el filme en este aspecto. Sin embargo, ello no fue óbice para que ‘tan imperdonable falta’ fuese subsanada con el formidable trabajo una pléyade de buenos actores, además de lograrse una secuencia bastante lógica de las andanzas del hijo de David, quien tras elegir a sus apóstoles y pronunciar el sermón de la Montaña al inicio de la película, va realizando prodigios a diestra y siniestra a lo largo de la trama.
Sea como haya sido, ‘en verdad os digo…’ (frase tan iterativa como inolvidable del Cristo interpretado por Rambal), que Morayta se apuntó un triunfo inenarrable con esta cinta, pues logró conmover a la población -mayoritariamente católica- que acudía a las salas de cine a presenciar el Proceso del Nazareno para luego ejercitar una fortísima catarsis de sus más profundas emociones frente a la pantalla, y años después, como todos hemos atestiguado, frente al televisor.
Con un elenco de gran renombre en el que figuraron actores de la talla de ‘el Señor Teatro’ (Manolo Fábregas) en el papel de un repelente Judas, Carmen Molina en el de la abnegada Martha, Miguel Angel Ferriz como el fidelísimo Simón Pedro, José Baviera como un displicente Pilatos (en su cuarta interpretación de este personaje en cine) o José María Linares Rivas como el feroz Caifás, la película fue promocionada como ‘El drama más sublime de la humanidad´. Y si los actores mencionados fueron cuidadosamente elegidos para ejecutar sus roles y lo hicieron estupendamente, lo cierto es que el pináculo de todo ello fue la interpretación del madrileño Rambal, quien a sus 28 años de edad se sometería a un fortísimo programa físico para lograr su cometido actoral, proceso en el que hubo de rebajar cantidad de kilos para emular la figura del galileo, además de que es bien sabido que en la secuencia del Via Crucis, el actor cargó una cruz de madera real a petición de Morayta y no una de utilería, como suele hacerse en estos casos. Completamente compenetrado con su personaje, Rambal logra a través de una destacada caracterización y maquillaje, una voz modulada y cálida y una serie de ademanes suaves y naturales, consagrarse indiscutiblemente como un Jesucristo alabado tanto nacional como internacionalmente dado el enérgico realismo en su trabajo, siendo apenas su debut en el cine mexicano. La trascendencia de la cinta ha sido de tal magnitud que de las múltiples producciones nacionales sobre esta temática, es El mártir del Calvario aquella que reconocemos, no olvidamos y quizá seguimos viendo cada año si nos la encontramos en la programación de TV avierta, aun con la presencia de las plataformas de streaming. ¿Será acaso que nos gusta sufrir?
El dato: Cabe mencionar que únicamente para las interpretaciones de Jesucristo, los actores españoles seleccionados para el papel eran permitidos de cecear en películas mexicanas, ya que en otros géneros y temáticas habituales, les estaba prohibido.
- Nazarín (Luis Buñuel, 1958)
Mucho se ha especulado y analizado desde diversas perspectivas, sobre todo desde la psicológica, esta gran cinta de Buñuel. Es un ejercicio que en lo personal considero cubierto, y dado que en mis reseñas me dedico a relatar tramas y compartir datos desde la perspectiva puramente cinematográfica y artística, será desde esa palestra desde la cual atacaremos el análisis de la afección convulsa del padre Nazario por hacer el bien a sus semejantes en claro émulo de Cristo, y obteniendo -en gran medida igual que aquél-, invariablemente, un resultado contrario al que siempre desea su buena voluntad.
Basada en la obra homónima de Benito Pérez Galdós y con adaptación de Julio Alejandro y del propio Buñuel, la producción contó con las colaboraciones de otras importantes figuras del cine nacional, como Gabriel Figueroa en la fotografía y Manuel Álvarez Bravo a cargo de los stills o foto-fijas; todos ellos -entre muchas otras participaciones, sobre todo las actorales, desde luego- hicieron de Nazarín una obra cinematográfica de tintes fuertemente poéticos dado el tratamiento de la imagen. Todo ello condujo a la cinta a obtener el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes en 1959.
El cura Nazario (Francisco Rabal) es un sacerdote al que podríamos calificar de anómalo. De hecho, Buñuel siempre lo calificó de un cura quijotesco, cuya locura es, justamente, creer en la pureza y la bondad de los hombres y en la importancia de su ministerio para acercarlos a Dios. No celebra misas diariamente ni es parte de una comunidad ministerial, por lo que no vive en una casa parroquial sino en un mesón con otros inquilinos igual de miserables que él, ayudándose de limosnas y sobreviviendo de la caridad que recibe de vez en cuando, así como de algunas monedas que obtiene como estipendio por los sacramentos que administra. Su forma de vivir, pero sobre todo su imperturbabilidad y resignación ante las vejaciones e injurias de que es objeto a diario -provenientes paradójicamente de aquellas almas a quienes intenta buenamente aconsejar- son el más claro ejemplo de su patente inconsciencia ante el hecho de que sus tentativas de hacer el bien buscando propalar el carisma cristiano, son siempre un rotundo fracaso. ¿Qué podría ser más frustrante para un emisario de Cristo que el que su mensaje fracase estrepitosamente y no encuentre un receptor? Todo esto comienza a imbuir en el padre Nazario lo que nunca había albergado antes su corazón con respecto a su vocación sacerdotal: La desesperante duda de la utilidad real de su ministerio.
