Por Pedro Paunero
El fin de la infancia, real o metafórico, se aborda de distintas maneras: se puede acceder al escabroso terreno del despertar sexual o del despertar de la consciencia a las responsabilidades adultas lentamente o tan rápido como un disparo. La guerra (como en “Sin novedad en el frente” y tantas películas sobre Vietnam), la criminalidad, la sexualidad que abre los ojos, son llaves, la puerta es la vida misma y muchas son las cintas que nos cuentan de ello.
Como en ciertos grabados de Picasso, de Minotauros ciegos conducidos por niñas, la Mujer (con mayúscula) “abre la noche”, la mujer inicia, ella misma es acceso, convierte y transforma, alquimista, la materia bruta del hombre. Lo civiliza. Lo atraviesa al otro lado.
Hace casi cinco mil años Enkidú, el hombre bestia, enviado por los dioses para castigar al rey tirano Gilgamesh fue amansado primero y convertido en hombre después, por una prostituta sagrada–es decir, una iniciadora-, enviada por el rey para apaciguarlo mediante el sexo. El resultado fue la amistad entre los contendientes, tal vez la amistad literaria más larga de la historia pues, creemos, la narración de Gilgamesh y Enkidú es el texto más antiguo de la humanidad (o uno de las más antiguas), escrito en tablillas de barro en la primitiva Sumeria.
Tras estos ritos de paso andaremos por dos veredas de la memoria de hombres adultos que dejaron atrás la infancia y asumieron la llegada de la hombría dejando en ellos el recuerdo dulce amargo de la tristeza…
VERANO DEL ’42 (SUMMER OF ’42, Robert Mulligan, 1971)
El guionista y escritor Herman Raucher recuerda el evento perturbador que le hizo abandonar la pubertad de manera encantada y nos encanta a todos desde el ya lejano verano de 1942. Quedan en la memoria las palabras con las que se abre la nostálgica cinta de Robert Mulligan, ganadora del Óscar en 1972 por la música que ha devenido en una pieza de antología amorosa: “Cuando yo tenía quince años y vine a pasar el verano con mi familia a esta isla, no había ni tantas casas ni tanta gente como ahora… pasaron conmigo aquel verano del ´42, Oscy, mi mejor amigo y Benjie, mi segundo mejor amigo”.
Entonces sentimos con él y recordamos a aquellos amigos que nos acompañaron durante los años de más significado, los que estuvieron ahí y nos tendieron la mano, los incondicionales.
“Aquella casa de allá arriba era la casa de ella y nunca, desde el primer día en que la vi, me ha sucedido nada tan sobrecogedor ni tan desconcertante, porque nunca he conocido a ninguna otra persona que me haya hecho sentirme más seguro y más inseguro, más importante y más insignificante…”
Una isla de verano. Algunas familias. Un trío de amigos que rápido avanzan, dejando la niñez para alcanzar la adultez, pero que aún practican juegos inocentes tratando, a la vez, de entender el siguiente paso. Y un encuentro, por supuesto. El encuentro con ella: la mujer, la iniciadora.
Hermie mira aquella casa dónde Dorothy despide a su marido que parte a la guerra. Se adivina el dolor y una futura tragedia. Poco después un hecho fortuito como la caída de unas cosas de la bolsa de la compra de ella los acercan. Y cuando llega la carta de la muerte del esposo y Hermie llega de visita, la noche envuelve caricias y se atraviesa la puerta, de una vez, hasta el otro lado…
Evocadora, dolorosa, nos tiende un espejo que nos enfrenta a la intensidad de nuestros propios recuerdos, encuentros y desencuentros, a la fractura que significa la intensidad de lo efímero… arquetítpica, poderosa, Robert Mulligan creó una sinfonía hecha de memorias tan fuertes como el granito porque muchos hemos tenido un Verano del ´42 y esa isla del drama jamás nos ha abandonado.
MARIANA, MARIANA (Alberto Isaac, 1987)
En algunas listas de las mejores novelas mexicanas Las batallas en el desierto, la corta obra de José Emilio Pacheco, se sitúa en el segundo lugar entre las preferidas por los lectores.
