Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
Historia del cine mexicano
La circunstancia del cine mexicano para 1949 mostraba un tejido enmarañado. Sin embargo, fue un año de gran producción: 108 filmes, es decir, 27 más que el año anterior. No obstante, esta enorme cifra era engañosa pues, como se dijo líneas atrás, la cantidad avanzaba en detrimento de la calidad, según las estrategias de ahorro de costos y de tiempo que imponían los esquemas de producción-distribución-exhibición.
En medio de pugnas enconadas entre los diversos grupos de la industria (productores, sindicatos, exhibidores, distribuidores, actores, etcétera) que buscaban el control sobre ella así como obtener mayores beneficios económicos, era muy esperada la promulgación de la Ley Cinematográfica. Así por ejemplo, muchos productores suponían que ella sería el amparo oficial para protegerse contra los intereses del monopolio de exhibición, y otros tantos aspiraban a que ésta fuera una garantía para neutralizar una censura desmesurada. Por su parte, los pequeños productores independientes pretendían que la ley los pudiera favorecer para obtener, por fin, suculentos bocados del Banco Nacional Cinematográfico, convertido en guarida de los más poderosos. En fin, lo que mayoritariamente se esperaba es que esta Ley pudiera balancear los mecanismos de la industria, desde su producción hasta su exhibición, para alejarla de los fantasmas de la fragilidad y la crisis, y así afianzar, por los siglos de los siglos, una producción regular y estable.
No fue así. Argucias y embustes legales de los monopolios, los sindicatos, y las mafias fílmicas, como adelante se verá, fueron suficientes para burlar una ley que de nacimiento era defectuosa. En 1952 ésta se enmendaría, y permanecería vigente durante cuarenta años (en el Anexo A se reproduce íntegra la Ley de la Industria Cinematográfica de 1949).
El 6 de agosto de 1951 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Reglamento de la Ley de la Industria Cinematográfica. Este contenía de un modo más preciso las tareas que habrían de llevar a cabo la Secretaría de Gobernación, a través de la Dirección General de Cinematografía, como el instrumento oficial encomendado para estimular a la industria y para favorecer la calidad del cine mexicano y, sobre todo, dedicado a hacer cumplir la ley, de acuerdo a sus oficios administrativos: la supervisión -o censura-, la asesoría técnica y el registro de los filmes producidos en el país, así como la creación de una cineteca que, por cierto, no se constituiría sino hasta veinte años después.
El reglamento también aludía a las funciones de unos llamados Consejo Nacional de Arte Cinematográfico e Instituto Nacional Cinematográfico, creados por decreto, cuyos cometidos convergían en un denominador común: velar por el crecimiento tanto comercial como creativo del cine mexicano. Estos dos organismos, verdaderos espíritus del desinterés, nunca ejecutaron en verdad una acción encomiable, ya no digamos por su incompetencia, sino por su nula operatividad.
Con este reglamento se completaban los argumentos jurídicos para la regulación de la industria cinematográfica. Sin embargo, a la vista semejaban un telar confuso y enredado en el que cada hilo formaba distintos vértices, sin que se pudiera distinguir con claridad la función de algunos de ellos; así por ejemplo, además de los institutos creados exclusivamente para el cine, como la Dirección General de Cinematografía, el Banco Cinematográfico y el famoso Consejo de Artes Cinematográficas, aparecían dentro de la misma plataforma entidades insospechadas para los quehaceres de la industria, como varias secretarías de estado o el Departamento del Distrito Federal.
Además de todo lo anterior, en 1951 un nuevo ingrediente se añadió al espectro cinematográfico: el inicio de la televisión comercial en México, a manos del emporio que manejaba el magnate de las telecomunicaciones, Emilio Azcárraga Vidaurreta. A la postre, la televisión se convertiría en una competencia directa que habría de influir en el curso del cine mexicano y en la formación de los espectadores de un modo determinante.
En 1952 Adolfo Ruiz Cortínez asumió la presidencia del país en medio de un escenario ciertamente estable, aunque afectado por nuevas variables del orden nacional e internacional. En este sentido, este periodo significó un momento de tránsito en el cual el Estado debió replantear el pacto social para hacer los ajustes del modelo económico y político que provenía de la guerra y de la inmediata postguerra. Estos ajustes gravitaban entorno a la facultad del Estado para mediar y regular sus relaciones con los actores sociales principales y la dinámica global de desarrollo, orientada hacia el impulso a la industrialización. Esa coyuntura arrojó un saldo positivo en cuanto a que pudo resarcir los desperfectos causados por el fin del auge anterior, mediante mecanismos que estabilizaron las finanzas y el ambiente político del país. No obstante, en contraparte disminuyó la celeridad del crecimiento y alimentó contradicciones sociales -como la desigual distribución de la riqueza y la concentración de influencia en pocos grupos económicos- que se manifestarían en lo sucesivo de un modo gradual.
