Por Matías Mora Montero

Arrancamos la edición número 14 del Festival Internacional de Cine de la UNAM, espacio en el cual al cine independiente y de enfoque autoral se le permite deslumbrar en diferentes sedes de la Ciudad de México, brotando de las salas encontradas en el Centro Cultural Universuatraio (CCU). FICUNAM se ha vuelto el punto cumbre donde visiones únicas, llenas de identidad y de pobre exhibición en el futuro obtienen su oportunidad de hipnotizar a un público variado. En este año, el festival cuenta con sus distintas secciones clásicas como Atlas, la selección internacional que este año nos bendecirá con las nuevas películas de Harmony Korine, Hong Sang-soo y más, a la par que Foco, con retrospectivas de reconocidos autores como Paul LeDuc y el gran Victor Erice, este último, a quien personalmente considero el mejor cineasta español, visitará nuestra ciudad con ocasión del repaso filmográfico que el festival le otorga, al igual que al recibimiento de la Medalla Filmoteca de la UNAM.

El festival se extenderá del 13 al 20 de junio, y en este primer día pude observar dos películas espectaculares, de las que no sólo me gustaría hablar sino ante todo enfatizar lo imperdibles que son. En caso de tener más funciones durante el festival, les aconsejo dejar de leer este texto y comprar sus boletos tan pronto les sea posible. Luego me agradecen.

El sol del membrillo (Victor Erice)

El festival, para mí, ha empezado no sólo con la retrospectiva del gran Erice, sino con el observar un árbol. El cine, de forma afortunada, se puede convertir en detallar lo oculto, lo cotidiano, y volverlo tan maravilloso que al regresar a la realidad esta ha sido reencontrada en dicha y belleza. Son pocos los maestros que logran este efecto de forma trascendente y absoluta, Victor Erice es uno de ellos, y al salir de ver “El sol del membrillo”, cada árbol y la luz que recibía me parecieron divinos, seres llenos de inspiración y tranquilidad. Y es que la película de 1993 de Erice detalla el proceso creativo por el que Antonio López –con quien Erice ideó la idea de la película–, transcurre para retratar a un membrillero que se encuentra en el patio de su casa. La trama, realmente, no se complica más allá de eso. Es una cosa maravillosa ver como la película abre, sin prisa y de forma extensa, detallando toda la meticulosa preparación que el artista hace, la búsqueda del ángulo indicado para detallar de forma precisa la luz con la que el sol mañanero bendice al árbol, el marcar con hilos las líneas verticales y horizontales que más tarde, en el cuadro, serán la base del inicio de la obra. Plantar el caballete junto al árbol, porque para Antonio la felicidad no se encuentra en la obra finalizada sino en el poder de pasar tiempo junto a este árbol que en su corazón tanta apreciación ha aprendido a tenerle; tanta maravilla le da sus frutos, sus hojas, lo ve (y no deja de repetirlo a todos los personajes secundarios) como algo lleno de belleza. El personaje, y por ende la película, no sufre de mayor conflicto que las dificultades con las que cualquier artista de su naturaleza perfeccionista y orgánica se ven enfrentados, como lo son las condiciones del clima que hacen imposible capturar la luz que Antonio busca, cosa que refleja y continúa el metatexto que Erice siempre viene manejando. Su cine es cine sobre el cine y “El sol del membrillo”, entre todas sus posibilidades de ser, tiene una magnífica de ser una película sobre la búsqueda por la luz, lo que se entiende conforme se ve el buen cine, el cine de autores como Erice vaya, es que las buenas películas se caracterizan por un sentido de atención a la luz. Erice ve en el proceso creativo de su protagonista una esencia del propio. Incluso cierra la película de forma transgresora, rompiendo la ilusión de la ficción, haciendo a su cámara un personaje, uno más con la obsesión por el fruto del árbol membrillero.

Aunque la propia historia no tenga un conflicto, Erice no se voltea atrás de lo que sucede en el mundo, su personaje escucha la radio mientras pinta y sí, se deleita en música clásica pero a la vez, no ignora las noticias, que hablan de terrorismo, de accidentes automóvilisticos y del terror que se vive en Palestina, algo que en la sala de la función en FICUNAM causó el sentir de una ola que nos golpeaba a todos: el mundo no ha cambiado despúes de treinta años desde que Erice realizó esta película. A la par, hay otras reflexiones (infinitas, sería el número) que la película alza. Dialoga con el tiempo, a través de su ritmo, sus imágenes, sus diálogos, el movimiento de sus personajes, dialoga con lo que estos han vivido, amistades entre artistas que buscan fotografías que les recuerden de su pasado universitario y que, en momentos de ternura y pausa, admiten que la mejor parte de la escuela fue haberla cursada juntos, y como alguien que acaba de terminar la prepa (el que esto escribe), este pequeño momento me sacó una dulce lágrima.

Y al Erice tomar en cada personaje secundaria otro artista, nos deja asomarnos por una ventana estrecha hacia los respectivos procesos creativos de estos, y con la aparición mencionada de la mismísima cámara y el desarrollo de la obra protagónica, me quedó con la idea de que no existen las conclusiones, y que cada obra sigue en estado de obra. La casa de los personajes está en remodelación y parece, por su estado, que los trabajos necesarios para finalizar serán infinitos; los obreros, extranjeros y que en momentos se permiten estudiar y mejorar su español, habitan la casa más allá de visitarla. Interactúan con el arte de los pintores con su naturaleza de extranjeros sedientos por aprender, se bañan en curiosidad y, con su diferenciación de idiomas, Erice expande un discurso bello alrededor del lenguaje, no sólo aquel que hablamos sino aquel que caracteriza los medios artísticos por los cuales nos expresamos: todo requiere paciencia, cariño, todo es proceso. Y todo está relacionado, ya que Erice, así como no ignora al mundo a su alrededor, no ignora la ciudad en la que filma, se va más allá de las paredes del pintor y nos otorga preciosos paisajes urbanos que transmiten una cierta paz al saber que en todo ese espacio habrá estos pequeños seres que cuidan a sus árboles, que los pintan, que los recuerdan y, ante todo, que los sueñan.