La doble moral, el sexenio de Miguel Alemán, el colonialismo cultural norteamericano sobre México y la caída de la Colonia Roma (y, con esta, la de una Ciudad de México más humana, más vivible, la capital en 1948), sirven de marco y reflexión a la historia rememorada de Carlos adulto, (un Pedro Armendáriz Jr. que poco tiene que ver con el actor infantil que lo representa siendo niño), que como puede estar recordando algo real como puede estar inventando toda una fantasía producida por un cuadro de esquizofrenia.
Más asustado que consciente, Carlitos se mueve en una colonia contradictoria (la colonia Roma), dónde los niños pueden asistir a una escuela mixta en la cual caben todas las clases sociales y las razas y pasean por la calle a la anciana viuda de Francisco I. Madero. Dónde permea sobre la gente el temor a la guerra atómica y se confía en el futuro. Todo esto contrasta con la plática decepcionada que sostienen un Carlos y un Rosales ya maduros a bordo del auto que los conduce entre el tráfico desquiciado, tras sepultar al padre del primero, entre edificios en ruinas que había dejado el reciente terremoto de 1985 y las reflexiones sobre lo que parece haber sido un sueño imborrable, tan intangible como el pasado perdido y de cuyo presente parece adivinarse un futuro sombrío.
Jim, nacido en los Estados Unidos, despierta en Carlitos una admiración ambivalente, cuya base es un sentimiento de inferioridad (la materia del Laberinto de la Soledad de Octavio Paz), llama a Rosales, el niño moreno y pobre “indio” y “totonaca” pero, a la vez, admira al “pocho” Jim, hijo de una mujer a quien se desprecia por ser la amante de un político encumbrado. Será Mariana, la joven madre de Jim a quien este tutea, el objeto del deseo con visos a transformarse en una remembranza tan dudosa como inquietante para un Carlitos que apenas comprende un amor demasiado precoz.
Se trata de una reflexión sobre el recuerdo y la construcción del recuerdo. Sobre lo que fue y la memoria se ha encargado de recrear porque quizá sea mejor lo que pudo ser que lo que verdaderamente ocurrió. Así el amor, materia de la que están hechos los sueños duraderos. Porque, como dice el profesor en una secuencia del filme, al conjugar el “difícil” verbo amar:
“Yo hubiera o hubiese amado…”
Momento en el cual Carlitos pide permiso para salir al baño, escapar de la escuela y visitar a Mariana, declararle de una vez por todas su amor y recibir de parte de ella las palabras:
“No quiero que sufras, te esperan tantas cosas malas en la vida, como a todos. Tómalo como algo divertido, como algo que puedas recordar con alegría”.
Secuencia que el grupo de rock Café Tacuba tomará para una de sus memorables canciones (“Las batallas”, que origina el título del libro, el momento en el cual los niños simulan batallas durante el recreo):
“Oye Carlos, ¿por qué tuviste que salirte de la escuela esta mañana?… ¿por qué tuviste que decirle que la amabas a Mariana?”
Descubierto, Carlitos es cuestionado sobre su salud mental por su padre y enviado a confesarse con un sacerdote. Tan esencial como en la novela es la secuencia de la confesión con el sacerdote, cuya curiosidad malsana sobre lo que pasó entre Carlitos y la madre de su amigo resulta tan divertida como esperpéntica. Este confuso rito de paso representa para el hermano mayor de Carlitos y sus amigos la admiración y la aceptación del chico en el mundo adolescente al cual le faltan todavía muchos años por recorrer.
En un principio el director José Estrada pretendió rodar la versión cinematográfica de la obra de Pacheco pero moriría antes de realizar el proyecto. Cuando Alberto Isaac terminó la película se supo que el novelista no había quedado satisfecho con el resultado. Sin embargo la cinta es mejor de lo que esta especie de maldición podría achacarle: incluye escenas de edificios desmoronándose, siendo derribados al quedar inutilizados, por el memorable terremoto y una reflexión sobre el porvenir que ya nos ha alcanzado y nos sobrepasa.
Como dice José Emilio Pacheco en la obra:
“Se acabó esa ciudad. Terminó aquél país. No hay memoria del México de aquéllos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años”.
Porque todos recordamos un verano como el de ese cinematográfico 1942, a alguien con quien hemos contado en la amplitud de la amistad y a una Mariana que nos iluminó a la vez que nos trastornó la infancia, estas son dos cintas básicas que permanecerán en la memoria. Sólo hay que saber verlas a tiempo, cuando el sentimiento está a flor de piel y se anda aún recorriendo las confusas veredas del despertar.