Bajo esta luz, el nuevo gobierno emprendió con enjundia la tarea orquestadora y reorganizativa del cine mexicano. A través de su brazo derecho en asuntos cinematográficos, es decir el Banco Nacional Cinematográfico y su flamante director, Eduardo Garduño, la nueva administración buscó rediseñar el mecanismo de la industria de tal modo que se balanceara el poder del monopolio de exhibición de Jenkins con el del resto de las partes de la industria: productores y distribuidores.
Otro propósito de la nueva organización era el de redefinir las políticas crediticias del Banco con el afán de financiar películas que poseyeran, al menos sobre el papel, el binomio calidad – rentabilidad, contra el financiamiento de proyectos proclives al enlatamiento o al fracaso comercial por su ínfima calidad. El problema que se buscaba erradicar era la pérdida de capital, puesto que, normalmente, los productores que podían confiar en el éxito comercial de algún proyecto suyo, ya sea por su argumento o porque en su reparto aparecían figuras rutilantes y taquilleras, no recurrían al financiamiento del Banco, sino al de las grandes empresas productoras. Los restantes, los que tenían en sus manos un proyecto de dudoso futuro comercial, generalmente nulo y poco ambicioso en términos creativos, eran los que se servían de los favores del Banco. En estos casos, muy abundantes por cierto, el Banco no recuperaba su inversión y acumulaba pérdidas tras pérdidas.
Para sanear estas prácticas insolventes y poco exitosas también en términos creativos, Garduño elaboró un programa, el “Plan de Reestructuración de la Industria Cinematográfica” mejor conocido como Plan Garduño. La finalidad del plan era apoyar y estimular la producción de películas cuya capacidad de recuperación comercial fuera segura. La línea vertical del programa era el corporativismo. Para ello, se constituyeron una serie de instituciones y empresas abocadas a vigilar la calidad y a favorecer la producción de cintas mexicanas como productos de venta. Para estas nuevas entidades se buscaba la participación de los diversos grupos de la industria fílmica (sindicatos, exhibidores, distribuidores, productores, actores, etcétera) para que entre todas las partes se conjugara una ecuación común: asegurar los mercados y la comercialización del cine mexicano.
Las compañías distribuidoras de películas fueron el eje del plan (las ya existentes Películas Nacionales S.A., para el mercado del país, y Películas Mexicanas S.A., para Iberoamérica, a las que se añadiría más tarde la Compañía Cinematográfica Mexicana Exportadora, CIMEX, para Estados Unidos y el resto del mundo), porque se aducía que una vez garantizada la comercialización, se podrían eliminar riesgos de pérdidas de capital. La situación obligaría a que los exhibidores cedieran control ante la fortaleza de la distribución. Así, distribución y exhibición tenderían a equilibrarse, y con esa inercia inevitablemente se cerraría el círculo en favor de la producción y las ganancias fluirían a los tres sectores. (Ver en anexos el resumen del Plan Garduño)
En teoría este plan tenía pies y cabeza en términos financieros, pero era riesgoso si se tenía conocimiento sobre el amañado medio cinematográfico nacional. Aunque a la larga este modelo de organización fue el pilar de la industria hasta la administración de Luis Echeverría, su derrota se fraguó cuando los mafias del medio, sobre todo las asociadas con Jenkins, se hicieron de los instrumentos para mantener su dominio en las empresas originadas del Plan Garduño.
El grupo de productores encabezados por Gregorio Wallerstein, Mier y Brooks, los hermanos Rodríguez y Raúl de Anda, entre otros, rápidamente encontró lugar en la nueva disposición de las cosas. Ellos mismos eran los asociados de Espinosa y Alarcón, léase monopolio Jenkins. Jaime Tello hace referencia a ciertos contaminantes que afectaron al célebre Plan Garduño: “Con dinero del Banco Nacional Cinematográfico -refiere Tello- las distribuidoras, a través de una comisión de anticipo, serían desde este momento las encargadas de refaccionar a los productores con créditos a cuenta de la futura explotación de las películas. Las buenas intenciones mostraron su fracaso al ponerse a la venta las acciones de estas compañías, adquiridas casi en su totalidad por los productores fuertes. Desde ese momento, estos empresarios controlarían directamente las inversiones del banco oficial, fortaleciendo el monopolio de exhibición”.[1]
A lo largo de los seis años en que el Plan Garduño fue el vértice de la industria, la decadencia de ésta se acentuó drásticamente, no sólo porque los cometidos mercantilista del plan superaron a los que velaban por la calidad, sino porque, entre los productores, la rutina se erigió como el modo más cómodo para financiar cualquier película. Además, la política de puertas cerradas de la industria, impuesta desde el 45, impidió el refresco necesario para que ésta se pudiera renovar y operar bajo nuevas modalidades que le permitieran crecer. En contraste, el número de producciones no descendió, sino se mantuvo constante, debido a la implacable reducción de recursos destinados a salvaguardar la calidad: 121 filmes en 1954; 91 en 55; 101 en 56; 104 en 57 y 135 en 58.* De tal manera que esta estabilidad cuantitativa resultaba un espejismo.
