Por Lucía Roitbarg
EscribiendoCine | CorreCamara.com
Anna Karenina (2012) elige un relato clásico para romper el clasicismo desde la puesta audiovisual, combinando locaciones cinematográficas con un gran escenario teatral. La elección es sin duda un logro, pues el producto final es un film original, distinto, ágil y de gran exquisitez visual.
Es el año 1874, Anna (Keira Knightley) es una joven aristócrata casada con Karenin (Jude Law), un oficial de alto rango del gobierno ruso, con quien también tiene un hijo. A pedido de su hermano Anna viaja de San Petersburgo a Moscú para convencer a su cuñada que no abandone a aquel a pesar de sus infidelidades. Allí conoce al Conde Vronsky (Aaron Johnson), un joven militar que se deslumbra con Anna, al igual que ella con él. Aunque todas las señales les indican la imposibilidad de consumar dicho amor, ambos eligen seguir sus sentimientos sin medir las consecuencias que el adulterio puede generar en la sociedad en la que viven.
Si bien la adaptación de la novela de Leon Tolstoi se cuenta respetando la cronología de los hechos, el director apuesta a los códigos propios del teatro para proponer otras formas espacio- temporales. Al moverse la mayoría de la veces entre “escenografías teatrales”, los personajes son los que significan el espacio y el tiempo, y no tanto los cortes de planos. Es decir, hay un montaje interno dentro de la imagen: se superponen decorados que articulan diferentes espacios (el adentro y el afuera por ejemplo) que, en algunas oportunidades, también funcionan marcando los pases de tiempo. Siempre lo teatral está al servicio de lo cinematográfico, si bien ambos están conjugados de una manera muy armoniosa.
Tanto los decorados, como el vestuario, el maquillaje o los peinados parecen replicar con gran fidelidad la época del film. Entre esta faceta más realista y aquella que parece montar una gran obra teatral más alejada de los cánones del realismo se produce una tensión que favorece al relato. Se dejan traslucir dos caras de una misma historia: una de ellas es la que debe ser y la otra la que es. Es en esa línea que se debaten los personajes de Anna Karenina, la artificialidad e hipocresía del mundo de la aristocracia rusa contra la fuerza de los sentimientos que deben quedar ocultos por temor al castigo social.
La música es otra gran protagonista del film, si bien toda la banda sonora está al servicio de la musicalidad general que pretende componer la película. Todos los elementos, visuales y sonoros, contribuyen al drama principal, sin embargo, quizás a causa de un absoluto cuidado de estos, la emoción pareciera perder algo de protagonismo. La película se demora en escenas que aunque ayudan a dar color podrían perfectamente haberse eliminado y aquellas que contribuyen al clímax de la historia se cuentan de modo precipitado.
Puede o no convencer esta propuesta del director Joe Wright pero apuesta a nuevas formas de contar cuando hoy en día las grandes producciones traducen mayor presupuesto en cantidad de efectos artificiales. Por eso algo novedoso y de calidad como este película es una manera de renovar el cine.