Por Lorena Loeza

La filmografía de Luis Estrada, tiene un lugar destacado en cuanto a sátira y comedia negra se refiere. Sus cintas más aclamadas, como “La Ley de Herodes” (México 1999), “El Infierno” (México 2010) y “La Dictadura Perfecta” (México 2014), a menudo son ligadas al proceso de toma de conciencia de la opinión pública en torno a la situación política en nuestro país.

Independientemente de que las cintas hayan sido proyectadas con éxito en festivales y alrededor del mundo gracias al streaming, es claro que el cine de Luis Estrada tiene a las y los mexicanos como su público principal. El suyo es un tipo de cine en el que inevitablemente nos hemos visto reflejados como país, y en el cual, entre broma y broma, la verdad se asoma.

También habría que decir que el estilo de Estrada se fue consolidando como una propuesta crítica y con tono político definido que hasta cierto punto podría decirse militante y a la que podría calificarse de todo, menos de tibia o neutral. Estrada ha sido todo un maestro en el arte de provocar a través de sus historias, narrativas y construcción de personajes.

Pero “¡Qué Viva México!” parece apartarse un poco de todo eso. En las anteriores películas del director, quedaba claro cuál era el principal objeto de la crítica, ya fuera la corrupción, el mal uso del poder, el narco y la absurda guerra para combatirlo o el papel de los medios en construir “cajas chinas” y desinformar.

En “¡Qué Viva México!” ese objeto no queda del todo claro. Si bien parte de caricaturizar los extremos en un país polarizado, al final la crítica al gobierno en turno (la famosa 4T) no pasa de unos cuantos gags que ni siquiera son novedosos. Vamos, resulta predecible el chiste de “los frijoles del bienestar” “estos ya son otros tiempos” o decir “los fifís y conservadores” por ejemplo. No pasa de una referencia que mueve a la risa del público, pero no es en realidad un juicio serio, como sí lo vimos en La Ley de Herodes, donde hasta se exhibía la corrupción en una imagen saturada de cerdos, en un muy interesante discurso visual y simbólico.

La historia que nos narra tampoco es del todo original. Un joven y exitoso gerente de una empresa – interpretado por Alfonso Herrera- debe volver a su pueblo natal al sepelio de su abuelo (uno de los tres personajes que interpreta Joaquín Cosío), movido por el interés de su ambiciosa esposa (Ana de la Reguera) por saber que le dejó como herencia.

El pueblo y la familia en cuestión son una pandilla de ambiciosos que sólo esperan aprovecharse del recién llegado. El patriarca es interpretado con maestría por Damián Alcázar, el actor amuleto de Estrada, junto con otros tres personajes. El pequeño pueblo pretende ser un micro universo de la realidad mexicana: el sacerdote, el proxeneta, el presidente municipal, las trabajadoras sexuales, el narco, el mariachi. También es evidente que en esa construcción vemos fragmentos del “Estradaverso” por así llamar a la visión de México que conocemos de sus otras cintas, un poco para que no se nos olvide de dónde proviene lo central del discurso.

Tímida en su crítica al gobierno, la sátira se centra en los dos extremos del espectro polarizante: las y los pobres y las y los aspiracionistas. Y aquí es donde la cinta entra en problemas al manejar estereotipos y clichés a diestra siniestra, sin aportar mucho más que un humor que va a la segura: apodos, machismo, insultos, y quizás más en esta que en otras de las cintas de Estrada, mucho humor escatológico.

Y pues qué decir. A ratos aporofobia, a ratos transfobia, a ratos machismo, a ratos capacitismo. Y no, no es que busquemos que la comedia sea “humor blanco” o “correcta”. Pero esperaríamos más de un maestro en el arte de la provocación, como lo es Estrada.

Así, el retrato de lo mexicano en la cinta se debate entre el oportunismo, la ignorancia, la borrachera, el clasismo y la ambición. Un pueblo muerto filmado en tonos sepia como símbolo de suciedad y atraso, que es cómo se ve el México rural y pobre en esta cinta.

Salimos de la sala, pensando que en esta ocasión, sólo vimos una crítica sosa y dirigida no a quienes detentan el poder, sino a quienes los padecen. Su larga duración hace que el discurso se pierda en la anécdota de las fiestas, las borracheras, los malentendidos. Al final, nadie está seguro de para dónde apuntaban los dardos del juicio o del reproche. Ni tampoco porqué dura tres horas en explicarnos que lo que está mal en México somos las personas que aquí vivimos. Y quizás no es mentira, pero decepciona un poco.

LEE TAMBIÉN: Crítica: «¡Que viva México!»: una sátira de la polarización entre fifís y chairos. Por José de Jesús Chávez.