Por Pedro Paunero
Desde tiempos homéricos sabemos que cada hombre vuelve con la guerra a casa.
Desde la primera escena de “The Return” -que narra lo sucedido tras la vuelta de Odiseo a Ítaca-, a las olas del mar “color del vino” se anteponen los hilos del tapiz de Penélope, del mismo color. Más adelante se derrama sangre humana, que la tierra absorbe, y la cámara se detiene ahí, con nuestra mirada subrayando el hecho. Así, sangre, vino y tapiz se entrelazan en un unívoco símil de lo vivo: el fluido en el tiempo corporal, el producto líquido obtenido tras la vendimia que es, igualmente, la suma de estaciones, tierra, lluvia y sol y el tiempo humano, retenido, comenzado, y recomenzado, cada vez que Penélope destruye los hilos. En una palabra, en las manos del que derrama la sangre, de quien cosecha y de quien teje, está el poder de terminar con una larga espera, siempre puesta en abismo.
Para una película como “The Return”, que tiene un memorable y digno antecedente en la mini serie de The Hallmark Channel, “Odisea” (Andrey Konchalovskiy, 1997), con Armand Assante en el papel de Odiseo y Greta Scacchi en el de Penélope, se necesitaban actores de carácter, su director, Uberto Pasolini -sobrino del célebre y nobilísimo Luchino Visconti y no del rojillo Pier Paolo-, los encontró en Ralph Fiennes, como Odiseo y Juliette Binoche, como Penélope, una dupla actoral que sostiene el peso existencial de sus personajes bajo el efecto, tanto directo como “colateral”, que la guerra ha dejado en ellos. La sombra de una ignífera Ilión ha sido, pues, larga y ha arrastrado en su caída al mismo orden natural de las cosas.
Todo en Ítaca ha sido devastado, sin ser Troya, y todo en Odiseo lo ha sido igual, sin ser Príamo, al grado que deambula como un sonámbulo y, en una escena equívoca, es mordido por uno de los perros del fiel porquerizo Eumeo (Claudio Santamaría), cuando puede, por fin, ponerse de pie en la playa y echar a andar hacia su palacio.
En “Paseo por el amor y la muerte” (A Walk with Love and Death, 1969), dirigida por John Huston, en una loable adaptación de la bella novela de Hans Koningsberger que nos ofrecía el debut de Anjelica Huston, el viaje desde tierra adentro al mar (símbolo de escape frustrado), se muestra como un panel de Brueghel, repleto de personajes tan coloridos como mortales. En “The Return”, el Ser para la Muerte de Heidegger, lo es, así mismo, porque es capaz de producirla. El cuerpo de Odiseo es el territorio de altísima devastación y lleva en sí, aletargada, la venganza, adelantándose al “Titus”, de Shakespeare, que expresa:
“La venganza está en mi corazón, la muerte en mis manos” (Acto Tercero. Escena 3).
“The Return”, es la única película que incluye el célebre verso del perro Argos, del canto XVII de la Odisea, que ha contribuido a afianzar la reputación de nuestros cánidos como “los mejores amigos del hombre”
“(…) allí estaba tendido Argos, todo lleno de garrapatas. Al advertir que Ulises se aproximaba, le halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas ya no pudo salir al encuentro de su amo; y éste, cuando lo vió, enjugóse una lágrima que con facilidad logró ocultar a Eumeo (…)
Como en “Troya” (Wolfgang Petersen, 2004) y “Troya. La caída de una ciudad” (Troy: Fall of a City, 2018), la película prescinde del panteón combatiente, así como del catálogo de seres fabulosos del viaje y se centrará, precisamente, en los breves momentos antes, y los dolorosos acontecimientos posteriores, a la dulce muerte de Argos que, en “The Return”, muestran a un Odiseo que no tiene empacho en acariciarlo y por quien derramará lágrimas que le descubrirán ante Eumeo.
El Odiseo de Fiennes, avejentado y ensimismado, está apenas dispuesto a cambiar “el mundo de Odiseo”; se trata de un ser autocontenido que, sabemos, estallará en violencia decidida. Los perversos pretendientes tienen un sino marcado, pero este Odiseo mata con dolor. Y Penélope, eterna quasi viuda, lo recibe sin entusiasmo. En los breves segundos dedicados a Argos, comprendemos que la fidelidad canina de “este” perro, bien puede ser proto consciente. Es el único personaje de la película que vive para alcanzar un solo instante y después morir. Argos mantiene a la muerte a raya. Luego la deja pasar, como Odiseo pasa, dejándole ya despojo en el suelo. Argos, como todo perro del mito., es el psicopompo y el portero. Todo se desata después de su muerte y nosotros asistimos, entonces, al drama de la violencia. El palacio se torna tablero de la “pólemos” y los suelos, manchados por los despojos que han arrojado los pretendientes, se empapan de sangre humana. . Troya ha vencido en Ítaca porque, quiéranlo o no, para Odiseo, Penélope y Telémaco, hace mucho que la isla ha dejado de ser un hogar.
La impresionante fotografía de Marius Panduru sobre mar, roca, marea, y del conjunto en total, recuerda en cierta forma a las películas de Sergei Parajanov, como “El color de las granadas” (Sayat-Nová, 1969), en las cuales el color conforma lo orgánico: la sangre en el agua bien puede ser jugo de granadas.
Telémaco (Charlie Plummer), sólo puede rebelarse ante la vuelta del padre, y unírsele después, durante la escena de “la propuesta del arco”, que la adaptación de Hallmark Channel resolvía de forma espectacular. Pero la visión de Fiennes, con musculatura y venas resaltadas, mientras logra fácilmente encordar el arco, hacer pasar la flecha por los ojos de las hachas, y después empapado de la sangre rival, es la viva imagen prototípica del citado “Titus” shakesperiano, cuya adaptación post moderna dirigió Julie Taymor en 1999.
Pasolini no logra dos cosas, transmitir la auténtica sensación de primitivismo correspondiente a la Edad de Bronce, que una película sensualista como “Jóvenes Afroditas” (Mikres Afrodites, Nikos Koundouros, 1963), situada en un tiempo posterior -el Siglo II a. C.- en un entorno pastoril, que conjuga piedra, agua, tierra y el descubrimiento de la sexualidad, consigue con pocos trazos, ni dejarnos con la sensación de obra redonda, acabada. Por momentos, un dejo de vacío argumental atraviesa la filigrana de su puesta en escena, amenazando el resto.
El guion, escrito por dos personalidades como el dramaturgo británico Edward Bond, nominado al Oscar por su trabajo en “Blow-Up” (1966) de Michelangelo Antonioni y John Collee, autor de “Master & Commander” (Peter Weir, 2003), denota la clara intención de buscar un punto en común entre el actuar específico del Odiseo de la Edad del Bronce y el hombre del Siglo XXI. Lo encontraron, sin duda, en el trauma de post guerra con que “The Return”, nos hiere los ojos.
La Odisea, por lo tanto, conserva su universalidad y atemporalidad intactas. Una vez más, en sus casi tres milenios de existencia, ha cumplido.