Es aquí donde comenzará el periplo sacerdotal de Nazario, que se volverá a la vez su propio Via Crucis, pues cada alma a la que no logra convencer de mejorar su comportamiento y de ofrecer parte de su vida y de su fe a Dios, representará una estrepitosa caída, la siguiente siempre peor que la anterior. Esta lucha sin cuartel del padre consigo mismo, puede verse claramente en dos momentos clave de la cinta: Primero, cuando habiendo llegado a un poblado donde ha atacado la peste, entra en casa de una afectada (Pilar Pellicer) para ayudarla a bien morir, ofreciendo administrarle los Santos óleos. Cuando el cura le conmina a arrepentirse de sus pecados para pedir su entrada al Cielo, la respuesta categórica de ella es ‘¡No Cielo, Juan!’. Nazario no se lo explica: Una mujer que está a punto de morir, ¿no quiere arrepentirse in extremis de sus pecados para alcanzar la vida eterna, y en vez de eso busca desesperadamente la compañía de un amante (los placeres de la carne) que tal vez no vendrá? El cura está estupefacto ante la elección de la apestada. Pero su estupefacción se vuelve estupor cuando finalmente, el antedicho Juan traspone el dintel de la puerta para llegar al lado de la moribunda, que le pide: ‘Juan, dile que se vaya’. El interpelado le exige a Nazario salir de inmediato, dejándolo tan pasmado como inerme. Acto seguido, el amante besa a la mujer en los labios, aún a sabiendas de que está consumida por la enfermedad y que él con seguridad va a contagiarse y a morir también. No le importa. Es este el mejor ejemplo de un amor absoluto, incondicional y que no admite dobleces; un amor tan verdadero -o quizá más- que el que el padre Nazario profesa a Dios.
El segundo momento decisivo para que el cura comprenda que su idealismo religioso ha llegado al extremo de la incompetencia en el mundo de los hombres, es cuando habiendo sido atado a una cuerda de presos, lo recluyen junto con el buen ladrón (Ignacio López Tarso, en una personificación breve pero sustanciosa de Dimas, el personaje bíblico) a quien promete un cambio de vida con solo ‘desear ser bueno y tener el firme propósito de serlo ante Dios’. Él recela de tal ofrecimiento y le responde: ‘Yo no hago más que maldades, y… su vida, para qué sirve? Usted pa´l lado bueno y yo pa’l lado malo: ninguno de los dos servimos para nada.’ La expresión facial de Rabal aquí es más que elocuente e ilustra a cabalidad la y tremenda crisis de fe por la que atraviesa el cura.
Finalmente, no quiero dejar de mencionar un aspecto que me parece determinante en el éxito obtenido por el filme. La primera vez que vi Nazarín fue también la primera vez que vi a Rita Macedo en una película del cine nacional. Probablemente la haya advertido antes en algún papel menor -como aquellos que interpretó en cintas como Salón de belleza o Las Infieles) pero en todo caso, recuerdo muy bien que no habían sido de sus filmes sobresalientes. Sin embargo, lo que no olvidé jamás aún a una edad tan temprana, fue su histrionismo fulgurante y mordaz personificando a la desparpajada y feroz Andara, que hizo las delicias de los espectadores. Una mezcla entre bruja y prostituta callejera de los bajos fondos porfirianos, sumada a una personalidad que denotaba en su personaje la profunda tristeza de vivir, oculta tras la máscara de la agresividad y de la rebeldía, Andara se vuelve la inolvidable escudera del padre Nazario, a quien defiende de todo aquel que busca hacerle mal. Si bien Marga López interpreta el otro personaje importante que acompaña a Nazario en su éxodo sacerdotal -la epiléptica Beatriz-, eterna enamorada de su propia idealización del cura al creerlo un santo varón, pero deseándolo al mismo tiempo como hombre, fue indudablemente Rita Macedo quien ganó notoriedad, logrando una interpretación actoral que sin duda ha quedado para la posteridad. Uno de los aspectos más interesantes de su personaje es cómo éste se desdobla progresivamente evidenciando un corazón noble y de buenos sentimientos, hecho que se materializa en el amor que profesa Andara al enano Ujo. Su eterna mueca sardónica y burlona, su figura desgarbada y su muy florido léxico al que acompañaban toda clase de ademanes exagerados, brindaron a su Andara una impronta sencillamente inigualable; el mejor papel de toda su carrera.
El dato: Es bien conocido que Buñuel buscaba sobre todo, realismo en sus producciones fílmicas, por lo que, como ocurrió en Los Olvidados, en esta ocasión también escondió al fotógrafo Gabriel Figueroa los filtros que utilizaba para conseguir el preciosismo de sus composiciones visuales, que en cintas como Nazarín no requerían una fotografía tan minuciosa o artística.
- El proceso de Cristo (Julio Bracho, 1965)
El culteranismo literario y cinematográfico de Julio Bracho fue una característica en su quehacer profesional que no lo abandonó jamás -afortunadamente- ni siquiera al haber entrado en la enorme industria del cine mexicano, que en la época posrevolucionaria pecaba de alardear de triunfalismos que enaltecían los supuestos beneficios nacionales que trajo como resultado la lucha armada, y que comenzarían a ser tema reiterativo en el cine mexicano (la honrosa excepción fue, obviamente, Fernando De Fuentes).
