Große Freiheit Nr. 7
 

Por Pedro Paunero

El cine es un arte, pero también un vehículo propagandístico. Capaz de desatar pasiones y fanatismos, de crear nuevas opiniones, de ejercer una innegable influencia, ha sido usado por regímenes totalitarios, alrededor del mundo, para sus propios fines. Sabido es que, al ayatolá Jomeini, tras haber visto “La vaca” (Gaav, Dariush Mehrjui, 1969), película que había sido producida bajo el gobierno anterior, el del Sha Reza Pahlaví, le gustó tanto, al punto de aceptar que el cine perdurara, ya en la república islámica, que pudo darse el fenómeno del nacimiento de la Nueva Ola iraní, al cual pertenecieron directores de la talla de un Abbas Kiarostami. No era que, en el Irán islámico, no se practicara la censura –“La vaca”, de hecho, fue censurada durante un año, lanzada varios años después con gran éxito, y premiada a nivel internacional-, sino que el cine pudo tener un lugar, bastante destacado, en un país en el cual el régimen ejercía un poder opresor, incluso sobre el pensamiento.

Producciones que deben verse, apreciarse y valorarse, en su propio contexto histórico, por sus propios méritos o defectos, de entre el conjunto de películas filmadas bajo el nazismo y el comunismo soviético, destacan varias obras maestras, prontas a ser rescatadas de la infamia que pesa sobre estas. Goebbles en la Alemania nazi, Lenin y Stalin en la Rusia soviética, fueron conscientes del cine como medio para aleccionar a las masas. Pero también la aplastante influencia de la maquinaria de oropel de Hollywood, que cualquier miembro de los partidos nazi o soviético hubiera preferido ocultar, determinó gran parte del destino del cine de entretenimiento, tanto en Rusia como Alemania, más allá del medio propagandístico.

La época dorada del cine musical americano principia con “Calle 42” (42nd Street), del infalible Lloyd Bacon, de 1933, año en que se exhiben otros dos títulos paradigmáticos, “Desfile de candilejas” (Footlight Parade), también de Lloyd Bacon y “Vampiresas” (Gold Diggers of 1933) de Mervyn LeRoy, que incluye los aclamados números musicales de Busby Berkeley. La Gran Depresión orillaba al público a evadirse. Y el cine ofrecía evasión de calidad. Europa y Rusia no serían ajenas a esta clase de fantasías. Es por esto que, debajo de la mala fama que occidente propagó sobre el cine nazi y soviético, como entes rígidos, filmados más para autómatas que para seres humanos, resulta toda una sorpresa descubrir el cine popular que floreció en aquellos países. Hubo musicales en la Unión Soviética, y hubo musicales en la Alemania Nazi, citemos tan sólo “Frauen sind doch bessere Diplomaten” (1941) de Georg Jacoby, inscrita en lo que los alemanes llamaron “operetas habladas” y, quizá, su mayor expresión, que tenía como estrella refulgente a la actriz húngara Marika Rökk, entregada por completo al nazismo, y que amaba a Hitler. Como, igualmente, hubo melodramas pasionales y, por supuesto, un cine meramente político, de doctrina al servicio del Estado.

“Bajo los puentes”: la apoteosis lírica de Helmut Käutner.


    
Mientras el cine de la Alemania nazi soñaba con parecerse a Hollywood, o superar a Hollywood, produciendo películas glamorosas y patrióticas, todas con el sello de su ideología, el director Helmut Käutner se caracterizó por su anómala independencia. Su cine está impregnado de música –sin caer en la melcocha y el exceso de los musicales- y de profunda melancolía. Muchos consideran “Große Freiheit Nr. 7” (1944) no sólo como su obra maestra, sino la mejor película rodada durante el nazismo. Filmada en flameante “Agfacolor” (la alternativa alemana al Technicolor y al Kodachrome), es la historia del marinero Hannes Kröger (Hans Albers), alcohólico, atormentado y avejentado, enamorado de la joven y hermosa Gisa Häuptlein (Ilse Werner) que –no podía ser de otra forma-, ama a otro. El rodaje de esta película –cuyo título alude a la dirección postal de un bar frecuentado por marinos- inició en Hamburgo, pero los bombardeos continuos obligaron a la producción a trasladarse a Praga para terminarla. Käutner fue forzado a cortarla, según instrucciones de Goebbels, hasta que la película, finalmente, fue prohibida. Como dato curioso, el velero que aparece en la cinta, bautizado como “Padua” por los alemanes, fue entregado como parte de la reparación de guerra a los soviéticos, quienes lo rebautizaron como “Kruzenshtern”, célebre hoy en día al formar parte de una de las muestras de amistad rusa, en las festividades noruegas que recuerdan la firma de la constitución de su país.   

Sobre su onirismo cursi, que deriva en pesadilla, plenamente justificado en el melodrama, y las tristes canciones interpretadas por Hans Albers (que había hecho del Barón de Münchhausen, en la súper producción de Josef von Báky, del año 1943, realizada expresamente para celebrar el 25 aniversario de la UFA, por órdenes de Goebbels, y transformado en una especie de marinero cantante, arquetípico, durante su carrera), yo prefiero “Unter den Brücken”, filmada en 1944, pero estrenada en 1946, por lo que se la inscribe entre las películas “Überläufer”, aquellas que fueron comenzadas a filmarse en el Tercer Reich, pero que se terminaron o estrenaron después de la guerra, que narra una atemporal historia de amor, tan repetida que parecería pertenecer a un tiempo mítico. En esta cinta, Käutner vuelve al triángulo amoroso de  “Große Freiheit Nr. 7”, y a las historias de marineros. Pero es la forma de narrarla lo que la hace diferente. La influencia de las teorías neorrealistas en su trabajo es notoria –pero no solamente estas-, porque vivió en la Italia de Mussolini, y regresó a Alemania para rodar bajo el régimen en una, por demás curiosa, libertad, por lo que debemos considerar que, a Käutner, se le reconocía como lo que era, un artista.

“Unter den Brücken” incluye una hermosa secuencia filmada “bajo los puentes”, a los que alude su título original, mismos que se levantan sobre el río Havel que fluye a través de varias ciudades alemanas, que no sólo remite a la sublime obra de arte de Jean Vigo, “La Atalanta” (L´Atalante, 1934), a la que se acerca mucho en sus intenciones, sino al “Realismo Poético” francés de la que esta última es piedra angular, y cuya estética ejercería una indudable influencia en el posterior neorrealismo italiano. La heroína, Anna Altmann, fue interpretada por la berlinesa Hannelore Schroth, que logró, de alguna manera, no involucrarse en proyectos abiertamente propagandísticos, a diferencia de su esposo en la vida real, Carl Raddatz, que sí lo hizo, y que en la película interpreta a Hendrik Feldkamp, uno de los dos marinos que la pretenden. El otro marino, Willi (Gustav Knuth), viaja en la misma barcaza que Hendrik, por ser su socio. Los acompaña Vera, una gansa, que aparece como mascota efímera, de la que el espectador se prendará instantáneamente. Sus vidas transcurren a bordo de la Lieselotte, “siempre en la ruta del remolcador”, contemplando, desde abajo, la belleza de las muchachas que miran el paso de las embarcaciones en lo alto de los puentes, y que llevan ligeros vestidos veraniegos. Los socios charlan sobre sentar cabeza; uno podría vivir con su pareja en la cabina, el otro en la proa, mientras visitan y cortejan a la misma camarera en un restaurante, cita que resulta un fiasco. La canción que interpretan, bañada de tibia tristeza, se hace escuchar, obsesiva:

“Ven, hijo mío, ahora ya sabes, nada dura para siempre. En los puentes, too lee doo, las chicas caminan adelante y atrás…”

Ir detrás del remolcador, razonan los socios, no les deja tiempo de vivir la vida y experimentar el amor. Hendrik tiene la idea de conseguir un motor a diésel para atracar donde quieran, y cuando quieran. Podrían conseguirlo en ocho años. En Potsdam, mientras sueñan con ese cambio en sus vidas, sobre el afamado puente Glienicke (que, pocos meses después de filmar la escena, sería dañado por los bombardeos aliados), Willi localiza a una posible suicida, Anna, que solloza mirando al río, al que deja caer algo, quizá una nota póstuma, que los socios rescatan, para percatarse que es un billete de diez marcos. Intentan disuadirla de cometer ese acto, pero ella niega haber querido morir ahogada, y la invitan a ir con ellos en la barcaza. La muchacha va, sólo para que le sea devuelto el dinero, y Hendrik le propone el viaje a Berlín, a donde ella quería llegar desde el principio, a cambio de los diez marcos que servirán como base de ahorro para el motor. Anna, nerviosa (la puerta de la cabina no tiene llave y cualquier ruido la pone en alerta), es tranquilizada por Hendrik, quien le enseña a escuchar los sonidos del río por la noche: el viento en los cañaverales, el agua golpeando sobre el casco de la barcaza, una rana que salta al agua, las cuerdas tensándose y apretándose sobre los bolardos, la palanca de dirección –el “corazón de la barcaza”- que cruje. Hendrik es experto en imitar tales sonidos poniéndose la mano sobre la boca, y se entera que ella es originaria de Silesia, que ha vivido seis meses en Berlín, pero no le cuenta la razón de la escena del puente. Cuando Hendrik, pretendiendo agasajarla antes de su desembarco en la capital, cocina a la gansa amaestrada, Anna no puede soportarlo –ni nosotros tampoco, porque es el cometido de la escena- y decide bajar a toda costa, no sin antes confesar que, aquellos diez marcos, los había ganado como modelo de desnudo. A partir de este incidente, las alusiones sexuales –que se deslizan hacia un erotismo tenue, siempre sugerido, que nos revela, realmente, a tres seres inocentes para el amor-, y los hechos de leve comicidad –que provocan más de una sonrisa-, se resuelven en la escena que se desarrolla en el estudio del pintor, al que Hendrik ha ido para develar el misterio de Anna posando: un trabajo de cámara muy hermoso, equivalente al de una coreografía dancística.

“Unter den Brücken”, como “Malombra” (Malombra, Mario Soldati, 1942), en Italia, o “Los niños del paraíso” (Les Enfants du paradis, Marcel Carné, 1945), en Francia, es uno de esos prodigios épicos, resultado de un rodaje bajo condiciones adversas, muchas veces al fuego de los bombardeos aéreos, filmados al margen de las ideologías o los momentos históricos que las alumbraron. En “Unter den Brücken” el tiempo corre plácido, dueño de su propia diégesis, sin correlación con su presente extradiegético. Una verdadera proeza, si se toma en cuenta que, tan sólo un mes después de terminarse, Hitler se suicidaba en el búnker de Berlín. Käutner logra, al evadir toda responsabilidad política, contar una historia con resonancias atemporales, como la Dafnis y Cloe del autor Longo de Lesbos, que viviera en el Siglo II, totalmente humana y, por lo tanto, universal en sus alcances. El secreto de este tipo de películas es sencillo, una vez que se comprende: el público, no importa la ideología en la que se encuentre inmerso, ama, sufre y se identifica con lo que sucede en pantalla –o en el escenario teatral, como advirtiera Aristóteles, ya en el Sigo IV a. C.-, y responde a lo visto, escapando de la realidad, en un eminente acto catártico. Longo lo dijo ya, hace mil ochocientos años:

“…esperando que mi trabajo ha de ser grato a todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos otros.”
   
Acaso el único defecto, si tal es lícito señalar en obra de esta calidad, sería el conservadurismo desplegado en la idealización de la amistad entre los dos hombres, en esa lealtad inquebrantable, que ni siquiera la mujer puede afectar, al final.


Boris Barnet, comicidad y multiplicidad de voces.

El que un cine como el de Käutner pudiera existir, aun con los cortes obligados por Goebbels, demuestra una tendencia al escape de la realidad más acuciado en el nazismo que en el comunismo soviético. Véanse los ya mencionados, apoteósicos musicales nazis de Marika Rökk, por ejemplo, que emulaban los de Hollywood. Bajo el régimen comunista, en el que este género comenzaría con la defectuosa “Los alegres muchachos” (Vesyolye rebyata, 1934), de Grigori Aleksandrov, celebrada por el mismísimo Stalin, y homenajeada en la popularísima “Noche de Carnaval” (Karnavalnaya noch, 1956), de Eldar Ryazanov, no sería sino hasta la muerte de aquel, que este tipo de cine pudo ponerse a soñar, a liberarse, y a convertirse en una forma de arte por sí mismo, revísese para ello el catártico y sensualista “Salmo Rojo” (1972), del húngaro Miklós Jancsó, una oda épica y gloriosa al trabajo de cámara. El peso del régimen, lo sabemos, perduró más tiempo en el bloque oriental, hasta el final de la Guerra Fría.

El cine soviético destaca por sus alcances técnicos y estéticos, más allá de los tropezones como el cine musical, y tiene en Boris Barnet, a uno de esos “cineastas de cineastas”, más admirados por sus colegas que por el gran público –al que, evidentemente estaban destinadas sus producciones-, al grado de haber sido admirado por un Andrei Tarkovski, pero que había sido poco conocido en occidente, hasta hace poco, pero que, cuando lo fue, se ganó entusiastas elogios de parte de la crítica -por ejemplo, de un Jonathan Rosenbaum-  y de los propios directores, como Jacques Rivette, que lo consideró el mejor director después de Eisenstein. ¿Realmente merece tantas consideraciones, la obra de Barnet? Veamos.

Su historia es atípica. Nacido en Moscú, tuvo una ascendencia británica, cuando un abuelo suyo, el impresor Thomas Barnet, supuso que era buena idea trasladarse al, por aquel tiempo, Imperio ruso. Y quizá lo fuera. La familia floreció y nuestro director, tan variado en vida como sus híbridos cinematográficos, pasó del ejército al boxeo y de ahí al cine. Pero la vena humorística de Barnet asoma, lo que nos cuenta –en una especie de secreto de confesión-, que el cineasta hubiera preferido dirigir comedias, slapsticks, screwball o musicales, a otro tipo de cintas. Incluso, debemos recordar al Barnet actor en esa maravilla satírica que es “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques” (1924), dirigida por Lev Kuleshov, ni más ni menos, ese director y teórico del cine a quien debemos el concepto de “efecto Kuleshov”, que aplica perfectamente en esta sátira en la que se burla de los Estados Unidos y su concepto “erróneo” hacia la recién parida Unión Soviética. West (el apellido deliberadamente nos remite al “Oeste”, ya sea al “Far West” o a la situación geográfica de América), es un diplomático gringo tonto y miedoso (interpretado por Porfiri Podobed, con un parecido con Harold Lloyd que no es coincidencia), que lleva consigo a un vaquero estereotipado como guardaespaldas, que responde al nombre de Jeddy, y que no es otro que Barnet. Al llegar a Rusia, los soviéticos notan sus temores y se valen de estos para burlarse de él, a costa suya. 

Todo en “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques”, es deliberado e intencional, ya que no sólo apuesta por la sátira hacia los temores americanos, –valiéndose de la técnica, el montaje, que su autor creara-, sino que rehúye la solemnidad patriótica, o mejor dicho, patriotera, de las producciones del régimen, en pos de la comedia inteligente, que llega a las masas y las con-mueve. Kuleshov entendió que el público adora reír, y que las slapsticks tenían un éxito arrollador en todo el mundo, así que, tomaba todos los elementos de la comedia americana, y se las estampaba a ellos mismos –desde la mirada rusa, soviética-, en plena cara.  

Pero, el peso del régimen, aplasta siempre y, a pesar del ingenio a la hora de hacer a un lado las directrices “que vienen de arriba”, se transparenta la decisión de “quedar bien” con el mismo, así, en “Las extraordinarias aventuras…”, el final se inclina por una absurda escena en la que Mr. West, convencido de las bondades del Soviet, telegrafía a su esposa y le pide poner una foto de Lenin en su casa. En el caso de Barnet, su final, para un ser tan vitalista, es aún más trágico, ya que se suicidó en 1965, en Riga, Letonia, ahorcándose en la habitación de un hotel, a los 62 años de edad.     

Por lo general se considera “Suburbios” (Okraina, 1933), su mejor trabajo, situada en el escenario de la Primera Guerra Mundial, impregnada de esa cualidad “muy rusa” que han sabido localizar en la obra de Barnet, un humor melancólico, que nunca es negro, como si la vida fuera tan gris como el invierno, al que llenan de celebraciones para sobrevivirlo. Pero Barnet es Barnet, por lo que sus elementos y constantes cinematográficas son mucho más profundas, y siempre escapan al encasillamiento. De ahí que la crítica suela caer en el equívoco y pueda localizar propaganda en sus filmes, o negar que exista en estos. “Suburbios” se convierte en un filme experimental y marginal a la vez, a pesar suyo, debido al ingenioso uso del sonido primitivo que hiciera Barnet, no tanto por consciencia de crear algo nuevo. Su puesta en escena se da a través de una sucesión coral de historias: una huelga en una fábrica, la relación de una muchacha prisionera con un soldado alemán o los efectos de la guerra en el ánimo de los involucrados. 

En una presentación, escrita por el psiquiatra español Monserrat y Esteve, célebre por introducir la teoría cibernética a la psiquiatría, para el libro “Reflejos condicionados e inhibiciones” de Pávlov, se señala que, bajo el férreo control soviético, se obligaba a cualquier médico, so pena de ser declarado “desviacionista”, a presentar sus investigaciones académicas con un prólogo en el que, “aunque breve”, “debía hacer referencias a Lenin y a Stalin y, por otro, debía declararse seguidor de la línea de Pávlov, aunque el trabajo tratase de un tema tan alejado de los de éste como, por ejemplo, el de las fracturas del astrágalo”. He ahí el Big Brother en su máxima expresión. Nadie escapaba a este tipo de imposiciones. Tan sólo se las podía soslayar.

 

En su película “Al borde del mar azul” (U samogo sinego morya, 1936), Barnet cuenta una historia que, en Alemania, Käutner contaría una y otra vez, y mucho mejor, la del triángulo amoroso y el mar, en un marco apolítico. Dos náufragos, Yussuf (Lev Sverdlin) y Alyosha (Nikolay Kryuchkov), son rescatados por un barco de pescadores que, prácticamente, los deja varados en una isla edénica (en Azerbaiyán, sobre el Mar Caspio), donde conocen a Mariíta (Yelena Kuzmina), una rubia insulsa, que resulta ser jefa de la brigada femenina en un koljós, después de escasos minutos de echar a andar por la playa. Descubrimos que los náufragos son mecánicos, con la misión expresa de viajar a la isla a suplir a los locales -enviados fuera, a servir en el ejército-, pero, al momento de presentar los documentos que los avalan como tales, se dan cuenta que sólo llevan consigo un par de papeles deslavados por el mar. Yussuf y Alyosha son instalados en el koljós “Llamas del comunismo”, y pronto se adaptan a la vida de la isla. Yussuf, pone la nota cómica en el trío, y Alyosha se queja de “dolores en el corazón”, para evitar salir a la pesca. Prefiere pasar a la casa de Mariíta, dejarle flores y todo podría haber seguido en un tono de felicidad sonriente, de no ser por los celos de Yussuf. No faltan los actos heroicos, en medio de la tempestad, y la tragedia aparente, en una cinta que se decanta, gran parte del metraje, a mostrar el oleaje embravecido, eso sí, bellamente fotografiado por Mikhail Kirillov, pero cuya reiteración llega a ser cansina. 

El tema de la amistad, puesta a prueba por el amor de una misma mujer, como en el caso de “Unter den Brücken”, es omnipresente, pero este no es sino el tópico más importante, más recurrido, a la hora de contar una historia de triángulos amorosos, y no una coincidencia, o el que una película haya tenido influencia en la otra. Un lugar común, muy efectivo, para narrar este tipo de cuentos pasionales.  

Su mérito radica en su particular destreza para eludir la propaganda descarada, como señalé más arriba, a pesar de que parte de la historia transcurra en la granja comunal, que no es sino un marco obvio, espacio temporal, en una trama que deriva en el conocido conflicto amoroso, en un escenario natural que se deslinda del “Realismo soviético”, para narrar lo que a él le interesa sobre todo, un retrato muy humano de la pasión. Sus náufragos sufren la burocracia, aun en un rincón tan apartado del Comité Central, pero viven a pesar de ello, lo que en la sangre hierve. Se trata de un guiño velado, bastante ingenioso, que cuando se descubre provoca una sonrisa de complicidad en nosotros, porque lo que Barnet está haciendo es satirizar lo infame del régimen, en plena cara del Estado. Eso es lo que, como en el caso del final de la “Viridiana” de Luis Buñuel (1961), más intensamente erótico por lo que no muestra, no supieron ver los censores. El caso de “Viridiana” es paradigmático: la censura franquista ordena cambiar el final, Buñuel “obedece”, pero incide, al meter el dedo en la llaga. Barnet hizo lo mismo aquí, y dividió a la crítica después, pero ¿no están, igualmente, repletas de elementos y situaciones propias del capitalismo, las películas del mismo periodo en Hollywood? Veamos, para esto, “Gran Hotel” (Grand Hotel, 1932), de Edmund Goulding, en la que se subraya que el dinero es causante de tragedias.         

Existe en “Al borde del mar azul”, esa poderosa impronta de “La Atalanta” de Jean Vigo, ineludible e inevitable, y la película arrastra, todavía, resabios de la era silente como los intertítulos explicativos en una cinta que ya es sonora –con diálogos hablados-, y musicalizada (incluyendo canciones), y está montada de manera molesta, al principio sobre todo, con huecos en el guion (¿los marinos iban a bordo de un barco que naufraga cerca de la costa a dónde, obligadamente, tenían que llegar? ¿No es forzada la situación?), que nos hace replantear el entusiasmo que la crítica ha tenido con la cinta.

Pero, lo que realmente nos interesa, en el caso de Barnet y en el de Käutner, es que ambos encontraron su propia voz, y supieron expresarla, crear arte, y dar mucho de sí mismos (la teoría del autor es aplicable, para los dos realizadores), bajo las condiciones más duras, hostiles y peligrosas en las que cualquier director pudiera trabajar. Ese es suficiente mérito, por sí mismo, para ver, una y otra vez, sus extraordinarias realizaciones.           


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Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.