Roberto Gavaldón escribió a propósito de los logros del Plan Garduño, un texto titulado “Algunas apreciaciones sobre la industria cinematográfica mexicana”. En una de sus partes, Gavaldón exponía los vicios que el Plan Garduño había venido a corregir.
“Con toda objetividad se puede observar que este ambicioso plan del Lic. Garduño vino a corregir todos los abusos indicados y a subsanar los inconvenientes que hemos expuesto (se refiere a la progresiva descapitalización del cine mexicano), a poner orden y disciplina en el maremagnum del cine mexicano, e incluso a darle la estabilidad envidiable que hoy disfruta:
“a) el cine mexicano dejó de depender exclusivamente del capital extranjero que, con sus frecuentes atrasos e incumplimientos, ocasionaba tantos trastornos. Este punto es todavía más importante, si se tiene en cuenta que muchos países con que se contaba para recibir anticipos, han sufrido convulsiones políticas y devaluaciones de moneda, lo cual habría afectado grandemente a la industria cinematográfica mexicana si no se hubiera creado oportunamente un organismo financiero que pudiera reemplazar las aportaciones aludidas.
“b) Como el Banco no financia totalmente a los productores, sólo les aporta el 60 al 80% de su presupuesto y les obliga a entregar todas sus películas en fideicomiso global, desaparece teóricamente la falta de interés por parte del productor para realizar películas comerciales y terminar y entregar las copias en el tiempo debido.
“c) De la misma forma con una distribución propia, directamente controlada, desaparecen los problemas que como hemos comentado se daban en distribuciones extrañas, a veces deficientes en eficiencia económica, y otras en probabilidad comercial”.
Más adelante, Gavaldón detallaba algunos inconvenientes del mismo plan.
“Se sigue produciendo con dinero ajeno. […] Es verdad que los anticipos que da ahora el Banco cinematográfico sólo representan del 60 al 80% del presupuesto presentado para cada película, pero a los productores no les es difícil inflar dichos presupuestos repitiendo partidas en cada producción (cinta magnética, utilería, vestuario, escenografía, etc.). […] De manera que, si el Banco cinematográfico les da un 70% del presupuesto, como dicho presupuesto ya está inflado en un 30%, con la cantidad que reciben pueden hacer la película; y se cae igualmente en el defecto denunciado de solo pensar en la parte que van a ganar por anticipado. No buscan la hipotética utilidad que podrán disfrutar al fin de la explotación de la película, si ésta tiene éxito, sino el beneficio tangible e inmediato que obtienen antes de iniciar el rodaje de la misma.
“Así, la legislación cinematográfica, pensada para fomentar la producción de películas de alta calidad e interés nacional, se ve burlada por la cantidad de películas de mala calidad, no ya artística, sino incluso mercantil y de ningún interés ni prestigio nacional”.[2]
Posteriormente, Gavaldón diseccionaba el asunto de la exhibición, particularmente el problema de salida de las películas mexicanas. En este sentido, Gavaldón consideraba como insuficientes los canales de exhibición para el cine mexicano, razón por la cual, muchas de las cintas nacionales quedaban enlatadas, en espera de su turno para exhibirse comercialmente. Esto motivaba una lenta recuperación de la inversión, así como una acumulación de películas enlatadas. Por ello, la producción en general tendía a limitarse.
La llegada del color al cine, gradualmente creciente a partir de 1955, no significó una mejoría en la calidad del cine mexicano, sino al contrario, le confirió un realismo tal que hacía más evidente la miseria de los sets, la improvisación de la escenografía, el mal gusto del vestuario y la inverosimilitud de la utilería. Sin embargo, las películas a color poseían una virtud mercadológica, pues muy pocas veces, en esos primeros años, se trataba de un recurso que vistiese una buena historia. Por lo general se trataba de una mala historia que acompañaba a la novedad del color, que era, al fin y al cabo, un gancho publicitario.
Los primeros semidesnudos fueron un recurso que se empezó a practicar por esos años, en parte para aprovecharlos como un nuevo imán de taquilla, y en parte para abatir de algún modo la cada vez más reñida competencia de la televisión, impedida de tales audacias puesto que sobre ella se ejercía una censura mucho más severa que la del cine.