Habiendo sido fundador del Teatro Orientación junto con Celestino Gorostiza y Xavier Villaurrutia, coto de donde emergerían histriones de gran talla como Isabela Corona, Carlos López Moctezuma, María Douglas o la propia hermana del director, Guadalupe Bracho (cuyo nombre artístico iba a ser después Andrea Palma), el originario de Durango siempre estivo comprometido con una búsqueda formal que le permitiera destacarse de la masa de directores que habían logrado instalarse en un estilo característico, agotando sus propios mitos. Bracho, a diferencia de ellos, no encontró gran unidad temática en su producción fílmica, pero a cambio logró dotar a sus cintas de un cariz de modernidad academicista muy interesante, que contempló desde temas como la nostalgia porfiriana, (¡Ay qué tiempos, señor Don Simón!, 1941) pasando por la exploración del noir crepuscular en una cinta estupenda como es Distinto amanecer (1943), y encontrando el punto más elevado de su factura como realizador en la valentísima crítica a los poderes fácticos posrevolucionarios en La sombra del caudillo (1960).
De este modo, Bracho encuentra también un camino alterno en la realización de El proceso de Cristo, donde la intervención de un guapísimo Enrique Rocha como Jesús, suspendería la ‘tradición’ de elegir intérpretes hispanos para representar al Redentor. Rocha, en ese entonces un joven actor ya con bastantes tablas teatrales que había sido poco menos que el campeón de los Hamlets, había debutado ese mismo 1965 como protagonista del mediometraje Una alma pura (Juan Ibáñez, 1965) basado en el argumento original de Carlos Fuentes; producción que junto con Tajimara (Juan José Gurrola, 1965, cuento original de Juan García Ponce), compondrían la cinta Los bienamados, ganadora junto con Amor, amor, amor (de la que al principio ambos formaron parte) del tercer lugar en aquel histórico Primer Concurso de Cine Experimental del mismo 1965.
A diferencia de otras cintas que abordan la Pasión y muerte del Rey de los Judíos en forma lineal, el filme de Bracho hace una interesante retrospectiva de la vida del nazareno a 27 años de su crucifixión, a través de los relatos personales de los demás protagonistas de la cinta, cuyas visiones del señero evento difieren enormemente unas de otras, ofreciendo al espectador percepciones humanas más que hechos históricamente precisos, con respecto a las acciones que precipitaron la muerte de Jesús.
La historia es la siguiente: Como producto del azar, Simón Pedro (Víctor Alcocer) vuelve a Roma y se topa con la morada de Pilatos (Julián Soler), quien durante todo este tiempo ha vivido presa de la angustia dada su inacción y tibieza en la sentencia del galileo. Pilatos comparte la vida con su mujer, Claudia (María Teresa Rivas), quien después de años levanta la voz y reclama a su marido su indecisión, confesando que ella siempre recibió pruebas irrefutables de los milagros realizados por Cristo. Una vez que han reconocido a Pedro y lo hacen pasar a su casa, el recuento de los flashbacks comienza, contribuyendo a todos ellos también el relato de Barrabás (Wolf Ruvinskis), el antiguo ladrón que lideró la rebelión contra Roma, ya convertido en ciudadano reformado. Finalmente un experimentado Germán Robles ejecutaría el papel de Caifás, el malévolo líder de los pontífices del Sanedrín y principal instigador del proceso en contra del hijo del Hombre. Completa el elenco la bella Maura Monti en el papel doliente de María Magdalena. La historia se cuenta en cuatro episodios: El proceso de Cristo; El remordimiento; Cristo y la mujer y La sentencia.
EL DATO: Se sabe que el productor de la cinta, Blas López Fandos, inicialmente gerente distribuidor y director de la compañía Películas Nacionales, incursionó en la producción de filmes justamente con esta cinta, y contó con los recursos suficientes para hacer de El proceso de Cristo una película atrayente e interesante por su abordaje del melodrama cristiano. Es bien sabido que envió en viaje de investigación a Julio Bracho a Tierra Santa, con la finalidad de que el director se ‘empapara´ del ambiente histórico de la vida y milagros de Cristo, para así consignarlos lo más fielmente posible en la cinta.
- Cristo 70’ (Alejandro Galindo, 1969)
https://ok.ru/video/2563222342320
De acuerdo con los tiempos que corrían en los atribulados setenta, nuestro cronista del barrio urbano por excelencia, Alejandro Galindo, incursionaba en el cine juvenil con una especie de puesta al día sobre la Pasión de Cristo en que los protagonistas, un grupito de juniors clasemedieros oriundos de la Zona Rosa, están aburridísimos de su monótona existencia y se encuentran en la inopia total con respecto a qué desean hacer de sus -hasta ese momento- malogradas vidas. Como si no existiese una plétora de mejores oportunidades por aprovechar, deciden convertirse en una novel tropa de aeropiratas -previa escucha de una noticia sobre el robo de los caudales de una compañía minera-. Impulsados más por la temeridad y la aventura que por la necesidad, de la noche a la mañana los jóvenes urden un plan en el que secuestrarán el avión que transporta el botín, someterán a piloto y copiloto y la temeraria quinteta, otrora universitaria, huirá con medio millón de pesos, mismos que se repartirán a partes iguales una vez que toquen tierra. Dado que al secuestrar el avión hubo que exigir a la tripulación que aterrizase en un enorme terreno baldío en el estado de Chiapas para no levantar sospechas, el grupo se adentrará en el poblado de San Andrés, donde tras conseguir alojarse en un hotel mintiendo sobre su identidad (se presentan como ingenieros topógrafos que van a estudiar los cuerpos de agua del lugar) librarán los recelos de los lugareños e incluso trabarán amistad con ellos.
