El libro Cine y Revolución: La Revolución Mexicana vista a través del cine, editado por el Instituto Mexicano de Cinematografía y la Cineteca Nacional, recoge los documentos, fotografías y diversos materiales que formaron parte de la exposición Cine y Revolución, instalada en el Colegio de San Ildefonso en 2010.

Además de múltiples fotos, el libro integra una serie de ensayos de los investigadores  Álvaro Vázquez Mantecón, Ángel Miquel, Eduardo de la Vega Alfaro, Carlos Flores Villela, Hugoi Lara Chávez, Elisa Lozano, Claudia Arroyo, Alicia Vargas y Raúl Miranda. 

En exclusiva para los lectores de CorreCamara.com, les ofrecemos un  adelanto de uno de sus capítulos.

Por Hugo Lara Chávez

Es posible comprender al cine como una lente para mirar
la Revolución Mexicana, un gran angular que se acerca y se aleja, hace close ups o planos generales para “capturar”
el vértigo de la lucha. El cine ha sido una de las fórmulas más efectivas para
que ese episodio de la Historia fuera asimilado por varias generaciones de
mexicanos, incluso por encima de los libros de texto o la enseñanza en las
aulas. Pero es verdad, también, que el cine transforma, distorsiona y manipula
los hechos, como sucede con la mirada a través de un gran angular.

El cine inventó una Revolución
diferente a la historia oficial, aunque en aquel se hacen evocaciones de los
sucesos determinantes y del sentir popular en torno a algún personaje destacado
e, incluso, alrededor de los símbolos de la gesta. En estas interpretaciones
cinematográficas perviven los gustos y las tendencias ideológicas de los
directores y argumentistas, cuyas miradas se extienden a la pantalla con
versiones manipuladas de la Historia para construir una narrativa ad hoc.

Algunas evocaciones reiteradas en el cine de la Revolución
son las historias que transforman en lo íntimo a cada individuo, en el contexto
de un país que es movido en contingentes de gran escala, en tropas y columnas
militares que se desplazan por todo su territorio, y que a su paso devastan los
campos, las poblaciones y los hogares y, en un plano filosófico, remueven el
sentido de la vida.  “La Revolución
viene arrasándolo todo. Esto ya se lo llevó el demonio”, dice en un diálogo el
actor Salvador Quiroz en Flor Silvestre
(Emilio Fernández, 1943), como también transmite la sensación de un cuestionamiento
existencial el estribillo de la canción-tema de Vino el remolino y nos alevantó (Juan Bustillo Oro, 1950):
“Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos alevantó / y
al mismo tiempo de andar en la altura / el mismo viento nos desapartó”

El concepto del movimiento es uno de los atributos
inherentes al cine con tema revolucionario, en cuyas tramas los protagonistas
deciden sumarse a la rebelión o bien se ven obligados, por la leva u otro
motivo, a emprender un viaje enrolados en los diversos ejércitos con el fin de
escapar de la destrucción o la injusticia. En este panorama, el cine incorpora
dos elementos que contienen particulares cargas simbólicas y narrativas: el
ferrocarril y el caballo; el primero como un producto de la revolución industrial
que le dio una nueva dimensión al desplazamiento terrestre, desarrollado con
especial atención durante el Porfiriato; el segundo, aparece como el medio de
locomoción tradicional, sobre todo en el entorno rural.

Por otro lado, el cine de la Revolución integra otros
elementos vinculados a la idea de movimiento, como las comunicaciones –la
prensa, el teléfono, el telégrafo, el cine, la fotografía– así como los nuevos
transportes –los automóviles y los aviones– que, en su conjunto, dan realce
al desarrollo tecnológico en esa coyuntura histórica, pero que igual sirven
como catalizadores para agilizar las tramas y desahogar las elipsis de tiempo,
en un contexto en que es fundamental ser más rápido que el enemigo, tanto en el
campo de batalla como en la propaganda.

Pueden verse estos transportes e instrumentos más allá
de su uso práctico, pues se convierten, en muchos casos, en símbolos del cambio
individual y social que, a partir de los años treinta, fueron conceptos
transmitidos por el cine en consonancia con el mensaje de progreso del Estado
postrevolucionario.

 
El cine y el ferrocarril: un lenguaje
común

 “La Revolución Mexicana se hizo en tren. La locomotora
es la protagonista principal de la Revolución”, ha comentado Elena Poniatowska[1].
También cabría añadir que cualquier protagonista necesita un testigo que dé fe
de sus hazañas, que certifique que fueron verdad.
Para la Revolución y el ferrocarril el cinematógrafo desempeñó ese papel a
cabalidad. Es su testigo natural, su acompañante y cronista predilecto.