Retratos fantasma

Hace un par de años me aventuré a la cineteca a ver Bacurau, una película brasileña sumamente conceptual y agresiva; me pareció la obra de alguien sin temores. Hoy me doy cuenta que aquel no era el caos, ya que el cineasta Kleber Mendonca Filho regresa con un documental fascinante detallando la ciudad en la que creció, Recife, como una llena de fantasmas. Empieza desde lo personal, aunque la película nunca es sobre él mismo, demostrando una empatía y un nivel de observación digno de un gran cineasta, uno que cae en la sentimentalidad sin dejar que esta gané. La película se divide en tres segmentos, el primero gira alrededor del apartamento donde creció, uno que rápidamente convierte en un símbolo de su madre y la mujer que esta fue, demostrando que la veía a través de una admirable fortaleza; el departamento, consecuentemente, se vuelve su madre. Se vuelve un espacio tan lleno de historia y amor que Kleber detalla entonces como, al volverse cineasta, recurrió a este espacio como una locación habitual para más de diez películas, desde sus más primerizas y estudiantiles hasta sus más profesionales y significativas. Este es el segmento más cercano a su persona en la cinta, pero a la vez establece lo que en toda la película se sustenta: las relaciones intrínsecas entre los espacios y quienes los transitan, las marcas que se dejan, la escritura histórica de la que las paredes están manchadas y, ante todo, los fantasmas que ahí siguen, y que Kleber discute sólo el cine los puede capturar, como si la producción (y reproducción) de imágenes fuera el médium máximo, idea en la que estoy muy de acuerdo.

En una entrevista reciente, el genio del terror corporal, David Cronenberg, menciona que hoy en día ve cine con tal de poder ver a gente que ya ha muerto, en “Retratos fantasma”, Kleber habla de un perro de unos vecinos, llamado Nico, que siempre ladraba, que ha muerto hace tiempo, pero cuyo sonido del ladrido, inmortalizado en el cine del director, da la ilusión que por ahí sigue, como fantasma, manteniendo el insomnio del vecindario. Pero el aspecto espectral del cine va más allá de capturar a los muertos en imagen, algo que deja muy claro la película cuando pasa a sus siguientes dos segmentos, los cuales detallan la historia de los cines en la ciudad de Recife, su historia, su importancia entre el pueblo, su abandono, su decadencia (comparable a la de la propia ciudad) y la tradición por la cual funcionaban en la época de proyecciones analógicas. Kleber hace asociaciones aventuradas y acertadas de la relación entre la iglesia y el cine, no sólo en la forma en cómo varios cines en su ciudad fueron construidos a partir de iglesias y luego, tras quebrar, vendidos y convertidos en iglesias, él también habla de la relación de los cinéfilos hacia el cine como espacio sagrado, ya que entendemos, quizás (deberíamos) que el cine es el manejo del tiempo, y creer que manejar el tiempo es un juego, ¿un juego con quién sino con la misma mortalidad?

En su parte que más me conmovió, Kleber detalla la historia de Alexandre, un proyeccionista ya fallecido de un cine que hace años cerró, espacio que Kleber pudo seguir y documentar en sus últimos dos años en funcionamiento, tiempo en el que Kleber se volvió íntimo amigo del proyeccionista. Y al llegar el momento de cerrar el espacio, el cineasta le pregunta al proyeccionista (que por cierto, que bella relación, aquel que hace y aquel que expone) si estará para ver el cierre del cine. Lo siguiente es una pieza de diálogo cuya naturaleza le rompió el corazón a todos los presentes en la sala de cine: “Cierra el martes, estaré en turno. Lo cerraré con lágrimas. Cerraré este cine con la llave de mis lágrimas”. Kleber menciona el año en el que el proyeccionista falleció, mientras vemos imágenes de Alexandre subiendo las escaleras de la sala hacia el cuarto de proyección y es imposible no imaginarlo ahí, todavía, cuidando de las películas.

Kleber regresa, regresa a su pasado, al de su ciudad, al de los cines, de repente el presente es muy solemne. Pero sigue habiendo celebración, reúne imágenes de un cine actual, salas llenas viendo clásicos como “Suspiria” de Argento. ,Lo que es conmovedor es cuando presenta imágenes del exterior de estas salas, con filas interminables de ansiosos espectadores. Reflejando una esperanza, el cine es para los fantasmas tanto como es para los vivos, es un ente vivo en sí, conectado a ambos planos de la existencia. Kleber maneja entre su ciudad, se vuelve parte de la tradición del encargo de capturarla, de hacerla película. Y en todos lados ve fantasmas, no son aterradores, navegan las ciudades en las noches, en la oscuridad, en los teatros abandonados donde grandes películas alguna vez fueron presentadas.

Y grandes películas siguen siendo presentadas, y por eso se va a FICUNAM, a llenar las salas y recordar a quienes ya no están.