El protagonista de la historia es Raúl (Carlos Piñar) joven actor español en quien volvió a materializarse la añeja costumbre cinematográfica nacional de elegir histriones hispanos para encarnar a Cristo. Raúl es el cabecilla del grupo compuesto por Jaime (José Roberto Hill, fenomenal en un sobrio papel de Judas), Pedro (Gabriel Retes), Yeyo (Alejandro Fougier) y Chololo (Enrique Novi). Raúl, eternamente confundido, ha cambiado tres veces de profesión y se ha dedicado a dilapidar en barecillos psicodélicos el dinero que sus acaudalados padres le proveen como mesada para efectos de sufragar la vida escolar. La casa paterna es para él un sitio enormemente cómodo para dedicarse a hacer absolutamente nada un día sí y otro también, siempre en compañía de sus secuaces, quea la sazón se dedican a organizar las francachelas. Como es natural, este es un hecho que su padre Rómulo (Ismael Larumbe) le recrimina a diario y en forma por demás justificada. Padre e hijo sostienen áridas peleas, cuya frase de cierre por parte Raúl es el eterno ‘¡Bueno, pues me voy de la casa!’. Y en efecto, mientras que lo que quisiera don Rómulo es tomarle la palabra al flojonazo, siempre tiene que aparecer la disculpa de la abnegada, consentidora y sobre todo, enceguecida madre, Catalina (Rosario Gálvez), quien no hace más que alcahuetear los movimientos del hijo holgazán, justificando con el consabido pretexto de su condición juvenil, todos sus actos de irresponsabilidad y apatía.
Volviendo al punto nodal de la trama, sucede que en el pueblo de San Andrés -al que los jóvenes llegan-, se prepara la dramatización de la Pasión de Cristo por la Semana Santa. Los pobladores, huelga decir, son exageradamente devotos. Mientras sacerdote (Guillermo Orea), Damas de la Vela Perpetua, presidente municipal y voluntarios piadosos se reúnen en la sacristía de la iglesia local a ultimar detalles para la celebración, Raúl irrumpe de pronto. Bastó para todos echarle una rápida mirada para que su tipo físico (cabello castaño y largo y barba cerrada estilo hippie) evocara de inmediato en los lugareños la imagen del Salvador, que hasta ese momento no tenía actor que lo representase. En tal inteligencia le piden de inmediato que participe en la dramatización, y aunque dudoso, el joven accede con tal de no desatar habladurías y así evitar que den con su paradero.
Tras una larga cauda de eventos que desatan múltiples enfrentamientos entre Raúl y Jaime (sobre todo el protagonismo creciente del primero, quien además, progresivamente se va convenciendo a sí mismo de que su llegada a San Andrés es una especie de señal divina para seguir los pasos de la vida del nazareno y abandonar la suya, antes licenciosa), las diferencias entre ambos se acrecentan y Jaime cada vez se va alejando más del grupo. Es el único que no participa en la representación y es también el único que sigue los noticiarios, donde ya se habla del robo cometido y se abre una investigación. Además, es Jaime quien continuamente exige a Raúl que se reparta el botín entre todos, cosa que no ha ocurrido desde que aterrizaron en Chiapas. La última diatriba entre ambos deviene en tentativa de crimen, ya que los dos desenfundaron sus navajas, evitando sus compañeros un final funesto.
Pues bien, a medida que continúan los ensayos de la festividad, los jóvenes se compenetran cada vez más con los vecinos del lugar. Yeyo y Chololo son convencidos de representar a Dimas y Gestas, conminados por dos jovencitas voluntarias de las que se enamoran; Pedro participa también. Sin embargo, nadie toma el asunto tan en serio como comienza a hacerlo Raúl; comienzan a darse curiosos episodios en que los fieles más exaltados del lugar, convencidos de que él es la mismísima reencarnación de Cristo, le exigen que los bendiga, que les imponga las manos, que le permitan tocarlo; incluso le llaman ‘Señor’, y lo contemplan como si del mismísimo Redentor se tratase. Es por ello que Raúl decide no solo entrar en carácter, sino verdaderamente autoconvencerse de que un propósito más elevando lo ha llevado a representar ese papel, revelándosele esto casi como una epifanía, en la que llega a verse a sí mismo como la encarnación del Mesías.
Es esta la premisa fundamental de la cinta, una metáfora de la etapa final de la vida de Cristo; pues ocurre que extrañamente, todas las acciones que va llevando a cabo no solo Raúl, sino el todo el grupo en su aventura chiapaneca (énfasis en los personajes de Piñar y de Hill) coincidirán con aquellas que rodearon la vida de Jesucristo y determinaron su proceso y muerte: Raúl, elegido para representar a Jesús, como Él morirá en a cruz; Pedro acompañará sus pasos fielmente y en cada oportunidad lo defenderá de Jaime; Judith (la actriz juvenil Karla) quien representará a María Magdalena, se enamorará perdidamente de Raúl y finalmente Jaime, celoso de todo cuanto aquél hace, lo traicionará y delatará, descubriéndolo ante la policía como el autor intelectual del robo.
