Por Miguel Ravelo
Desde Morelia
Una de las películas más esperadas dentro de la sección de estrenos internacionales del presente Festival de Cine de Morelia es “Retrato de una mujer en llamas” (“Portrait de la jeune fille en feu”), 2019). Ya sea por haberse alzado con el premio al mejor guion y la Queer Palm en la más reciente edición del Festival de Cine de Cannes (además de haber sido contendiente a la Palma de Oro), o por la notable trayectoria de Céline Sciamma, su directora y guionista, esta cinta representa una de las citas obligadas en la presente edición del Festival.
Nos encontramos a finales del S. XVIII, en un salón de clases en el que se impartirá una lección de pintura a varias jovencitas. La profesora da indicaciones a sus alumnas, enseñando las técnicas correctas para realizar sus trazos, hasta que una de las niñas muestra un cuadro encontrado en una de las habitaciones de la escuela. La pintura describe un pasaje oscuro en el que, al centro de la imagen, puede verse una mujer mirando al frente mientras un fuego naciente consume su vestido. Una de las pequeñas revela que ese cuadro fue pintado por Marianne (Noémie Merlant), la profesora. Visiblemente afectada por el reencuentro con aquella obra de su pasado, acepta que es su autora. Una de las niñas le pregunta el título del cuadro, el cual parece que la directora dibuja delicadamente en los labios de los espectadores: Retrato de una mujer en llamas.
La secuencia inicial de la película funciona para dejar claro el fuerte vínculo entre Marianne y su obra y, por supuesto, hacia la mujer retratada en ella. ¿Quién es? ¿A qué se debe que su vestido esté en llamas? ¿Cuál fue la relación entre la modelo y la pintora? Sciamma sabe que la necesidad por conocer la historia del cuadro ya fue sembrada en la audiencia, y a continuación nos lleva a un momento en el pasado de Marianne, a quien vemos en una balsa llegando a una alejada isla en Bretaña. Ha sido contratada para pintar el retrato de Héloïse (Adèle Haenel), quien próximamente se casará en un matrimonio arreglado por su familia con un hombre que ella ni siquiera conoce, y quien antes estuviera comprometido con su hermana, quien prefirió suicidarse antes que ser parte de un destino impuesto por las convenciones sociales. Para que la boda pueda celebrarse es necesario contar con el retrato de la novia y, naturalmente, Héloïse se niega a ser pintada, buscando retrasar la boda el mayor tiempo posible. Sin que su modelo lo sepa, la tarea de Marianne será acompañar diariamente a Héloïse en sus caminatas, fingiendo ser su amiga para observarla, memorizar sus rasgos y poder pintar el retrato que adornará alguna de las lujosas salas que estarán destinadas a convertirse en su prisión.
Sciamma nos acaba de convertir en cómplices de Marianne: seremos silenciosos testigos de sus caminatas y sus pláticas, de la forma en que la historia entre Héloïse y Marianne va desenvolviéndose; cómo la relación entre la artista y su modelo irá desarrollándose entre los secretos que ambas guardan y las rígidas convenciones sociales de la época. Y es aquí en donde la delicada sensibilidad de la directora se hace presente en cada cuadro, en cada gesto entre las mujeres, en cada una de sus miradas.
Sciamma construye su historia de amor de un modo asombroso. Cada detalle nos habla del nacimiento y la evolución del amor, enfrentado siempre a convenciones y estigmas que no hacen sino arrebatarle el aliento. Son notables las actuaciones de Merlant y Haenel, que recurren durante buena parte de la película a una contención que se siente puede explotar a la menor provocación, logrando hablarnos de cómo cada momento de su época parecía ponerse en su contra y en lo que comenzaba a surgir entre ellas. Porque en el periodo retratada por Sciamma, el amor es algo que una mujer no está en libertad de elegir. Sus deseos no tienen importancia ante la rígida sociedad que, desde la infancia de cada una de ellas, les ha dicho que no tienen poder de decisión. Y el enfrentamiento entre ellas mismas y sus propios deseos irá develando las piezas de un rompecabezas abrumador.
Siendo una película cuya premisa parte de una obra pictórica, son innegables las influencias artísticas que dibujan cada cuadro creado entre Sciamma y Claire Mathon, su extraordinaria directora de fotografía. Las secuencias en interiores están fuertemente inspiradas en los misteriosos contrastes del Barroco, en sus sombras y claroscuros. Secuencias iluminadas por la luz de una vela que sugieren más que evidenciar; que nos hablan de los secretos que van creciendo dentro de las protagonistas, deshilvanando el avance en su relación y transmitiendo el peso abrumador al que deben enfrentarse. Las secuencias en interiores nos muestran sombras que parecieran devorarlas, enfrentadas a la libertad y luz que baña cada una de sus caminatas. Directora y fotógrafa construyen cuadros que parecen obras pictóricas que cobran vida ante nuestros ojos.
La expresividad única de su puesta en escena y las referencias que Sciamma hace a obras clásicas de la literatura, la pintura y la música son tan contundentes como necesarias. Cada detalle seleccionado por la directora parece gritar a todo pulmón lo que ocurre dentro de ambas mujeres; nos adelanta lo que sabemos inminente y consigue envolvernos dentro de una historia de un amor imposible de contener; un amor que se vuelve obsesivo, pasional, que en cada oscuro rincón de la casa anuncia su presencia ineludible. Marianne y Héloïse deberán enfrentarse a uno de los más duros enemigos que aparecerá en su vida: el atreverse a decidir sobre los propios deseos, el abrazar sus pasiones en una época en la que era preferible elegir la muerte sobre la imposición, el abuso y la invisibilidad.
“Retrato de una mujer en llamas” no solamente es una película imperdible dentro de la presente edición del FICM; es ya una de las obras cinematográficas fundamentales del año y no queda más que aplaudir con el mayor entusiasmo el enorme trabajo de Céline Sciamma, Noémie Merlant y Adèle Haenel. Comuniones como ésta entre dos actrices y su directora no es algo sencillo de encontrar.