Va más allá de la casualidad que una de las primeras películas
de la historia fue La llegada del tren (1895),
de los hermanos Lumière. Ya en este primitivo filme se establece el matrimonio
entre el cine y el ferrocarril, entes de poder cinemático indiscutible que
compartirán símbolos comunes: las claquetas están inspiradas en las vallas
ferroviarias, como los rieles sirven a los dollies y las locomotoras. Además,
ambas invenciones tecnológicas comparten una esencia profunda, el movimiento mismo,
que establece una analogía entre la experiencia de un viaje y la de ver una película,
entre la noción del desplazamiento físico y el desplazamiento imaginario hacia
un lugar incógnito, donde se encuentra gente extraña, paisajes insospechados y
muchas aventuras. Los espectadores de principios de siglo XX que compraban un
boleto para el cine tenían cierta semejanza con los pasajeros que se hacían de
un billete de tren. Ambos grupos serían transportados hacia lo desconocido. He
ahí una de las claves de géneros como el western
y el cine de la Revolución.

Porfirio Díaz aprovechó ambas tecnologías. Durante su
gobierno, se dio impulso al desarrollo del ferrocarril, y también fue en esa época,
en agosto de 1896, cuando se introdujo el cinematógrafo a México. Díaz figuró
en varios de los filmes que rodaron los emisarios de los hermanos Lumiére y en
lo sucesivo aparecería recurrentemente en la pantalla. El general se dio cuenta
tempranamente del efecto de propaganda que el cinematógrafo propiciaba y fue
uno de los primeros líderes del mundo en servirse de ello. Entre otros
ejemplos, es simbólica su aparición en el filme Inauguración del tráfico internacional por
el Istmo de Tehuantepec
(1907), con vistas magníficas del ferrocarril y la
infraestructura que el dictador inauguraba, así como de la cobertura que fotógrafos
y reporteros hicieron de ese momento.

También los hombres de la Revolución asimilaron rápido
el uso del tren y el cine. El revolucionario común tenía un origen muy
arraigado a la tierra, pero la guerra y la inevitable condición de pasar
alternadamente de perseguido a perseguidor, estimuló su intuición de
sobreviviente. Su aprendizaje para aprovechar las ventajas tanto del cine como
del tren reflejan su capacidad para adaptarse e improvisar sobre el camino. Al
cabo de un tiempo, los caudillos se acompañaban de sus camarógrafos de cabecera
en sus largos recorridos en tren, sabedores del efecto propagandístico que
llevaría su imagen por todo el territorio nacional. Encontraron así el don de
la ubicuidad. Y sus huestes, desde su condición terrenal, se amontonaban
alrededor de los vagones para ser retratados, aunque sea brevemente, por el mágico
aparato.

Así se retrata en el filme La toma de Ciudad Juárez y el viaje del héroe de la Revolución, don
Francisco I. Madero
(1911) de Salvador Toscano y Antonio Ocañas, en un
emotivo recorrido por las estaciones de ferrocarril desde la frontera hasta la
Ciudad de México. En cada una de las escalas, miles de hombres, mujeres y niños
vitorean al caudillo triunfante, que ha podido desprender al eterno Díaz de la
presidencia de México. Toscano y Ocañas usan al tren como un gran dolly, que deja atrás a las multitudes
alborozadas.

El tren de fuego

El tren resulta un símbolo de la fuerza colectiva que
pone a los individuos en insospechadas encrucijadas. En diversas películas,
estas referencias son expresadas a través de largos desplazamientos, a veces
también a caballo o incluso a pie. De la misma forma, hay abundantes alusiones
en la literatura y la música popular de la Revolución, en los corridos sobre
personajes en tránsito, en una extenuante escapada o una interminable búsqueda.

Esto representa no sólo la necesidad de dar cuenta de la
movilización de grandes grupos para las batallas o el derrotero que cada
individuo cruzó, sino también una forma en que el país se transportaba hacia
una nueva organización social, que permitió el ascenso de una nueva clase política,
el advenimiento de nuevos líderes que triunfaron hacia el final de la guerra y
el paso hacia un enfoque de refundación nacional, que comprendió la reforma
agraria, la Guerra Cristera, la expropiación petrolera y un nuevo rol de la
mujer.