Es así como el lenguaje litúrgico, podríamos cerrar esta reseña diciendo -como ocurre al final del Sermón de las Siete Palabras-, ‘todo se ha cumplido’, permitiendo que sean ustedes quienes saquen sus propias conclusiones y juzguen la calidad de la cinta. Sin embargo, como comentario adicional, deseo mencionar que aunque la línea argumental del filme era enormemente prometedora (sobre todo aterrizada la historia en la dinámica de la rebeldía juvenil de la época), lo cierto es que las situaciones se perciben algo forzadas. Varios actores se notan sobreactuados (sobre todo Rosario Gálvez y Guillermo Orea (algo extraño en este último, pues era un gran histrión). Por otro lado opino que otras ejecuciones adolecen de lo contrario y no resultan solventes, careciendo de fuerza histriónica (como ocurre en los casos del propio Piñar y de Karla). No obstante, deseo destacar la participación de José Roberto Hill, quien está perfectamente contenido en un papel que fácilmente podría habérsele salido de las manos a cualquier otro actor joven, pues Judas siempre representa un reto cinematográfico dada su decisiva y determinante participación en la Pasión y muerte de Cristo; sin embargo, Hill brinda una actuación redonda, sin exageraciones ni protagonismos innecesarios. Amén de todo lo anterior y en honor a la verdad, realmente no es a mí, insisto, a quien toca hacer una crítica, sino a todos ustedes.
- El Elegido (Servando González, 1975)
La producción fílmica de Servando González es sencillamente ejemplar. Y no lo menciono por ser uno de mis cineastas predilectos (sí, a pesar de los pesares, pues estamos juzgando aquí su trabajo como realizador y no como funcionario del aparato propagandístico de la presidencia de la República al menos en tres sexenios), sino porque su producción fílmica es representativa de un compromiso con la calidad: Historias que se tradujeron en poderosas líneas argumentales, realizaciones que sin enorme cantidad de recursos, siempre demostraron un hábil manejo del lenguaje cinematográfico y una sensibilidad artística por demás evidente que le valieron a sus filmes ser celebrados tanto dentro como fuera del país, son elementos que consagran a Servando González como uno de los directores nacionales más eficientes en el medio, y que en mi opinión, merecería ser revalorado como un todo-terreno de la cinematografía nacional.
Responsable de metrajes emblemáticos que ya forman parte de nuestra identidad fílmica, como han sido la memorable Viento negro (1964), la sobrecogedora y oscura El escapulario (1966), o la corrosiva y mordaz Los mediocres (1962), Servando González fue lo suficientemente inteligente como para encontrar una forma de hacer cine que logró compaginar a la perfección calidad argumental, sensibilidad artística y éxito en taquilla, cosa pocas veces vista en nuestra industria cinematográfica, cuyas búsquedas formales han pecado de abismarse por lo general, en el logro de uno de los tres rubros. Sin embargo, los trabajos fílmicos de González demuestran que cuando se es lo suficientemente talentoso, es posible conjugar estos tres elementos para logar producciones que dejen huella.
Tras desempeñarse como documentalista para la presidencia de la Republica en los periodos de Ruiz Cortines y de López Mateos, el realizador recibió varios premios internacionales por sus entregas fílmicas sobre la cultura y las tradiciones de nuestro país. Sin embargo, probaría las mieles del reconocimiento mundial nada menos que con su primer largometraje, la magistral Yanco, cinta filmada en 1960 de manera independiente con fotografía de Alex Phillips Jr., y que actualmente se conserva en el Museo Guggenheim de Nueva York por ser un documento fílmico de gran envergadura.
Sin embargo, en esta oportunidad reseñaremos un filme igualmente destacado, pero que hace referencia al melodrama fidelista sobre la Pasión de Cristo: El Elegido (1975). Basada en la obra homónima del dramaturgo Carlos Solórzano, en lo personal, podría calificar esta singular realización como una cinta que toca el género bíblico a la mexicana, dado el abordaje ácido que sirve de palestra a la fortísima crítica que ejecuta el realizador en torno a una celebración que, dado su carácter masivo, es sujeto de ser aprovechada por toda clase de grupúsculos con múltiples intereses para lograr ciertos fines, sobre todo de carácter político y económico. González devela cómo la representación de la Pasión y muerte de Jesús en la comunidad de fieles de Iztapalapa se convierte en una arena de choque de intereses, donde la festividad pierde su carácter místico y comunitario para transfigurarse en un fenómeno mediático de grandes proporciones, donde todo aquel que toma parte, lo hace movido por la codicia o por la necesidad, más que por un convencimiento real basado en la fe.
El protagonista de la historia es Andrés (Manuel Ojeda), cuyo padre (ya fallecido) encarnó en el pasado en tres ocasiones al nazareno en la representación de Iztapalapa, por lo que los pobladores del sitio consideran al hijo el sucesor natural de la responsabilidad que alguna vez recayó en el padre. Andrés es, de tal suerte, el elegido de las autoridades eclesiásticas y civiles, además del de una nutrida caterva de fieles de barrio, para personificar a Cristo. Sin embargo, lo que todos ellos ven como regalo divino, Andrés lo considera una maldición, puesto que a lo largo de su vida ha sido duramente sometido por sus padres, fanáticos religiosos que, tocando el paroxismo de la represión, le prohibieron incluso sostener relaciones sexuales hasta ya bien entrado en la edad adulta. Así, resulta natural que el protagonista no desee tener absolutamente nada que ver con la religión.
