Ahora sí que situación obliga. En el marco de todo lo desgarrador que ha sido la evolución mundial y nacional de la pandemia del COVID-19 resulta necesario elaborar un recuento si no de todas, al menos de algunas de las producciones fílmicas mexicanas que han representado, de manera directa o tangencial, una parte de las epidemias que han asolado a habitantes de pequeños poblados o grandes ciudades, todo lo anterior con el mero afán de servir de complemento a los trabajos que se incluyen en el libro electrónico “Año Covid. Notas sobre cine y cultura durante la pandemia 2020”, publicado en las páginas de esta misma revista. Por simple vocación histórica e historicista,  nos ceñimos, cuando es posible,  al orden cronológico  del año de realización de los respectivos filmes comentados en las páginas que siguen.

I.

Corrían las primeras semanas del año de gracia de 1850. Repentinamente, como suelen suceder estas cosas, el pequeño poblado de Zamora, Michoacán, que entonces contaba con alrededor de once mil habitantes, comenzó a ser azotado por una epidemia de cólera morbus, una enfermedad proveniente de las regiones de oriente (por eso se le conoció también como “cólera asiático”) y consistente en intensos padecimientos estomacales e intestinales que había tenido su primera irrupción en México 17 años atrás dejando una estela de muerte y pavor. Según las crónicas compiladas por Arturo Rodríguez Zetina[1], dos meses después de registrado el primer caso de Cólera en Zamora, “[…] la situación era insoportable. La epidemia se intensificó en forma tan alarmante que de Chavinda, pueblo sin importancia entonces, el Presidente Municipal, D. Cristóbal Méndez, comunicó por oficio el 25 de marzo de ese año, que ‘el 7 de este mes había aparecido el cólera, benigno en principio; pero que desde hacía varios días estaba causando graves estragos, pues los enfermos sumaban ya cuatrocientos, los cuales estaban al parecer por falta de abrigo y alimentos […] Frente a la impotencia humana, el hombre levanta sus ojos al cielo para solicitar Piedad a Quien todo lo puede./ Así sucedió entonces. Alentados por un gran sacerdote, los zamoranos pidieron misericordia y ofrecieron desde ese día una sólida piedad y levantarle un templo al santo o santa que la Providencia les designara para interceder por ellos […]”.

Entre los zamoranos que sobrevivieron a la epidemia y participaron con dinero en la construcción de un templo dedicado a la Inmaculada Concepción de María, efigie a la que se atribuyó el “milagro” de salvar al poblado de la devastación total estaban don Francisco García Amezcua y don Rafael Urbizu, ancestros de Pedro García Urbizu y su hermano Francisco García Urbizu. El primero aprovechó la instauración de casas distribuidoras de material fílmico para fundar la primera sala cinematográfica permanente en Zamora, mientras que el segundo, egresado del Colegio Elfindale (ubicado en los alrededores de San Luis Missouri) y asistente de rodajes llevados a cabo en algunos estudios de Nueva York, se dedicaría a realizar toda suerte de películas en su añorada Zamora. Después de filmar documentales sobre acontecimientos religiosos, en torno a 1920 García Urbizu filmó el corto de ficción “Traviesa juventud“, que le sirvió de “ejercicio de estilo” para acometer, hacia fines de 1922, el largometraje de aproximadamente 70 minutos de duración intitulado “Sacrificio por amor“, una especie de epopeya ubicada en 1850 que tuvo como marco la pandemia del cólera morbus.[2]

Es muy posible que la embestida jacobina proveniente desde el gobierno federal encabezado por Álvaro Obregón y acentuada por su sucesor Plutarco Elías Calles haya  motivado a García Urbizu a escribir, producir y filmar una película que si bien mostraba los estragos causados por la epidemia entre los pobladores de Zamora, se dedicó más a destacar todo lo relacionado con el supuesto milagro que permitió superar la enfermedad colectiva. Con ello, el realizador confirmó su marcado conservadurismo y la correspondiente defensa de las ancestrales creencias católicas ostentadas por los habitantes de Michoacán y, por extensión, del país entero. Pero en la realización de “Sacrificio por amor” también debió influir el hecho de que el país todavía sufría las secuelas de otra calamitosa pandemia, la denominada  “Gripe o Influenza española”, que tan solo en 1918 había causado la muerte de alrededor de 48 000 pobladores del mismo estado de Michoacán, incluida la del afamado bandolero Inés Chávez García, dedicado a asolar durante varios años a aquella región.[3]

