Por Gustavo Ambrosio

Los pueblos originales (no originarios) de América Latina, los nativos, han soportado, desde el siglo XVI, una interminable serie de acosos, traiciones, explotación, imposición cultural, religiosa y educativa que ha ido difuminando su existencia, devorándola, mutándola, rompiendo sus cantos y asesinando sus lenguas. Alrededor de este tema se encuentra la materia prima de  “El abrazo de la serpiente”, primera cinta con la cual Colombia compitió en el Oscar y ganadora de la quincena de realizadores en Cannes.

La visión de estos pueblos, su “cosmogonía” y su cultura ha sido abordada, casi siempre, desde el punto de vista protector, paternalista y hasta de exotista. Desde un punto de aquellos que se creen con la responsabilidad ¿histórica? De ¿ayudarlos?

Es risible cómo en muchas películas hollywoodenses se busca la redención del exterminio al que fueron sujetos los pueblos de Norteamérica, como en “Danza con lobos” o “Avatar”, o algunos documentales, más que ficciones, mexicanos que buscan “enaltecer la cultura indígena” y que se ven desde un punto de vista totalmente fuera del respeto o la tradición de aquellos a quienes compran artesanías “porque son comprometidos”. No puedo dejar pasar el lugar común de los voladores de Papantla y el consumo de hierbas psicotrópicas para conectarse con el mundo “como lo hacían los mayas antiguos”. Ajá. Y no olvidemos las tomas de ollas y tortillas en el comal…

En “El abrazo de la serpiente”, la realización y el guión busca dar un giro al tratamiento del tema, sobre todo en un país que pertenece a esa gran masa continental llamada Sudamérica, donde el asunto indígena se toca por encima, al menos en su cine.

La historia se bifurca entre dos exploradores “blancos”, en dos momentos de la historia en el Amazonas colombiano, a finales del siglo XIX y mitad del XX. Ambos con único objetivo descubrir una planta sagrada que se dice cura todos los males.

En este trayecto, dividido en dos, por una lado la confrontación entre culturas y conocimientos que buscan sobre ponerse uno al otro, mientras que en la segunda narrativa, los personajes buscan desesperados lo que perdieron, su alma, su memoria, y buscan la paz espiritual.

En el primer viaje vemos cómo el cineasta Ciro Guerra, junto con su co guionista Jacques Tolemonde, lanza una serie de diálogos filosos que demuestran la intolerancia de una cultura hacia otra. Del estúpido paternalismo de occidente hacia culturas que no son más que objetos de estudio y curiosidad para las mentes aventureras. Una pequeña escena, donde hay una pelea por una brújula, destruye esa visión correctiva que implementa el cine mexicano en torno a estos temas y se burla, en gran medida, de cómo se busca proteger con un aura de superioridad intelectual a otras culturas de la suya propia.

El conocimiento es el tema protagonista en este filme, donde la incomprensión implantada por la religión y la ambición desarticula cualquier forma de que ese “choque” cultural hubiera crecido para bien. El conocimiento verdadero se trabó, se desconoció o simplemente no se supo ver o escuchar, y se perdió o se transfiguró en corrupción.

Una escena brutal de la película lanza una crítica demoledora al sincretismo cultural entre Europa y América. El verdadero conocimiento de ambos pueblos huyó, se escondió o fue ahuyentado y lo que quedó, lo dice el personaje, fue “lo peor de ambos mundos”. Un montaje ridículo de principios transgredido.  Si en su momento “La Misión” señaló la belleza y la bondad de las misiones en el Amazonas brasileño, que no se descarta, acá se escarba más allá de lo hermoso que pudo ser una educación jesuita, si no, en torno al terror del castigo y el temor a Dios, donde hay lenguas del diablo y un Mesías coronado.

Sin embargo, como buen mestizo o descendiente de las castas hispanas, Ciro Guerra no puede, es casi imposible, saltar y dejar atrás el flujo de culpa que genera, adivinaron, el color de piel en un país latinoamericano (bueno, en México, se defiende al pueblo mexica a su vez que se le denosta).

Su visión, hasta un punto del metraje, bastante autoamonestante y crítica, se torna soft en el momentum del final. La redención del blanco y la hermandad entre pueblos. Ovación de pie, y pierde la oportunidad de cerrar esa visión descarnada que había ido construyendo con metáforas del vacío actual de la post modernidad y la destrucción del multiculturalismo. A eso añadir una fotografía en sepia, que se entiende la referencia al documento histórico en el que está basado el filme, pero que da igual si fuera en ese tono a color.

A pesar de esto, “El abrazo” puede considerarse una de las mejores películas de 2015, con una visión mucho más exacerbada de lo que ha sido la conquista de América y con una verdad exaltada: somos los hijos de un sincretismo de sangre e ignorancia.