Sin embargo los organizadores de la dramatización, sabedores de que Andrés se rehúsa a ejecutar el papel de Cristo, conminan a la autoridad civil a contratar a un grupo de torvos sujetos que le propinan tremenda golpiza con el fin de que acceda a lo que ellos consideran su deber. Tras el brutal episodio en que lo dejan malherido, Andrés es ayudado por Paz, la bronca (Katy Jurado, espléndida) una vendedora de verdura en el mercado local que ha sido destinada a ejecutar el papel de Magdalena. Paz tiene cuatro hijos de disantos padres, además de haber sido violada de niña y empujada a la prostitución en la adolescencia por su propia madre. Tras llevarlo a su casa y mientras cura sus heridas, Paz comienza a acariciar el cuerpo de Andrés sugerentemente y terminan teniendo relaciones sexuales, cuyo producto natural será otro niño. Andrés abandona la ciudad por un buen tiempo para evitar que vuelvan a buscarlo por no desear representar a Jesús, trabajando como taxista en la ciudad, y mientras esto ocurre, se ve en secreto con Paz en hoteles de mala muerte para compartir su amor, además de que siempre le brinda apoyo económico para la manutención de su hijo. Las escenas de intimidad entre Ojeda y Jurado están verdaderamente bien logradas, pues a pesar de sus carácter marcadamente tosco y decadente, resultan de una realidad inmediata y de una ternura impresionantes.
Paz es la única persona que comprende las razones de Andrés para rehusarse a representar a Cristo en la Pasión. Ella guarda silencio con respecto a su paradero y lo apoya en todo, pues son dos almas atormentadas que se comprenden, además de que ahora tienen un hijo. Sin embargo, los preparativos para la representación no cesan, y presas de lo que podríamos llamar histeria supersticiosa, las autoridades a cargo de la festividad no cejan en su empeño de encontrar a Andrés (aunque tienen un sustituto que a nadie le agrada pues se presume homosexual, lo cual es poco menos que una afrenta para representar al Mesías).
Por otro lado, los ensayos son un verdadero homenaje a la chacota, puesto que, haciendo gala de una estupenda dirección de actores, Servando González logra hacer captar al espectador que los pobladores toman el evento a juego, a pesar de lo comprometidos que dicen estar para participar. Se pasa revista en forma chusca a una serie de personajes plenamente populares que no hacen más que exhibir en tono folklorista y arrabalero el comportamiento del mexicano de un barrio promedio de la periferia urbana, miserable y poco educado, donde se perciben ciertos atisbos de religiosidad a los que en realidad subyacen la superchería y la irrespetuosidad. Confluyen aquí el irreverente vendedor de chicharrones (un José Carlos Ruiz en pleno dominio de sus facultades histriónicas que no merecen menos que una ovación de pie) a quien le destinan el papel de Judas. Se encuentra también el dueño de la pollería, Don Pancho (Héctor Suárez, que no se queda atrás) quien va a representar a Caifás, y que está más versado en las lides del albur popular con sonsonete de barriada (al preguntarle Paz si ‘tiene piernitas’ para hacer un caldo, él replica ‘sí, quiere que se las abra?’) que en representar su papel en la dramatización. Para completar tan exótico cuadro, aparece también el cofrade mayor (Salvador Sánchez), la joven ignorante que representará a María (Patricia Reyes Spíndola), el cura español que intenta llamar al orden a semejante caterva de pintorescos personajes, sin lograrlo (Enrique Pontón), así como el obispo (Guillermo Álvarez Bianchi) que al ir a supervisar cuánto de lo ‘donado’ por la televisora local (que trasmitirá el evento en vivo) va a tocarle a la iglesia, los personajes antedichos, en una viñeta por demás folklorizante, lo reciben con una porra que dice así: ‘¡Rifle, cañón y escopeta, rifle, cañón y escopeta, al señor obispo se le respeta!’
Tras el anterior breviario para contextualizar (que para cualquier celebración litúrgica se antoja poco menos que demencial) llega el día en que ha de comenzar la representación. A base de master shots el director nos muestra los preparativos de todos los personajes que participan en ella, con la finalidad de comunicar la condición masiva del evento. En medio del ímpetu por la caracterización y la posterior escenificación, Paz deja a su bebé (el hijo de Andrés) y a sus demás hijos de entre 3 y 9 años, al cuidado de una joven conocida. Los niños (también caracterizados), juegan a ponerse máscaras y sucede que al bebé le ponen en la cabeza una bolsa de plástico; este se asfixia y muere, con lo que la cuidadora corre a avisar a Paz, que está en plena representación piadosa.
Huelga recontar aquí la poderosa escena del velorio del niño, en donde todo el pueblo ya caracterizado, abandona la representación (previo aviso al cura) para acompañar a Paz en tan grave trance. No obstante, el velorio se convierte en una oda al desenfreno y a la disipación; todos se embriagan, nadie respeta el dolor de Paz ni la conforta realmente; resulta increíble que una noche de tal modo funesta se preste para alardear en tono de guasa de una religiosidad que realmente nadie posee. El bebé muerto es ataviado como niño Dios, lo que imprime mayor dramatismo y fanatismo al momento. En medio de todo ello irrumpe en la casa Andrés, quien ha sido avisado por un hijo de Paz de lo que ha ocurrido. Ante la sorpresa de todos los concurrentes que lo miran poco menos que azorados, nadie sabe que el niño era su hijo, pero quienes aún están medianamente sobrios comienzan a sospechar. So pretexto de enjugar su pena y su dolor, Andrés se embriaga también, y decide entonces representar a Cristo. Paz le suplica que no lo haga, pero la decisión está tomada. Tras la masiva borrachera, salen todos al amanecer (cruda de por medio) para volver a tomar sus lugares en la representación. Son reprendidos por el cura, quien se sorprende igualmente de ver ahí a Andrés. Se despide al sustituto y se atavía al elegido. Merece especial mención la secuencia del Via Crucis, donde Andrés, resintiendo los efectos de la borrachera, del dolor y de la culpa, morirá antes de que la cruz sea alzada en el punto más alto del Cerro de la Estrella.
