Por Pedro Paunero

“Campamento sangriento” (Sleepaway Camp, Robert Hiltzik, 1983), pertenece a ese tipo de “Slashers” crepusculares que subsana una serie de muertes insulsas –a diferencia de otros representantes más “dignos” del subgénero, cuyo derramamiento de sangre (sus asesinatos, a cuál más sangriento y creativo que el anterior) es sustento y motivo de ser-, con un final esperpéntico, que saltaba a los ojos del espectador como un nocaut, poniéndolo a dudar de lo visto, y replanteándose así, toda la película.

La adolescente Angela (Felissa Rose, en el papel de su vida), fue testigo muy cercano, cuando era niña (interpretada, a esa edad, por Colette Lee Corcoran), de las muertes accidentales de su padre, John Baker (Dan Tursi), y de su hermano Peter (Maximo Gianfranco Sorrentino), mientras se divertían en un velero, anclado en un lago. A partir de entonces, traumatizada (jamás emite una palabra, y va por ahí, con cara de abstracción, en ocasiones, y con grandes ojos asustados en otras), vive con su tía Martha (Desiree Gould), una pesada y tontorrona doctora, y su protector primo Ricky (Jonathan Tiersten). Son enviados al campamento Arawak, donde se verán rodeados de un personal masculino en gran medida pervertido, como el sucio –literal, y metafóricamente hablando- cocinero pederasta Artie (Owen Hughes), o Mel (Mike Kelin), el maduro monitor que se la pasa fumando puros, y pretende ocultar las muertes que se sucederán de repente, así como a la frívola, engreída y precoz Judy (Karen Fields), otra chica de visita en el campamento, a quien fascina el coqueteo y le tiene antipatía, así como Meg (Katherine Kamhi), la monitora carente de ética y –se insinúa- tiene amoríos con Mel.

Pero, en Arawak, también hay gente buena, como la dulce monitora Susie (Susan Glaze), y el atlético jefe de monitores, Ronnie (Paul DeAngelo) quienes, una vez desatada la serie de asesinatos misteriosos, serán quienes se salven, a diferencia de aquellos que demuestren conductas depravadas, o muestren una tendencia sexualmente activa –por el contrario, Paul (Christopher Collet), mostrará interés amoroso real en Angela-, en cumplimiento con uno de los clichés del subgénero.

La película no indaga en la originalidad, sino que se complace en los elementos más visibles del slasher, como las adolescentes semidesnudas –aquí también hay un muestrario generoso de torsos desnudos y de traseros masculinos-, su erotismo inquietante, un rimero de chistes escatológicos, el trauma infantil que, pioneros como “El fotógrafo del miedo” (aka. El fotógrafo del pánico/Tres rostros para el miedo; Peeping Tom, Michael Powell, 1960), habían presentado muy convincentemente décadas antes, o que sobresalientes slashers como “Halloween” (John Carpenter, 1978), habían desarrollado mejor, así como un “dechado” de pésimas actuaciones –casi una exigencia del subgénero-, y un campamento veraniego -el entorno natural, aparecido ya como marco de “Los sentenciados” (The Burning, Just Before Dawn, Tony Maylam, 1981)- donde, en lugar de la seguridad exigida a tales sitios, los personajes (muy jóvenes, motivo de pánico paterno) se encontrarán con una geografía de terror, que la paradigmática “Viernes 13, parte 2” (Friday the 13th Part II, Steve Miner, 1981), que mucho le debe a la película de Mario Bava, “Bahía de sange” (aka. Reazione a catena/A Bay of Blood; Ecologia del delitto, 1971), encabezara.

A pesar de esto -y con esto-, la célebre y modélica “Final Girl”, que tantos sesudos ensayos ha producido (una heroína virginal que sobrevive a la matanza, y que pone el dedo sobre la llaga de lo moralinas que son estas películas, donde mueren los sexualmente activos, aunque una parte de la crítica haya querido ver un acto de feminismo en esta supervivencia), brilla por su ausencia en la que nos ocupa, y su banda sonora resulta bastante anodina cuando recordamos filmes como “Psicosis”, “Halloween”, “Viernes 13” o “Just Before Dawn” (Jeff Lieberman, 1981), relevantes títulos del subgénero –o asociados al mismo-, que han hecho uso magistral de la música y del sonido,

Una vez que el subgénero diera muestras de agotamiento –faltaba un año para que “Pesadilla en la calle del infierno” (aka. Pesadilla en la calle Elm, A Nightmare on Elm Street) de Wes Craven, lo renovara, introduciendo el elemento sobrenatural personificado a través de Freddie Krugger (Robert Englund, en el papel que lo encasilló de por vida, para fortuna suya), y que ataca a través del mundo onírico-, los productores y directores se dieron a la tarea de añadir esos elementos, al cual más sangriento o sorpresivo, por lo que le pidieron al joven Archie Liberace –que no aparece acreditado en la cinta- que prestara su cuerpo para interpretar a la “Angela” desnuda que, en la revelación final, resultará no ser una chica, sino un chico. Angela habría muerto en el accidente del lago y, desde entonces, habría sido su hermano Peter quien habría asumido su identidad. La escena –que intentaba superar aquellas revelaciones o finales chocantes de “Viernes 13” (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) y “Psicosis” (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960)- exigió el vencer la timidez del hasta entonces –y después- desconocido Archie a tal grado que, en alguna declaración en un documental posterior, confesarían que este tuvo que beber hasta emborracharse para poder hacerla. Los espectadores, literalmente, se quedaron boquiabiertos con esta sorpresa digna del Gran guiñol, y se preguntaron si realmente habían visto unos genitales masculinos en el cuerpo de Angela, mientras esta sostenía un cuchillo en una mano y la cabeza cortada de Paul en la otra, a la vez que emite gruñidos amenazadores.

Con dicha escena, icónica, el filme bien podía ser reclamado en el listado de películas LGBT, aunque su intención primaria –como pasa con todo el cine de explotación, muchos de cuyos títulos incluyen mujeres en roles de igualdad de sexos, o de sumisión masculina- no sería tal, y sí, involuntaria y equívocamente, una cinta cuyo sutil homoerotismo –los escarceos de Paul hacia la Angela-Peter- sería motivo de rechazo –y de trauma para el personaje principal-, por haber descubierto a su padre en un acto homosexual –y travestido a la fuerza, por la tía que deseaba tener no a otro niño, sino una niña-, haciendo de esta una película con un cariz realmente homófobo. Siendo así, no queda sino ver y analizar, esta película, en su contexto.            

“Campamento sangriento” es el mejor ejemplo de cómo un final, absolutamente inesperado pero de pésimo gusto, salva por completo una película que es, en esencia, un bodrio –se la considera de culto, y una de las más vistas durante la pandemia de Covid-19-, en un subgénero de por sí barato, pero que cumple con la premisa más simple del cine popular que es la de divertir y servir de catalítico psicológico en el público: “yo sobreviví a la experiencia, y vivo para contarla”.     

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.