Por otra parte, en 1957 se fundaron los Estudios América, manejados por el STIC, se cerraron los Tepeyac, y los CLASA, al borde de la quiebra, pasarían a manos del gobierno en muy poco tiempo. Estos hechos repercutieron en la relación de los dos sindicatos con el resto de la industria. Mientras el STPC se refugiaba entonces en los Churubusco y los San Angel, con los Estudios América el STIC cavó su guarida para buscar atraer, desde ahí, el interés de los productores. El STIC puso manos a la obra y se las ingenió para burlar el laudo presidencial de 1945 -que le prohibía filmar películas de larga duración- a través de la producción de cortometrajes que, unidos en serie de tres o más, se comercializaban para su exhibición como largometrajes. Estas producciones eran menos costosas que las del STPC, cuyos requisitos laborales y sindicales eran más rígidos y cada vez menos atractivos para los inversionistas. Con ayuda del monopolio Jenkins, la exhibición y la recuperación de las producciones del STIC quedaron aseguradas.
La mala marcha del cine mexicano y sus estrepitosos fracasos en los festivales internacionales, demostraban una falta de imaginación de los miembros de la industria quienes, sin embargo, se mostraban renuentes a abrir sus puertas a nuevos creadores. Sin duda, fue esto lo que más desangró a un cine que se sustentaba en rancias figuras como María Félix, Pedro Armendáriz, Cantinflas o Arturo de Córdova (otros de sus más importantes rostros, Pedro Infante y Jorge Negrete, murieron durante esa década). Los realizadores igualmente consagrados, como Emilio Fernández, Alejandro Galindo o Roberto Gavaldón, pasaban por un momento gris. Las alternativas eran pocas y las acciones nulas, y sólo eventualmente alguna película lograba despertar interés por motivos extramercantiles, como fue el caso de El esqueleto de la señora Morales (1959), de Rogelio A. González, o Los hermanos del hierro (1961), de Ismael Rodríguez. La primera es una auténtica rareza del cine mexicano, pues se trata de una de las pocas cintas que han incursionado con fortuna en el relato de humor negro. La otra, Los hermanos del hierro, es un western bastante notable porque rompía con las convenciones del género de ese momento.
A parte de los escasos signos de un cine inteligente, sólo Luis Buñuel continuaba una carrera brillante aunque continuamente obstaculizada por las precarias condiciones de la industria y el ambiente de aquella época. Así lo demostró el hecho de que Nazarín, cinta vilipendiada en el medio cinematográfico nacional, fuera premiada en Cannes, mientras que la otra película mexicana en concurso, La Cucaracha, favorita de los clanes de la industria, pasara penosamente inadvertida en el mismo festival.
Mención aparte merece el cine independiente de aquellos años, y sobre todo la labor del productor Manuel Barbachano Ponce, a través de la empresa Teleproducciones S.A. fundada en 1952. Barbachano y su empresa fueron arietes del avance del cine independiente, con cintas como Raíces (1953) de Benito Alazraki; El brazo fuerte (1958) de Giovanni Korporaal, y La gran caída (1958), de José Luis González de León, entre varias más. Este tipo de cine sobresalía porque laboraba bajo mecanismo de producción precarios pero libres de las ataduras de la industria y, por lo mismo, tenía mayores facultades para proponer rutas creativas más audaces, de tal modo que, ante la política de puertas cerradas de los sindicatos, el cine independiente aparecía en el panorama fílmico nacional como la única alternativa para que jóvenes cineastas se pudieran iniciar.
Pero el cine independiente difícilmente podía competir, en términos de mercado, con el poderoso cine industrial, a pesar de que éste ya se encontraba en el umbral de la ruina. Al respecto, escribió Jorge Ayala Blanco: “La Época de Oro ha concluido. Después de mí, el diluvio, la crisis permanente y consentida. A medida que el desarrollismo mexicano atraviesa por fases más sofisticadas de dominación, reformas parciales, penetración de transnacionales, acumulación de capitales autóctonos y endeudamiento exterior, nuestro cine y sus gustadas series declinan. Envejecen sus mitologías y olvidan ser sustituidas por otras. Entrampado en el gangsterismo patrono-sindical que denunciaba Contreras Torres en El libro negro del cine mexicano (Ed. Del autor, 1960), limitado por una férrea política de puertas cerradas a la renovación, atrapado en las contradicciones financieras que el ex-director del Banco Nacional Cinematográfico Lic. Federico Heuer desglosaba tardíamente en La industria cinematográfica mexicana (Policromía, 1964), encorsetado por un absurdo sistema de tabuladores y anticipos sobre distribución que era consecuencia del desesperado Plan Garduño estatal de 1953, el cine mexicano agonizaba y boqueaba, agonizaba y seguía chupando la sangre financiera del Estado, agonizaba sin posibilidad de reventar y desmantelarse”.[3]