El dato: Como documentalista, Servado González había cubierto más de una vez la Pasión de Cristo en Iztapalapa, por lo que incluyó escenas reales de la representación en esta película.
- BONUS: Semana Santa en Acapulco (Via Crucis nacional) Luis Alcoriza, 1981
He elegido este último título en la inteligencia de presentar una cinta que, si bien encuentra derrotero argumental en los días de la Semana Mayor, su premisa fundamental no versa en torno a la conmemoración de la Cuaresma, sino que se centra en una historia que relata una larga cauda de eventos desafortunados sufridos por un entusiasta grupo de viajeros nacionales que, tras trabajar arduamente todo el año, buscan vacacionar en un destino turístico internacional de gran envergadura como es Acapulco. Sin embargo, más pronto que tarde el grupo conformado por Silverio o ‘Chato’ (David Reynoso), Chabela (Lucha Villa), Benito (Luis Manuel Pelayo), Yolis (Tere Velázquez) y Goyito (Gabriel González) comprobarán que el bello puerto no es como lo pintan, y lo que esperaban que fuera una vacación de ensueño, se convierte justamente, en un via crucis.
Rodada en 1979 y estrenada un par de años después, Luis Alcoriza buscó en esta farsa populachera seguir la línea argumental satírica de la exitosísima Mecánica Nacional (1971) aunque con variantes. Si bien Semana Santa en Acapulco presenta algunos buenos momentos (sobre todo aquellos con los que cualquier mexicano que haya vacacionado con poco presupuesto en su propio país, puede empatizar), la trama resulta por demás formuláica y peca de didactismo. Se busca exaltar la crítica social con tintes tragicómicos, quedado la historia reducida a una viñeta sensiblera que presenta la triste realidad que es el enaltecimiento del turismo internacional frente al nacional en los destinos de playa, donde el extranjero posee medios económicos de sobra para disfrutar de un esparcimiento vacacional pleno y poblado de los beneficios que provee el dinero, frente a los siempre ajustados medios con que cuenta el vacacionista nacional, quien debe ahorrar y calcular los recursos con que cuenta para lograr pasar un descanso medianamente de calidad sin morir en el intento.
La trama es así: Chato y Chabela son marido y mujer, y son dueños de la tintorería El desmanchón, donde trabajan arduamente. Tienen un hijo, Goyito, quien tiene cerca de 8 años. Chabela tiene una hermana, Yolis, de la cual está perdidamente prendado (que no enamorado) el mejor amigo de Chato, Benito, que es un sujeto concupiscente en extremo, cuya finalidad en las vacaciones será llevar, por cualquier medio, a Yolis a la cama. Los cinco salen juntos hacia Acapulco casi al mediodía de un sábado en la camioneta de la tintorería, con lo cual la carretera ya está repleta. Sufren un percance mecánico, y dado que no posen seguro para llamar a un agente que los saque del atolladero, aciertan a pasar por ahí dos monjas y un cura que viajan hacia la ciudad de Taxco. Contra todos los pronósticos, es una de las monjas quien ayuda a Chato a componer la camioneta, con lo que logran llegar al puerto, pero ya muy tarde. Es por ello que pierden su reservación de hotel y deben emprender un peregrinaje por encontrar dónde pasar la noche. Chato debe sobornar al administrador, quien les ofrece una habitación de servicio que deben pagar por adelantado y abandonar a la mañana siguiente. Ellos la aceptan a regañadientes, pero es mejor alojarse ahí antes que dormir en la calle. Al día siguiente salen hacia la playa, que está abarrotada, y donde la mayoría de los bañistas son norteamericanos (y aunque sean de otra nacionalidad, los protagonistas de la historia siempre calificarán a todos de ‘gringos’). Son estos quienes gozan de trato privilegiado, pagan en dólares y despilfarran a placer, mientras que los turistas nacionales, como el grupo de clase media baja que nos ocupa, tiene la situación en contra. En los restaurantes y bares los precios son muy altos; por medio de sobornos viajeros con más recursos obtienen habitaciones previamente reservadas por turistas nacionales que pagaron un adelanto; para lograr acceder a un lugar de moda, siempre hay que pagar una ‘mordida’, el soborno es la moneda de cambio del lugar para ahorrar tiempo y obtener las mejores oportunidades; la miseria se palpa en los niños y jóvenes que tienen que cantar y hacer cabriolas ridículas para entretener extranjeros a cambio de unas cuantas monedas. En medio de este panorama, el grupo en cuestión sufre todas y cada una de las situaciones antedichas. Tras una mañana entera consumida en buscar restaurante que sirva desayunos y almuerzos, se topan con una pareja de turistas nacionales por medio de quienes logran entrara a un restaurante y lograr comer algo, aunque los precios resultan exorbitantes, y Chato y Benito no logran entender cómo todos los costos están exhibidos en dólares. Chato utiliza esta larga escena como palestra de pseudoanálisis filosófico de tintes populacheros que encuentra su epítome analítico en los lejanos tiempos de la Conquista, de donde según el personaje interpretado por Reynoso, nacen todos nuestros complejos y nuestras taras como sociedad. El resultado del análisis es una acre lamentación de las vejaciones sufridas por el sufrido pueblo mexicano que, en la época en que la película tiene lugar (1979), se traducen en una crónica falta de empatía, de solidaridad, de apoyo mutuo entre ciudadanos. Sobra decir que el análisis se queda corto, y lejos de ser propositivo, se abisma en inanes clamores que no encuentran interlocutor y que no ofrecen una solución real al problema.
