Por Samuel Lagunas
Para Ruth y Arturo, que amaron esta película
mientras su abuelo Miguel cultivaba duraznos
Para las teorías clásicas del psicoanálisis del cine, la animación permite el derrumbe “por un momento de la represión que gobierna la vida cotidiana” (Pérez Cornejo, 180). Dicha frase, si tomamos en cuenta el cine animado que se hace en la actualidad, exige múltiples matizaciones; sin embargo, hasta hace muy poco la animación desempeñaba precisamente esa función: era la materialidad adecuada para representar los sueños, los deseos y todo aquello que manara de la imaginación. Quizá sea aquella primera película de “Mary Poppins” (Robert Stevenson, 1964) protagonizada por Julie Andrews donde se expresa, por vez primera, con mayor claridad este recurso: la animación es el mundo de la fantasía y de la diversión, una vía para escapar de la realidad tediosa, monótona y en ocasiones represora. El mundo de la realidad estará recalcado por la presencia exclusiva del live action y el mundo de la fantasía será el mundo de la animación: la coexistencia de ambos en una misma película permite, pues, la acentuación del conflicto entre ambos principios, si se quiere volver a la jerga psicoanalítica: el principio de la realidad y el principio del placer.
En “Jim y el durazno gigante” (1996), segundo largo dirigido por el norteamericano Henry Selick, se nos cuenta en un primer momento, a través de una voz en off, la infancia idílica de Jim (Paul Terry) en compañía de sus padres (Steven Culp y Susan Turner-Cray): puros momentos de alegría, aprendizaje y diversión. Las secuencias que resumen este lapso de la vida de Jim están marcadas también por la presencia de una imaginación libre que halla su placer en encontrarle figuras a las nubes, ejercicio alentado por el padre quien no duda en aconsejarle que cuando no encuentre ninguna forma clara, lo único que necesita es cambiar de perspectiva (a veces poner la cabeza de lado puede ser la solución).
Basada en una historia escrita por el inolvidable Roald Dahl
Cuando todo parece ir viento en popa y esos años maravillosos pintan interminables, lo insólito y perturbador -huella recurrente tanto de Selick así como de su amigo y colaborador Tim Burton- irrumpe el mundo de Jim en la forma de un rinoceronte que desciende del cielo y devora a sus padres. Sí, un rinoceronte que luego descubriremos es un cúmulo de nubes y ruidos (¿proyecciones de los miedos y deseos de Jim?) no muy distinto al Mufasa que visita desde el más allá a su confundido hijo Simba en El rey león (Rob Minkoff, Roger Allers, 1994).
La situación de Jim, no obstante, no hace sino empeorar: huérfano de pronto, sus tías Spiker (Joanna Lumley) y Sponge (Miriam Margoyles) lo recogen y aquello se vuelve un infierno: Jim se convierte en poco menos que su sirviente y su cotidianidad se transforma en una suma de restricciones. La casa que antes era un jardín paradisiaco adquiere la forma de un castillo rodeado de abrojos y de un muro que la separa del resto del pueblo. ¿Hay salida de allí? Jim aún guarda en su corazón -en el bolsillo de su camisa- una esperanza: el mapa que le dejó su padre de la ciudad de los grandes rascacielos donde todos los sueños pueden hacerse realidad: Nueva York, sí ese Nueva York que su alcalde Rudolph Giuliani por esos años se obstinaba en limpiar y proyectarlo de nuevo como el punto cimero de la civilización occidental además de, claro, totalmente seguro. A ese sitio donde Giuliani impuso la “Tolerancia cero” contra la criminalidad Jim anhela llegar, sobre todo al Empire State, icono de esa esperanza neoyorquina que entreguerras intentaba sacar adelante a la ciudad. Nueva York: el lugar de las ilusiones.
Pero Nueva York, en la mente de Jim, es sólo eso: un sueño. Sin amigos y sin unos padres que lo animen, llegar allá luce imposible. Sin embargo, cuando Jim decide proteger a una indefensa araña que había anidado en su ventana de la implacable escoba de sus tías/brujas, la situación empieza a transformarse. Un misterioso hombre atraviesa el muro y le entrega unos dulces extrañísimos que describe como lenguas de cocodrilo hervidas en un cráneo. Son, por supuesto, objetos mágicos. Pero Jim no logra mantenerlos ocultos y acaban convirtiéndose en un durazno pendiente de una rama, un durazno que, ante la vista estéril del jardín, sus tías no pasan por alto. El durazno presenta de pronto un inusitado crecimiento que Spiker y Sponge capitalizan cobrando algunos billetes a los vecinos por pasar a verlo. Jim vuelve a ser excluido, pero cuando creía que todo estaba perdido encuentra entre la tierra una de esas lenguas fluorescentes que alcanza a atrapar y que decide comer. Ello, junto con el trozo que arranca al jugosísimo durazno gigante, le abrirá una puerta al interior de la fruta. El paso por el túnel, Jim no lo sabe pero el espectador sí, nos regala una de esas secuencias inolvidables en la historia de la animación cuando la silueta real de Jim comienza a metamorfosearse en una silueta animada. Jim, al llegar al fin del pasadizo, es ahora un ser de plastilina (animado con la técnica del stop motion). Bueno, no sólo él sino también los insectos de tamaño exorbitante que viven al interior del durazno y que se convertirán, de ahí en adelante, en sus mejores amigos. Con ellos, Jim superará sus miedos y, sobre todo, volverá a creer en sí mismo recordando aquella enseñanza paterna: cuando el mundo se te cierra, lo único que necesitas es un cambio de perspectiva. En el viaje en el durazno gigante, movido por gaviotas (antecesoras de los globos que hacen volar la casa del refunfuñón Carl en “Up: una aventura de altura” [Pet Docter, 2009]) a través de todo el Atlántico hasta llegar, sí, al mismo sitio inmortalizado cinematográficamente por el King Kong de 1933 (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack): la antena del Empire State. Desde ahí, el Jim de carne y hueso, en compañía de sus amigos animados, enfrentará a sus engorrosas tías mientras que la población neoyorquina (re)descubrirá la fuerza de la imaginación y decidirá darle acogida a él y a los enormes insectos. Jim, viviendo ahora en el corazón del durazno, se encargará incansablemente de recordarles a los niños de Nueva York precisamente eso: los pequeños obstáculos, y los grandes, de la vida cotidiana requieren que alimentemos nuestra fantasía ya que es sólo ella la que nos permite el añorado cambio de perspectiva.
Basada en una historia escrita por el inolvidable, y siempre receloso de las adaptaciones cinematográficas de sus textos, Roald Dahl, “Jim y el durazno gigante” nos recuerda esa virtud inalterable de la animación: la realidad no son sólo las ruinas que vemos, son también los sueños que mueven nuestros corazones. Y sí, esos sueños pueden ser de plastilina.
Ficha técnica:
Título original: James and the giant peach. Año: 1996. Duración: 79 min. País: Estados Unidos. Dirección: Henry Selick Guion: Karey Kirkpatrick, Jonathan Roberts, Steve Bloom Producción: Tim Burton. Música: Randy Newman. Fotografía: Hiro Narita, Pete Kozachik. Edición: Stan Webb. Reparto: Paul Terry, Miriam Margoyles, Joanna Lumley, Simon Callow, Richard Dreyfuss, Jane Leeves, Susan Sarandon, David Thewlis.