Por Ulises Pérez Mancilla   

Cuando Sandra Bullock tuvo en sus manos el Oscar por mejor actriz, sabía perfectamente que no lo era, tan lo sabía que un día antes fue a recoger otra presea que la condecoraba como la peor. “¿Realmente lo merezco?”, se preguntó frente a su gremio que había decidido que sí, que su tiempo había llegado. Declaró a la prensa que se retiraba feliz a comer pizza a casa, otorgándole el justo valor a un reconocimiento tan seductor como efímero, tan irreal como relativo.

La Academia que tenemos, la Academia que queremos 

La 52 entrega del Ariel tuvo como telón de fondo más de lo mismo. El discurso de Pedro Armendáriz fue conciliador y amable. Se jactó de presidir una Academia moderna porque ahora, gracias a la contribución del área de Computo Académico de la siempre loable UNAM, los votantes pudieron elegir a sus favoritos por Internet. Sin embargo, don Pedro no reparó que al hablar de modernidad hay que distinguir entre forma y fondo. Y en el fondo, la Academia sigue siendo anticuada y conservadora, fundamentada en un sistema que por su propia naturaleza se premia a sí misma.  

El hecho de que sólo aquellos que alguna vez hayan ganado el Ariel tengan voz y voto ha generado que muchos académicos sumen año con año Arieles y nominaciones imponiendo su nombre incluso por encima de las películas por las que participan. El caso más evidente de esta entrega es el de Carlos Carrera, secretario de la Academia, quien pese a su innegable talento protagonizó lo que estadísticamente es una clara contradicción: un mejor director ganador sin una mejor película nominada, que además se alzó con cuatro premios más (actriz, diseño de arte, sonido y fotografía), algunos de ellos para otros votantes de la Academia como Everardo González. Que Backyard El Traspatio“, una película superior incluso a Cinco días sin Nora” haya sido excluida de la categoría principal y que sea haya convertido en la segunda cinta más premiada por encima de las nominadas Norteado y Corazón del tiempo, da una lectura más hacia una correcta repartición de premios que a verdaderas ganas de premiar a las mejores películas del año.  

Armendáriz, como el año pasado tras el escándalo de Giménez Cacho, volvió a invitar a la comunidad cinematográfica, especialmente a los jóvenes, a iniciar mesas de debate para plantear una reforma a la ley cinematográfica mexicana. La Academia se mostró nuevamente abierta al diálogo y la confrontación crítica, pero no expuso los resultados del trabajo que se suponía hicieron en el 2009, quizá porque para entonces, la conductora Silvia Navarro había pedido ya a los invitados que fueran breves en sus discursos.   

Discursos 

Algunos ganadores confundieron brevedad con parquedad. Si bien es cierto que el presidente de la Academia invitó públicamente a no incluir dimes y diretes en los discursos de aceptación a través de la prensa, la ausencia de un ala crítica fue más que notoria. Predominaron los agradecimientos personales. Mariana Chenillo, la gran ganadora de la noche se limitó a dar las gracias, también lo hizo Carrera. Por eso sobresalió de manera especial la postura de María Novaro, quien antes de presentar las nominadas a mejor película iberoamericana recordó que el desigual problema de la exhibición de nuestro cine tiene su origen en una mala negociación en el Tratado del Libre comercio, un hecho histórico disminuido como es usual en un país desmemoriado, que cimbró en el orgullo de los presentes cuando enfatizó que otros países de Latinoamérica lo tienen tan presente, que utilizan el caso de México como ejemplo de un error. La directora de Danzón se llevó la ovación de la noche. Irónicamente, anunció al ganador de la terna más sólida de la entrega no sólo por la calidad de las películas involucradas sino por la equidad de la competencia: La teta asustada de Perú, La Nana de Chile y El secreto de sus ojos de Argentina que resultó la ganadora. Como es costumbre en esta categoría, subió un representante ajeno a la película a recibir el premio, hecho que año con año sólo confirma lo poco valorado que es el Ariel para otras cinematografías del mundo. Después de todo, ¿quién quiere un Ariel si se puede tener un Oscar?   

A veces, los premios no hablan por el talento de las personas, pero hay momentos en que son las personas, con base en su trabajo, su constancia y su profesionalismo quienes terminan por imponerse a los premios. El tiempo es un verdugo justo. Fernando Luján resultó ser el mejor actor del año por Cinco días sin Nora y dio un discurso inspirador: sencillo, directo, simpático y con el temple que sólo pueden dar los años, recordó los momentos en que había sido postulado al Ariel y lo había perdido. Una vez le ganó Pedrito Armendáriz, una vez Damián Alcázar, otra vez Damián Alcázar… pero ésta noche ganaba él y, cosas del destino, lo recibía de manos de Alcázar tras un abrazo fraternal. Literalmente sus palabras eran de aceptación, un auto reconocimiento que le hubiese sido claro con o sin premio. Un ejemplo para los actores jóvenes nominados cuya derrota no es más que una suma de aprendizaje.    

La casa de todos 

El discurso de Cazals se cuece aparte. Un cineasta de respeto que diplomáticamente agradeció leal y generoso a la que consideró su casa. “La casa de todos”, dijo el miembro honorario de la Academia en el mismo tono cordial-oficial con que Armendáriz abrió la ceremonia. Sin embargo, si habremos de validar la metáfora del maestro, sabremos que como toda familia disfuncional, siempre hay alguien que se queda afuera de la casa. Como diría Carmelita Salinas, pasa “hasta en las mejores familias”.   