En fin, que tras lograr librar el segundo día divirtiéndose hasta donde sus recursos lo permiten, los protagonistas nuevamente no tienen donde pasar la noche; buscan dormir en la playa, pero los desalojan dado que es privada y está prohibido pernoctar ahí. Alguien les comunica que un billar cercano renta las mesas de pool y de carambola por la noche como camas, y resulta proverbial la escena donde los cinco, que duermen juntos en una mesa, deben cambiar de posición al unísono para no cansar el cuerpo de un solo lado. A la mañana siguiente después de almorzar, mientras Benito y Yolis pasan el día en la playa, un amigo de él les presta su habitación para poder tener relaciones sexuales, pero para desgracia de él, Yolis se intoxicará con camarones y será imperativo llevarla a la Cruz Roja). Por su parte, Chato y Chabela se dan a la tarea de buscar un habitación donde quedarse esa noche; la encuentran en un hotel cercano donde Chato manosea a una recamarera, con lo que su mujer se molesta sobremanera y le reclama su actitud. Se reconcilian y hacen el amor. Nadie advierte la falta de Goyito, quien al verse solo en la playa cree que lo han abandonado. Inopinadamente hace cabriolas frente a un grupo de gringos quienes le dan dinero creyendo que es un huérfano, y después se unirá a un cantante de ranchero quien también le permitirá colectar.
Tras despertar, Chabela y Chato advierten que el niño no está; Benito pide a Chato que lo acompañe en la camioneta a llevar a Yolis a la Cruz Roja, mientras que Chabela deambula por la paya para buscar al niño, sin éxito. Su periplo se torna en franca desesperación cuando a la medianoche sigue sin encontrar a su hijo. La situación se torna francamente inverosímil, pues Chabela se une a un grupo de hippies gringos que beben y fuman marihuana en plena playa, secuencia que además se antoja gratuita y no apoya en nada a la trama. Ella se emborracha y tras cantar con voz ahogada de tristeza, la policía llega al advertir el desorden, y detiene a quienes no logran correr del lugar a tiempo. Llevan a Chabela a la delegación donde se encuentra con Chato, quien ha golpeado un auto deportivo con su camioneta trasladando a Yolis a la Cruz, y tras pagar su propia multa, debe pagar también la de su mujer. Ambos dan parte a las autoridades de la desaparición de su hijo, y salen del Ministerio Publico para ir a un restaurante a cenar algo; se sorprenden gratamente de encontrar a su hijo comiendo y bebiendo en el mismo sitio con todas las propinas que ganó cantando.
Chabela se queda con su hijo y con Yolis en la habitación de hotel, mientras que los varones salen a relajarse después de tan funestos acontecimientos. Entran a un bar donde el precio de la botella es exorbitante, alternan con dos mujeres que resultan ser ficheras y prostitutas, quienes los conducen a un hotel de poca monta después de cargarles el costo de sus tragos en el bar. Al negarse ellos a pagar por un servicio que no solicitaron, el proxeneta que las regentea los amenaza con un arma blanca y tienen que entregarle el poco dinero que les queda. Duermen en la camioneta agotados y burlados, y a la mañana siguiente, que es momento de volver a la ciudad, mienten a Chabela y a Yolis, diciendo que los asaltaron la noche anterior.
Una vez que las ‘vacaciones de terror’ han terminado, llegan a casa solo para descubrir que la tintorería ha sido robada. Buscan llamar a una patrulla que nunca aparece, y les dan aviso de que lo que deben hacer es ir a levantar un acta a la delegación. Chato, al escuchar ruidos en la azotea, piensa que los asaltantes deben seguir ahí; saca su pistola y sube, pero al no encontrar a nadie, se molesta sobremanera y lanza tres tiros al aire, lo que hace que de inmediato se presenten -ahora si- tres patrullas, que desde abajo le apuntan como si fuera un criminal, y le ordenan que baje ipso facto para arrestarlo.
Hay que decir que queda aquí bastante eclipsado el humor negro antes habitual y abordado con maestría en las realizaciones de Luis Alcoriza. Las interpretaciones, sobre todo las de la pareja principal, pecan de sobreactuadas, confiriendo un dejo exageración a una trama que, contenida, pudo haber dado mejores resultados. Din embargo, no será difícil que el espectador logre empatizar e Identificarse con las situaciones presentadas, sobre todo, aquellas en que la desesperación y la injusticia hace presa de los vacacionistas mexicanos. Asimismo, en la actualidad las situaciones descritas en el filme han llegado a su extremo: El encarecimiento de los viajes de placer es por demás evidente, además de que el poder adquisitivo del turista nacional en s propio país, sigue en gran medida siendo superado por el del extranjero, hecho que en honor a la verdad, continúa siendo un despropósito total.
El dato: Alcoriza, que se volvió el crítico de las taras sociales mexicanas tanto en el espacio urbano como en el rural en forma de un inteligente humor negro, inició su carrera en Mexico como actor, y paradójicamente, interpretando un papel sumamente serio (por no decir doliente) que nada tendría que ver con los temas que se volvieron predilectos en su producción fílmica: Interpretó el papel de Jesucristo dos veces, hazaña que no volvería a repetir en adelante, mucho menos tratando temas tan incisivos y tragicómicos en sus realizaciones como director.