A partir de la serie de testimonios que García Urbizu dejó en varios libros y pasquines acerca de su película es posible inferir lo que se narraba en ella. Al atender los casos de cólera que comienzan a extenderse en el pueblo, el apuesto médico Roberto (Manuel Sánchez Valtierra) cae enfermo. Muchos muertos son sepultados en el cementerio de la localidad. Al enterarse de ello, su agraciada novia, la señorita Marina (Carmen Mariscal), habitante de otro lugar, viaja rápidamente en brioso caballo para estar con su amado, pero, imposibilitada para continuar cabalgando, debe bajar a un desfiladero justo en el momento en que un “burro de agua” se precipita sobre el lugar. Gracias a un mozo que al parecer la acompañaba, Marina salva  la vida. Se forma el Patronato promovido por el sacerdote Francisco Enríquez (Gonzalo Echevarrieta) para edificar un templo al Santo o Santa que resulte escogido por la gente del pueblo para salvarlos de la pandemia. El 8 de marzo se lleva a cabo la Jura del Patronato en el templo de San Francisco: se ha decidido democráticamente que la  nueva iglesia sea dedicada a la Purísima Concepción. El milagro se produce. Roberto se cura y, en rumbosa ceremonia se casa con Marina. Otros intérpretes del filme fueron don Francisco Méndez, Jesús La Zamorana, Luis Alcalá, María del Rosario García Méndez, Antonio Placarte Ygartúa, Angelina Jiménez y Antonio Méndez Bernal.

Destruida por el paso del tiempo y escasamente documentada, Sacrifico por amor se estrenó el 12 de noviembre de 1923 en el Cine Imperio de Zamora y a partir del 28 de abril del año siguiente se presentó en los cines Lux, Ópera y Cuauhtémoc de Guadalajara, Jalisco, por lo que, a su vez, la cinta pudo servir de bandera ideológica al movimiento cristero que, como se sabe, tuvo su epicentro en la amplia zona centro-occidente del país, máxime que García Urbizu se vería involucrado en algunas de las actividades de protección a los curas perseguidos, lo que incluso lo obligó a un exilio rumbo a la capital jalisciense. Concluida la sangrienta rebelión de los soldados de Cristo Rey, regresaría de nuevo a su terruño para filmar el curioso documental “Fiestas patrias en Zamora“, cinta que, junto con “Traviesa juventud” y “Mexiquillo” (1930-1931), docudrama realizado en la sierra de Durango, son preservadas desde hace mucho tiempo por la Filmoteca de la UNAM.

Viene a cuento referir aquí el caso de otra cinta rescatada por ese mismo archivo institucional: “El desastre en Oaxaca” o “La destrucción de Oaxaca“, corto de 12 minutos de duración filmado en la segunda parte de enero de 1931 por un equipo encabezado por el gran cineasta soviético Sergei M. Eisenstein, esto a propósito de las secuelas de un terremoto que había devastado a la capital oaxaqueña y muchos pueblos circunvecinos. Entre las dantescas imágenes que integraron ese improvisado documental que tenía propósitos de difusión en Estados Unidos[4], era posible ver unas que mostraban la incineración de “restos de las víctimas del cólera morbus que asoló Oaxaca en 1860”, según decía uno de los intertítulos. Y, en efecto, la cámara seguramente operada por Eduard Tisse registró calaveras y demás restos óseos que el temblor había sacado a la luz luego de que las criptas de un cementerio local fueron devastadas. De haber sido cierta la fecha en que la mencionada pandemia azotó el estado sureño, eso quiere decir que ocurrió un rebrote de ella diez años después del que agobió a Zamora. Pero también es probable que el mencionado intertítulo más bien se haya referido a la pandemia de 1850, sobre la que hay pocos pero muy sólidos estudios generales y de caso.[5] El hecho es que los incinerados restos de aquellas víctimas se pueden asociar a las cráneos y esqueletos que Eisenstein filmaría en territorio mexicano y que le iban a servir para ilustrar los ritos y mitos asociados a la particular “cultura de muerte” desarrollada en México desde épocas precolombinas, hasta llegar a las mordaces caricaturas del genial José Guadalupe Posada, que, en 1910, publicó su magistral “Calavera del Cólera Morbo” (“Mucho tacto, valedores, cuidado con la pintura… que esta muerte a los mejores los manda a la sepultura. Ahí les van por descontado, los casos, listas enteras de todos los que han quedado del cólera a calaveras […]”), hoy preservada, entre otros archivos, en el Museo del Estanquillo.

II.