Sangre nueva 

Por eso, uno de los cambios que la Academia debe asumir ya, es la inclusión de miembros que más allá de haber ganado un Ariel, se muestren interesados en participar y sean aceptados por el simple peso de su trayectoria. Cineastas altamente valiosos y constantes como Alan Coton, Amat Escalante, Iván Ávila, Julián Hernández o Issa López; periodistas y críticos especializados que marquen una pauta como lo hacen las Asociaciones de críticos norteamericanos (Boston, Chicago, Nueva York) e incluso, figuras como Sara Hoch, Daniela Michel, Joaquín Rodríguez, Arturo Castelán, Paula Astorga, por citar a algunos de los organizadores de los festivales más importantes en México y cuyo trabajo y vida giran en torno a ver películas. Ellos, a diferencia de quienes hacemos cine y estamos tan absortos en sacar adelante nuestros proyectos en condiciones agrestes, se dedican profesionalmente a analizar películas y poseen criterios mucho más amplios para calificar que un fotógrafo, que un maquillista, que un sonidista, que una vestuarista que, aunque sean miembros de la Academia, trabajan tan arduamente todo el año y tienen tan poco tiempo de ver lo que hacen sus demás compañeros que su único parámetro para juzgar termina siendo su propio trabajo (quizá por eso siempre están nominados). La inclusión de todos ellos, más el interés del 80% de los miembros de la Academia que no votaron, sería un enriquecedor sobrepeso a los criterios de una Academia urgida de credibilidad.  

Lo peor que puede pasar (que a la larga sería lo mejor) es esperar a que al paso del tiempo y de acuerdo con las exigencias del momento, la Academia se transformara de manera natural como ha ocurrido con la Academia Norteamericana a razón de ir renovando cuadros a través de la premiación de sangre nueva. Nombres como David Pablos (La canción de los niños muertos), Roque Azcuaga (Sólo pase la persona que se va a retratar), Juan José Medina (Jaulas) o el muy emocionado director regio Javier Garza Yañez (Flores para el soldado) son certeza de que a veces la sensibilidad y el talento sí logran imponerse a los premios. .  

Saldo 

En un año altamente competido donde a diferencia de otros no había un claro favorito (como en su momento pasó con Amores Perros, Temporada de patos, El laberinto del fauno o Luz silenciosa) la gran ganadora terminó siendo Cinco días sin Nora, una impecable comedia negra a cargo de la debutante Mariana Chenillo que se llevó mejor película, ópera prima, guión, actor, actriz de reparto, música y maquillaje. Un triunfo que recuerda la cosecha de premios de Cilantro y perejil en un año en que se producían menos de diez películas y que dejaba fuera del camino a Santo Luzbel y Profundo Carmesí. Le sigue Backyard, el traspatio de Carrera con cinco Arieles y la sorpresa de la noche: Conozca la cabeza de Juan Pérez de Emilio Portes que se alzó con cuatro (actor de reparto, vestuario, y efectos visuales y especiales).  Entre los tres, un rotundo triunfo del Centro de Capacitación Cinematográfica que en los últimos años ha dominado la ceremonia con los trabajos de sus egresados. Norteado ganó uno de diez (edición), pero el ninguneo más grande fue, lamentablemente, para un director de la talla de Alberto Cortés. 

Premios al fin.  

Más cine por favor

Hojeando un artículo de Columba Vertiz en un Proceso de 2001, leí las inconformidades de Sergio Olhovich, Raúl Busteros y Mari Carmen de Lara por los criterios de selección de la Academia y la usual costumbre de los académicos por autonominarse (Pedro Armendáriz en ese momento respondía que estaba en todo su derecho sí además de académico era un gran actor). Alfonso Cuarón no inscribió a Y tú mamá también en la competencia por desacuerdos con la Academia, tampoco Reygadas inscribió Batalla en el cielo. En 1997, Rafael Lafarga escribía un artículo para Cinemanía titulado “Arieles y Diosas: entre la incongruencia y el descrédito” donde escribía sobre dichos premios: “se han convertido en un teatro del absurdo donde los protagonistas son el autoelogio y la mediocridad”. Es de dominio público que Diana Lein quedó fuera de la competencia de mejor actriz por Adán y Eva (Todavía) porque “su personaje no hablaba”. El laberinto del fauno, pese a todos sus logros, era más una película española que mexicana.    

Inconformidades, injusticias e incongruencias siempre ha habido, sólo que unos años son más evidentes que otros. La propia naturaleza de los premios, altamente fascinante y conciliadora de egos, marca su propia pauta de irrealidad. Al final del día los ganadores, los nominados y los no nominados saben (por su bien) que una noche de premios es eso. La oportunidad de agradecer públicamente a quienes se enrolaron en la titánica tarea de levantar una película, un pretexto ideal para vestir lindo, una oportunidad para reflexionar hacía dónde va nuestro cine, desde lo que cada quien aporta con la elección de temáticas, planos, películas o colaboradores de sus películas, hasta el cuestionamiento crítico sobre la razón de ser de la Academia, con la esperanza de que las palabras algún día se vuelvan acciones. Una oportunidad más para proclamar  el siempre oportuno lema del Festival Expresión en Corto: “Más cine por favor”.   

Por eso, la metáfora de Cazals no es tan descabellada. La ceremonia del Ariel es por tradición una oportunidad para ver reunida a una comunidad que en el transcurso de los rodajes se vuelve tu familia. Gente que por fuerza de voluntad es afín, no importa si a unos les va mejor que a otros (porque nunca será lo mismo filmar con Lemon o Canana que echar a andar una ópera prima del CUEC o del CCC). Gente que por vocación, más allá de los premios, valora la responsabilidad de la palabra “tengo llamado”, que envejece a razón de un rodaje y entiende eso que Ripstein llama “la necesidad de filmar”. Eso que Hernández concibe como “un acto de fe”.

EN LA FOTO: Felipe Cazals

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