Por Pedro Paunero
Debe tenerse siempre en cuenta el momento histórico que atravesaba Francia, cuando Jean Cocteau eligió el cuento “La bella y la bestia”, de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont que data del año 1756, pero que había sido tomado de un cuento anterior de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, para llevarlo al cine; un país devastado por la guerra, por la ocupación nazi, la división entre sus ciudadanos y la resistencia callejera. Francia necesitaba un respiro. Un escape. Una salida. Y esta fábula clásica le vendría perfectamente a un hombre que no sólo fue cineasta, sino novelista, dramaturgo, poeta, dibujante, pintor y diseñador. Un artista renacentista, en una palabra, que, desde que rodara “La sangre de un poeta” (Le sang d’un poète, 1930), cinta repleta de escenas oníricas y fascinantes efectos especiales, pero cuyas imágenes parecían herméticas para el gusto de los espectadores, había sido señalado como un formalista, un artista de élite que no podría acercarse al público, para demostrar que podía hacer arte y exhibirlo bajo la forma de entretenimiento, al mismo tiempo.
En 1930, Charles, vizconde de Noailles, un apasionado de la corriente surrealista y responsable de la producción de “La edad de oro” (L’âge d’or, 1930), la segunda película de ese género que fuera dirigida por Luis Buñuel con poca intervención de Salvador Dalí, proporciona a Cocteau los medios económicos para el rodaje de La sangre de un poeta; el surrealismo, como se apuntó más arriba, ya había sido terreno de exploración fértil para Cocteau desde aquellos días, en los que filmara la primera parte de su “Trilogía Órfica” (a la que seguirían Orfeo, 1950; y “El testamento de Orfeo”, 1960) y dejaría su clara impronta en su nuevo y gran proyecto, huella, por otra parte, que le venía perfectamente a este cuento de hadas en el cual la hija de un comerciante, tiene que soportar el haberse convertido en huésped forzada de un castillo encantado, cuyo propietario es un monstruo de rostro entre canino y leonino, pero con un corazón bondadoso.
Cocteau escribió el guion de “La bella y la bestia” (La Belle et la Bête, 1946), para lucimiento de su amante Jean Marais, que interpretaría a la bestia, y confió en la destreza de Christian Bérard, su habitual ayudante en el teatro, para diseñar los fantásticos escenarios de la película. Bérard, artista multidisciplinario también, mano de derecha de Cocteau (al grado de recibir el mote, por parte de este, de Bebé), moriría a los 47 años y Cocteau le dedicaría un sentido homenaje con su Orphée.
Jossette Day quien, por aquél tiempo, se encontraba recientemente separada del afamado director Marcel Pagnol (“El pan y el perdón”), interpretaría a Bella; el por entonces prometedor director René Clément (realizador de clásicos como “Juegos prohibidos”, “A pleno sol” y “¿Arde París?”), fungiría como asistente, sin acreditar, y encargado del segundo equipo de dirección.
Marais había propuesto, para su personaje, un maquillaje que recordaba a Cernnunos, el dios ciervo y cornudo del panteón celta, pero Cocteau no sólo encontró ridícula la idea, sino poco práctica a la hora de realizarlo. Marais volteó hacia su perro, Molok, y sería su mascota la fuente de inspiración para el rostro, garras y brazos, de la bestia. Este rostro peludo es el que se ha conservado en todas las versiones, derivadas de esta obra maestra de Cocteau. El maquillaje tardaba tres horas en ser terminado y los colmillos le eran sujetos mediante estorbosos y molestos ganchos. Se afirma que Cocteau había sometido a largas sesiones de fumado de cigarrillos, a Marais, para cambiarle la voz, haciéndola más grave.
La película se estrenó el 29 de octubre de 1946 en París, en los cines Coliseo y La Madeleine con un éxito arrollador
Tanto la Casa Paquin como el diseñador de modas Pierre Cardin, se encargaron del fastuoso vestuario. El rodaje no careció de varios impedimentos que amenazaban con dar al traste con la producción: Cocteau cayó enfermo y la máscara le había causado un doloroso eczema a Marais; con el tiempo encima, Cocteau se entregó en cuerpo y alma a la realización de la película, costara lo que costara.
La película se estrenó el 29 de octubre de 1946 en París, en los cines Coliseo y La Madeleine con un éxito arrollador. El gran público se quedaría con la inmediatez de la fábula, los intelectuales, en cambio, se sentirían estimulados por el simbolismo y los elementos deliberadamente junguianos de la puesta en escena.
Ha sido fuente de inspiración, homenaje o, en una palabra, descarado plagio para muchos otros realizadores; por ejemplo, gran parte del encantamiento, que convierte al castillo del “Drácula de Coppola” (1998) en un ente vivo, proviene del castillo que hiciera construir Cocteau para su bestia: brazos que sobresalen de los muros, sosteniendo velas, espejos líquidos, flamas andarinas y caprichosas y una sensación de amenaza velada, atravesada por paisajes y pasillos hechizados. La cinta está impregnada de deseos inconscientes, Bella se descubre acariciando objetos fálicos, a lo largo de su proceso lento, pero continuo, de enamoramiento del corazón del monstruo, añorándolo. La bestia es, precisamente, esa metáfora del revés del espejo, un espejo líquido, puerta al Otro, ese que yace en el profundo del Yo, máscara y persona.
Cierta es la anécdota que dice que, cuando Greta Garbo fue a ver la película y la bestia, por fin, se transformaba en un apuesto príncipe (Marais estaba considerado como uno de los hombres más guapos del mundo), expresó:
-¡Devuélvanme a mi hermosa bestia!
La película fue, desde su concepción, una declaración de renacimiento artístico de toda una nación ante el mundo, y la reafirmación de un artista multifacético en su propio quehacer y en la cima de su poder creativo.