Si los estragos causados por el cólera morbus sirvieron para justificar las acendradas creencias religiosas de los zamoranos y poblados circunvecinos, otra pandemia, la viruela, de larga data en México, sería el pivote dramático de la parte final en la versión más conocida de ¡Vámonos con Pancho Villa!, uno de los primeros clásicos del cine referido al movimiento armado conocido como Revolución Mexicana. Producida por la CLASA Films, una de las primeras grandes empresas fílmicas surgidas para promover el carácter industrial de nuestra cinematografía con sonido integrado a la imagen, la Opus 10 del portentoso cineasta veracruzano Fernando de Fuentes narra la incorporación de un grupo de rancheros y pequeños propietarios a las fuerzas comandadas por “El Centauro del Norte”. Conforme la trama avanza, los aguerridos seis amigos, conocidos como “Los Leones de San Pablo”, irán muriendo hasta que solo queden dos de ellos: Tiburcio Maya (Antonio R. Fraustro) y  Miguel Ángel de Toro, Becerrillo (Ramón Vallarino). Inspirada en la magistral novela homónima de Rafael F. Muñoz (quien como se sabe, interpreta a uno de sus personajes literarios: Martín Espinosa), el drama de “¡Vámonos con Pancho Villa!” fluye hasta situarse en los días previos al avance definitivo de la toma de Zacatecas, es decir, hacia principios de junio de 1914. Es entonces que se descubre que algunos de los tripulantes de trenes de la poderosa División del Norte están infectados de viruela. Paradójicamente, el más joven de los restantes “Leones de San Pablo”, Becerrillo, resulta ser uno de los enfermos. Pese a los esfuerzos y cuidados de Tiburcio, Becerrillo no puede curarse y la presión del tiempo se vuelca contra él. Puesto sobre aviso por un médico de tropa (Miguel M. Delgado), Pancho Villa (el espléndido Domingo Soler) se ve obligado a ordenar la muerte de los contagiados y su inmediata incineración para evitar la completa propagación del padecimiento entre la tropa. Profundamente contrariado (“¡Este es el pago a un soldado de la Revolución!¡Este es un ejército de hombres o una tropa de perros!”), Tiburcio termina por acatar la orden proveniente del General Fierro (el también espléndido Alfonso Sánchez Tello) y no sólo acribilla a su amigo, sino que él mismo enciende la pira en la que quema el cadáver. Una magistral contra-toma muestra al acongojado pero valiente Tiburcio detrás del fuego que comienza a consumir el cuerpo de Becerrillo mientras se escucha un clarín que toda a duelo. No es posible pedir más rigor narrativo a una secuencia que busca sacudir a plenitud la conciencia y la sensibilidad de los espectadores. Poco tiempo después, Villa aparece para que su figura histórica, literaria y fílmica quede radicalmente desmitificada al dejar ver su profundo temor al contagio y exigirle a Tiburcio que se ya no forme parte del ejército dispuesto a arrasar con Zacatecas para, como ocurrió en la realidad, quebrar la columna vertebral de las tropas que han servido de sustento armado a la nueva tiranía, ahora encabezada por Victoriano Huerta.

Cabe aquí una aclaración pertinente: en la novela, el contagio sucede hacia la mitad del relato y el enfermo es Máximo Perea, otro de los “Leones de San Pablo”, aunque, en honor a la ambigüedad y el matiz, no se aclara si cuando es cremado todavía estaba moribundo o ya había fallecido. Las alteraciones dramáticas con respecto del original, debidas a la meticulosa labor de De Fuentes y del excelso poeta Xavier Villaurrutia, son una cabal muestra de lo que aspiraba la película era una mayor eficacia tomando en cuenta el sentido visual y metafórico del cine con relación al texto literario del que partió.[6]

 Si nos atenemos a lo que los historiadores de las pandemias han señalado, durante la Revolución Mexicana la viruela presentó casos aislados en todo el país pese a que, desde 1804, ya existía una vacuna traída por el afamado médico español Francisco Xavier de Balmis.[7] Aquellos rebrotes de la enfermedad alcanzarían un nuevo periodo de virulencia masiva entre 1915 y 1916, por lo que el pasaje recogido en la novela de Rafael F. Muñoz, muy probablemente basado en hechos que le tocaron vivir o conocer al autor, se trató de uno de los casos aislados registrados sobre todo en el norte de México. Pero en la película de De Fuentes la viruela es también el medio para que al drama, que ya de por sí implicó una intensa guerra de clases y proyectos políticos de país, se agregara una situación que permite alcanzar proporciones de tragedia: para seguir órdenes del juego militar, un hombre ya entrado en años debe matar, como acto piadoso, al amigo simpático, para de ahí pasar al desencanto total al constatar que el idolatrado general Villa parece tener más  miedo de contagiarse que a los disparos del enemigo. En otras palabras, un ser humano, demasiado humano, que, por otra parte,  en ese momento está pensando sólo en las posibilidades de alcanzar un resonante triunfo para la causa que acaudilla, sin importar que uno de sus “Dorados” haya tenido el infortunio de haber sido contagiado de una enfermedad para la que, en aquella coyuntura, no había otra alternativa  que el fuego purificador.

