Por Raúl Miranda López
El título de la novela del venezolano Rómulo Gallegos sintetiza al medio
rural bravío, indomable y natural, que ha de enfrentar un hombre culto
e intelectual venido de Caracas: Santos Luzardo.
Aquí el río (el Orínoco), sus aguas, representan la higiene, y la
humedad fluvial, la humedad erótica; Santos Luzardo, doctor en
derecho, encarna las buenas intenciones, la luz civilizada, los
propósitos para conformar la nueva sociedad a partir de la legalidad,
la ideología positivista, el progreso en expansión y el amor a la
patria.
El folclore impulsado por los medios culturales nacionalistas, esa
metáfora del aglutinamiento, hizo de Doña Bárbara una ejemplar lección
de comportamiento político para aquellos tiempos. Nombrada la película
del año, retoma la famosa novela de género paisajista, que
fuera publicada en 1929, y que contiene elementos que anteceden al
nodal realismo mágico o realismo maravilloso del boom de la literatura
latinoamericana. La novela y la película plantean la necesidad de ese
mundo por construir y narran la cruzada por el dominio de la
llanura venezolana encarnada simbólicamente en una mujer y sus
estructuras aliadas: el latifundio, el caciquismo, la presencia de los
intereses extranjeros, la corrupción del poder local, la ignorancia, la
pobreza, el atraso, el Miedo (así se llama un casco de hacienda
dentro de la historia fílmica), y el alcoholismo.
El novelista Rómulo Gallegos participó en la adaptación de su obra
literaria. Quedó satisfecho con el resultado, y con 150 mil del águila
en la bolsa, cantidad nada nimia para la época. Quien más tarde fuera
presidente de Venezuela fue invitado a México, y se quedó varios años.
Luego del éxito de Doña Bárbara, Julio Bracho llevó a la pantalla
Cantaclaro, en 1945. Siendo Canaima, de ese mismo año, y realizada por
Juan Bustillo Oro, el trabajo más logrado del cine mexicano basado en
la obra del célebre autor venezolano.
El papel estaba reservado para Isabela Corona, pero al tomarlo María
Félix, la bella sonorense de Álamo, fundó los cimientos de su carrera,
la cual comenzaba (El Peñón de las ánimas y María Eugenia, ambas de
1942, son sus películas previas), convirtiéndola en “la hembra
tremenda, dueña de vidas y haciendas, la devoradora de hombres”. Una
especie de “vamp” de la sabana, una rural o campirana mujer fatal.
Malvada que antecede brevemente a las malas Barbara Stanwyck (otra
bárbara), y Ava Gardner del cine negro. Malvada que retoma las
formas del fumar con gracia y artificio de Marlene Dietrich. Una mujer
que en esta historia, al ser violentada sexualmente de forma múltiple
cuando joven, dedicará su vida a la destrucción y castración figurada
de la virilidad de los hombres que la rodean; un arquetipo femenino que
prosperó en los años cuarenta y que la misma María ayudó a consolidar
en la cinematografía nacional.
María a caballo, con fuete en mano y pantalones de montar; con camisola
masculina que sólo será ligeramente entreabierta cuando espera llamar
la atención del refinado hombre que la perturba, en una película sobre
el rencor, el orgullo, el desdén, el aborrecimiento, la cólera,
acompañada de una partitura que comenta los sonidos naturales y los
ánimos humanos, ilustrada con coplas de “joropo” y “pasaje”, muy
cercanas al son jarocho. María, encuadrada en retóricos emplazamientos
de cámara, en dominantes contrapicados, en trabajados contrastes
claro-obscuro, con insertos de cielo, horizontes y garzas, el paisaje
como puntuación dramática, el paisaje como estados del alma,
indistintamente psicológico y plástico. María en close-up, ella y la
llanura (“llanera de llano abierto, que no se entrega al primer
golpe de vista”).
Para María Félix, esta película significó no sólo que se quedara con el
apodo con el que se le conoce, “La Doña”, sino que selló el carácter
definitorio de la diva. Octavio Paz escribió acerca de ella: “el
encuentro entre el actor y el personaje requiere cierta afinidad entre
ellos… sin esa simpatía no puede haber verdadera representación”. La
misma María Félix opinaba así: “desde que leí la novela supe que tenía
el nervio y la personalidad para interpretar el papel, pero no la edad.
El personaje de Gallegos es una señorona que ya viene de regreso de
todo. Tuve que suplir con firmeza, voluntad y toda la fuerza de mi
carácter los años que me faltaban.”
Sustentada en los regionalismos del habla venezolana, la cinta
participa de las intenciones del llamado cine de tesis, ese cine
de pasadas décadas, de personajes metafóricos y diálogos didácticos
exagerados. La película intenta conformar una visión de país que
pretende inscribirse en la modernidad, dejando atrás la violencia
rústica que, si bien fundaba un orden, para las convulsas e inciertas
décadas de los 20, 30 y 40 ya no tenía razón de ser. La violencia
no conducida por el acuerdo de intereses que conforma un estado-nación
tampoco tenía cabida en la historia hispanoamericana que clamaba por la
prosperidad y los llamados desarrollos sostenidos o “milagros
económicos” latinoamericanos. Río Escondido, de 1947, es otra
película tipo en pro de otra causa nacional: la educación pública.
Marisela, la hija abandonada y despreciada por la tirana dueña de
haciendas, ganado y almas, representa las posibilidades de
transformación de la condición silvestre y natural, en contraste con la
vorágine revanchista de Doña Bárbara, quien “toma hombres cuando los
necesita y los tira hechos guiñapos cuando ya le estorban”.
Marisela (María Elena Marqués), quien quizás tuviera más años que su
madre Doña Bárbara (como afirmó la misma María), era una niña
salvaje, luego pigmaliónicamente educada, civilizada y delicadamente
seducida por el bondadoso Santos Luzardo (Julián Soler), actor que, en
palabras de María Félix, fue una mala elección, pues no daba el
registro necesario y “no daban ganas de hacer nada malo” con él.
Y en medio de todo, los peones, los mozos de cuadra y los capataces
dicharacheros (un placer escucharlos con sus inflexiones del habla
popular), cual testigos corales de la lucha entre la brujería maléfica
que “paga manos que por ella maten”, y la determinación del hombre
nuevo venezolano, del nuevo llanero, el “doctorcito” bien parecido, que
“habla sabroso y da gusto escucharlo”. Y la Arauca, cual llano en
llamas rulfiano, una tierra que no perdona, al decir de la novela de
regionalismo entrañable, en donde “a los cristianos se les revuelven
los malos pensamientos y los malos instintos”, y en donde no se le
tiene “grima a la gloria roja del homicida”.
Recomiendo el libro María Félix, con prólogo de Octavio Paz, editado en
1992 por la Secretaría de Gobernación, la Dirección General de Radio,
Televisión y Cinematografía (RTC), la Cineteca Nacional y la Dirección
General de Comunicación Social de la Presidencia de la República.
Dir: Fernando de Fuentes
Con: María Félix, Julián Soler, María Elena Marqués, Andrés Soler,
Charles Rooner, Agustín Isunza, Miguel Inclán, Eduardo Arozamena