Por Enrique López T.  

Hace algunos años una polémica, bastante infructuosa, dividió las opiniones: ¿de quién es la película, del director o del guionista? Con Alfred Hitchcock no hay tal disyuntiva, sus películas son inequívocamente de él.  

Quizá la cinta más decisiva en su formación fue The Pleasure Garden de 1925, por haber vivido la frustración y el caos de una producción que se le salió de las manos. Pronto entendió que el único aliado del director es el control sobre su obra, pero cómo hacerlo si el cine es labor de equipo, desarrollaría entonces, más que una fórmula de trabajo, un método de creación.  

El método Hitchcock iniciaba y finalizaba en su cabeza. La trama podía derivar de relatos, noticias o ideas suyas, que él ajustaría a sus hechuras y obsesiones. Concebía por adelantado la película, todo lo tenía claro, tanto, que los guionistas sólo precisaban plasmar y trabajar lo que el director había descrito apasionada y cabalmente: personajes claroscuros, algunos diálogos significativos y escenas tenaces que parecían haber sido arrancadas de la realidad.  

Con la película en su cabeza y una vez afinado el guión, Hitchcock lo convertía en un exhaustivo guión técnico con notas detalladas sobre la estructura del foro, la disposición de cámaras e iluminación, marcas, ángulos y tan puntual era con las escenas (como la de la escalera en Psyco o la de mareo en Vértigo) que una gran parte de la edición sucedía en ese instante, antes incluso de filmar.  

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Antes de comenzar el rodaje, Hitchcock lo había dispuesto todo, incluso la utilería y el vestuario, porque en su universo cada cosa, pormenor, prenda o color tenía significado, como en un sueño. Era tal el grado de detalle que nada podía salir mal. Había hecho por adelantado su trabajo de dirección, de modo que podía darse el lujo de echarse sobre su silla, reposar, dirigir a distancia (p.e. desde el automóvil en El hombre equivocado) o delegar, como en la famosa escena de la regadera en Psycho, nadie podría negar que esa escena es de él, de quién más.  

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De la actuación, confiaba en sus actores, pero también los explotaba y manipulaba al nivel que fuera preciso para obtener de ellos lo que quería, lo que la película necesitaba, su motivación era su paga. Hitchcock dominaba el plató, era capaz de regresar al redil a todos en el foro con algún estruendo, pues sabía que el oído es el órgano del temor, tampoco permitía sublevaciones ni siquiera de los productores, a quienes capoteaba dándoles la razón, aparentemente…  

Las introducciones a las películas como sus famosos cameos, así como el conjunto de su estilo, era otra forma de lograr y conservar el mando, Hitchcock era la figura identificable, incluso más que los actores (sus alter–egos), así todo pasaba por él, desde la concepción hasta la promoción, tomaba las decisiones importantes, nadie podía saltar su autoridad.  

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Ésta conquista y el perfeccionamiento del método fue gradual, con cada film, pero los frutos hablan por sí mismos, todo cobraba sentido con la obra concluida cuando actores, guionistas, productores, técnicos y por supuesto, el público, observaban las historias argumental y visualmente poderosas, porque más que ver una película de Hitchcock se experimenta, y sigue reverberando en el alma mucho, mucho tiempo después.  

En algún sitio de la sala de proyección Alfred complacido, con una sonrisita perversa, no se impresionaba, finalmente, ya había visto esa película muchas veces en su cabeza.