“El movimiento político y militar de la Revolución
despertó a las gentes mexicanas en los más apartados lugares del país. No hay
nada tan revolucionario, en el simbolismo popular, como un tren revolucionario
mexicano. El tren revolucionario fue el vehículo de trasvase de gentes, de
ideas, de costumbres. De norte a sur, el pueblo salió del aislamiento y del
letargo anónimo porfiriano para tomar el tren revolucionario que lo inicia en
la actividad comunitaria y que habrá de llevarlo a las estaciones sucesivas
donde todas las promesas van a cumplirse.”
[2]

La movilidad es un concepto asociado no sólo al traslado
físico sino sobre todo a la experiencia de la transformación entre debates
morales y éticos, en muchos casos, el de los hombres que dejan los campos de
labranza para ir a la guerra colocándolos frente a nuevos predicamentos, y
oportunidades, antes fuera de su horizonte. En buena medida, la Revolución
comunica la certeza de que existe una utopía común donde impera la justicia, la
democracia y la libertad. Y para avanzar hacia allá a toda marcha, el
revolucionario se apodera de los medios, de los trenes y las comunicaciones. El
mensaje revolucionario, a través del cine, cifra parte de su poderosa iconografía
en la locomotora, su emblema inconfundible. Mediante él, los guerreros entran
en contacto con nuevas realidades e ideas que los aproximan a la utopía. El
tren es “la palanca para mover el mundo”, es el punto de partida
donde hombres y mujeres se ponen en el rumbo para resolver sus existencias.[3]
La Revolución se monta en el Caballo de
Hierro
para demoler la dictadura y, sin quererlo, se vuelve éste el único
lugar donde es posible la utopía.

En varias películas cobra dimensión este planteamiento,
el momento en que los protagonistas se unen a los ejércitos e inician un
recorrido que los transforma; un viaje revelador que los lleva por un arco que
les hace cambiar sus perspectivas del mundo, de sus ideales y convicciones. Uno
de los ejemplos más acabados es ¡Vámonos
con Pancho Villa!
(1936), de Fernando de Fuentes. El filme sigue a cinco
rancheros llamados los Leones de San
Pablo
y en particular al personaje Tiburcio Maya (Antonio R. Frausto), cuyo
itinerario personal, a lo largo de la campaña, trastoca sus conceptos del
honor, de justicia y de heroísmo.

Es posible encontrar tránsitos similares en otras películas,
como en Almas rebeldes (1938), de
Alejandro Galindo, sobre la aventura de un grupo de revolucionarios que marchan
hacia la frontera, para conseguir parque, mientras son perseguidos por las
fuerzas federales. Uno de los rebeldes secuestra a una mujer, lo que se vuelve
motivo de discordias y disputas. El viaje va minando la unión del grupo y
revelando la flaqueza de sus convicciones o, en el mejor de los casos, la
entereza del protagonista.

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Otro buen ejemplo es el filme La soldadera (1966) dirigida por José Bolaños. Se trata de la
historia de Lázara (Silvia Pinal), quien contrae nupcias durante la Revolución
pero su marido es enrolado en la leva. Ella se ve orillada a seguir a las
tropas; luego a pasar de un bando a otro y de un hombre a otro, a lo largo de
un alucinante recorrido que la despoja de su dignidad y de las certezas sobre
su destino.

Igualmente, en La
Guerra Santa
(1977), de Carlos Enrique Taboada, se narra la historia de un
alfarero (José Carlos Ruiz) que se ve obligado a sumarse a la causa de los
Cristeros, a pesar de su cobardía y su resistencia a hacerlo. Así, emprende
junto con otros lugareños un recorrido por pueblos y campos de batalla, un
viaje lleno de vicisitudes que representa a Ítaca,
en semejanza al poema de Homero, donde los héroes son motivados por
regresar al terruño que guardan idealizado en sus memoria y sentimientos,
aunque la implacable realidad les mostrará la otra cara de su destino.

NOTAS


[1]
Relea, Francesc. “La Revolución Mexicana se hizo
en tren. Entrevista: escritura y testimonio. Elena Poniatowska”, Diario
El País
, 14 de enero de 2006, Madrid

[2]
Portal, Proceso, 1980, p.31.

[3] Al respecto, vale la pena
citar a Octavio Paz, quien refiere en El
laberinto de la soledad
:  “La
noción mítica de una “edad de oro” interviene aquí: hubo una vez, en alguna
parte del mundo y en algún momento de la Historia un estado social que permitía
al hombre expresarse y realizarse. Esa edad prefigura y profetiza la nueva que
el revolucionario se propone crear. Casi siempre la utopía supone la previa
existencia, en un pasado remoto, de una ‘edad de oro’ que justifica y hace
viable la acción revolucionaria” (Paz, Laberinto,
1993).

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.