III.

Con el paso de tiempo, Raúl de Anda, para más señas el intérprete de Máximo Perea en “¡Vámonos con Pancho Villa!” se convertiría en productor y director de cine. En calidad de esto último, fue una de las figuras principales de la llamada “Época de oro del cine mexicano”, lo que en el contexto de la primera parte de la década de los cuarenta del siglo XX, equivalió a que nuestra cinematografía alcanzara a posicionarse como la industria cultural más poderosa e influyente del mundo de habla hispana. Con algunos altibajos, esa situación se mantenía en 1946, año en que el veracruzano Miguel Alemán Valdés asumió la Presidencia de la República abanderado en un proyecto de acelerada modernización que, por lo demás, nunca ocultó su cuota de corrupción generalizada.

En 1947, De Anda decidió apoyar la producción de “Río Escondido“, obra ambiciosa dirigida por Emilio Indio Fernández, el indudable campeón del cine nacionalista durante el convulso periodo de la Segunda Guerra Mundial, ello en buena medida gracias al talento de Gabriel Figueroa y Mauricio Magdaleno, su camarógrafo y guionista de cabecera, respectivamente. Una vez concluida, la cinta recibió amenazas de padecer censura; sin embargo, la intervención directa de Alemán Valdés, quien solicitó se pusiera un letrero que aclarase que la trama no ocurría necesariamente durante su gobierno, permitió que Río Escondido fuera estrenada el 12 de febrero de 1948 en reacondicionado cine Orfeón de la capital del país.

Ya lo sabemos: el décimo filme de Emilio Fernández narra la odisea de una maestra rural (María Félix), que, pese a tener problemas cardiacos, es enviada a un desértico poblado por el mismísimo primer mandatario del país, debe padecer varias calamidades a fin de poder llevar a cabo su apostolado: difundir el alfabeto para incorporar a los niños indígenas al progreso. En primer término, eso la confrontará con el torvo cacique Regino Saldoval (Carlos López Moctezuma, villano por antonomasia del cine nacional) y, en segundo, su afán de lucha le permitirá descubrir que ha comenzado a cundir en el pueblo una epidemia de viruela, lo que será comprobado por Felipe Navarro (Fernando Fernández), un pasante de medicina que lleva a la región los beneficios de la política sanitaria oficial. Don Regino, ex villista favorecido por el régimen postrevolucionario, resulta contagiado, hecho que lo obliga a dar concesiones a cambio de recibir la vacuna que habrá de salvarlo. Pero será gracias a la obligada convocatoria del cura del lugar (Domingo Soler, el otrora “Centauro del Norte” de ¡Vámonos con Pancho Villa!), que los pobladores de Río Escondido podrán recibir la curación preventiva en masa que, se supone,  los liberará de morir víctimas de la viruela. El momento culminante de esa epopeya sanitaria permite que la fotografía de Gabriel Figueroa alcance un esplendor lumínico al momento en el que Felipe, cual santo laico, aplique la bienaventurada vacuna. Pero, superada la amenaza de pandemia, al pueblo ya lo aguarda otra calamidad: una terrible sequía que esa sí dará la pauta a la violencia trágica generalizada.

Cuando el filme de Fernández finalmente pudo verse tras los amagos de censura, México estaba próximo a dominar por completo los frecuentes rebrotes de viruela, cosa que se lograría justo a fines del sexenio alemanista. En cierta medida,  “Río Escondido” anticipó ese triunfo e incluso se llegó a presumir que el país fue el primero a escala mundial en aniquilar las devastaciones sociales y económicas de esa pandemia. Ello explica, al menos en parte, que en “Del odio nace el amor” (“The Tourch/Beloved“), otra de las películas filmadas por Emilio Fernández durante el gobierno de Miguel Alemán, la viruela irrumpa de nueva cuenta, pero que ahora lo haga en el contexto de la Revolución Mexicana, cual continuación de lo ocurrido en “¡Vámonos con Pancho Villa!“, sólo que ahora en el flanco de la lucha zapatista.

La obra fílmica de marras vino a ser la versión en inglés de “Enamorada” (1946), la primera cinta en la que mismo Fernández había dirigido a María Félix, previo al sonado caso de “Río Escondido“. Entrevistado por Jaime Valdés (Novedades, 2 de septiembre de 1949), el cineasta dijo: “Estoy encantado que se me presente una oportunidad para hacer nuevamente una de mis películas ya que me da ocasión de corregirla y superarla. Voy a hacer, desde luego, algunos cambios. