Por Lorena Loeza

El llamado cine de autor podría considerarse una de las formas más acabadas de hacer cine, una especie de “nivel superior” de la creación cinematográfica. El que un artista tenga autonomía total para plasmar su visión particular, a través de técnicas narrativas, visuales y dramáticas, parecía el ideal creativo al que podría aspirarse en el séptimo arte.  Es por ello que el cuestionamiento a las personas que lograban este nivel de creación,  pocas veces había sido cuestionado.

La manera en que muchas de estas figuras han sido veneradas, nos hacía concebirlos como personas “iluminadas” y peculiares. Del mismo modo que hay un  estereotipo del “científico loco” existe uno del “artista excéntrico” y las divas y divos del séptimo arte eran prácticamente intocables en este rubro.

Sin embargo, en pleno siglo XXI,  el movimiento Me Too (#MeToo) irrumpe en la escena  denunciando de manera abierta —por primera vez—  el acoso y agresión sexual que existe en la industria hollywoodense. Connotadas actrices han sumado sus voces para denunciar algo que antes sólo se dirimía en programas de chismes de la farándula y revistas del corazón.  Por supuesto, las primeras “víctimas” de este movimiento fueron figuras poderosas, como el productor Harvey Wienstein, que en medio del ojo del huracán, solo atinó torpemente a ofrecer disculpas. Pero la mecha estaba prendida y se sucedieron numerosos ejemplos, como el de Kevin Spacey y su separación de uno de los más grandes éxitos de su carrera —la serie “House of Cards”— al tiempo que se revivió la polémica por casos antiguos, como los de Roman Polanski y Woody Allen, y sacó a la luz los de celebridades e iconos cinematográficos ya fallecidos que nunca fueron llamados a cuentas, como Marlon Brando y Alfred Hitchcock.  En la discusión, también fueron condenadas las “defensas” de Quentin Tarantino —que terminó por ser acusado también—  Catherine Deneuve, Morrisey y Michael Haneke.

El caso es que hoy por hoy tenemos muchos casos de orden muy diferente, que en el fondo solo hablan de lo permisiva que ha sido la industria con sus grandes creadores y cómo esta doble moral generó castigos y sanciones diferentes dependiendo de quién se tratara. De todos los mencionados, Polanski es el único que pisó la cárcel por el  hecho del que se le acusa y sobre quien pesan cargos hasta la fecha, mismos que lo han convertido en fugitivo de la justicia norteamericana desde los años 70. Polanski no se ha declarado inocente en todos estos años, como por ejemplo si lo ha hecho Woody Allen. Si bien Allen ha negado todo el tiempo las acusaciones de haber molestado sexualmente a su hija adoptiva, al separarse  de Mía Farrow, contrajo matrimonio con Soon-Yi Previn otra de las hijas adoptivas de la pareja, que en ese entonces tenía 20 años. Farrow pasó a ser tildada de despechada y vengativa mientras Allen y su nueva y joven esposa desfilaban en las alfombras rojas a los ojos de todo el mundo.

Pero en ninguno de los dos casos, ambos cineastas dejaron de ser llamados “genios” ni dejaron de producir películas. Tampoco nadie cuestionó a la industria y más allá del escándalo, finalmente en Hollywood no pasaba nada. Los casos de la violación real a María Schneider por parte de Marlon Brando durante la filmación de “El último tango en París” con la venia de  Bernardo Bertolucci; o las denuncias de Tippi Hendren del acoso y violencia que había recibido por parte de Alfred Hitchcock durante el rodaje de “The Birds”, no pasaban de ser consideradas como anécdotas “extravagantes” en el proceso de grandes cineastas al crear auténticas  obras de arte.

La verdad es que cada caso es diferente. Lo de Polanski y Woody Allen sucede en el ámbito de sus vidas personales, lo de Weinstein en el uso de su poder y privilegios como productor, exigiendo favores sexuales a cambio de financiamiento y papeles en grandes producciones. El caso de Hitchcock y de Tarantino, apuntan a algo más allá que hasta ahora parece estar fuera del debate. La industria fílmica, dominada por hombres, hizo parecer naturales los excesos y excentricidades de los artistas —siempre hombres— que la creaban.

Sin embargo, #MeToo sí está haciendo hoy algo diferente: lograr que por primera vez haya consecuencias, si no legales, que por lo menos exista alguna sanción social. Es aquí donde muchos personajes de la industria han desestimado lo serio de las denuncias  considerando que la “caza de brujas” sólo está orientada a destruir carreras y reputaciones.

Justo entonces, el asunto tendría que dar un giro diferente, porque muchas de estas acciones se justifican diciendo que las faltas de grandes creadores se perdonan porque han dado como resultado obras que amamos y que cambiaron el rumbo de la historia de un arte tan complejo. Es por ello, que quizás sea momento de aclarar algunos puntos importantes.

Partamos del hecho simple y verdadero de que la violación, el acoso y la agresión son delitos, que no se minimizan por el hecho de que quien los comete sea un gran artista. Es verdad que por  mucho tiempo, la industria impidió que estos casos se denunciaran por una razón simple: dejaban muchas ganancias.

Ya en el plano del negocio, el fin parecía justificar todos los medios y por tanto, Hollywood y el mundo miraron para otro lado y naturalizaron la violencia y la inequidad en contra de las mujeres dentro del gremio fílmico.

#MeToo toma por sorpresa a la industria logrando algo para lo que el gremio fílmico no estaba preparado: el descrédito y la deshonra.  Y si a alguien le preocupa que sus ídolos se vengan al piso descubriendo sus verdaderos rostros, es porque quizás sea momento de también dejar algo en claro: hay personas para la que ni siquiera el arte es capaz de ayudarles a conjurar a sus propios demonios. El fandom system que tanto ha explotado la industria hollywoodense, nos hacía pensar que venerábamos nuevos modelos a seguir, llenos de virtudes y ningún defecto. Divas y divos que como dioses, eran diferentes a nosotros y nuestras preocupaciones mundanas. La decepción es mucha porque hace que rueden nuestros ídolos por los suelos, y por ello nos indigna que algunas personas se hayan atrevido a cuestionar lo incuestionable.

Pero en medio de tanta desilusión, al parecer solo queda una cosa por hacer. Separar a las personas de sus obras, como premisa urgente y necesaria. Entender que hacer arte no es sinónimo de impunidad. Y procurar que la sanción social no esté cargada de doble moral, ni de juicio parcial. Quien tenga que denunciar que denuncie y que se aplique todo el peso la ley para quien es culpable, no importando lo creativo o famoso que sea. 

Pienso ahora —a manera de epílogo—  en alguien como Klaus Kinski, en su tormentosa relación con Werner Herzog y en general con el mundo. A su muerte, muchas historias terribles de las filmaciones y su vida personal salieron la luz. Tarde como para confrontarlo,  solo nos queda  volver a ver las cintas, sabiendo que son producto del trabajo de una persona con conflictos personales severos, a la cual el arte nunca pudo redimir. Desagradable, iracundo y violento, Kinski es el mejor ejemplo de que la virtud debe ser otra cosa, más allá de una cualidad artística excepcional. En realidad es una pena que el movimiento #MeToo haya tardado tanto en llegar. Quizás Pola y Natasha Kinski  —sus hijas— se preguntan ahora porqué no pudieron denunciar antes, y porqué si hay tantos testimonios de la atroz conducta de su padre, cuando fueron agredidas la industria, el público, la familia, simplemente prefirió mirar hacia otro lado y seguir llamándolo genio.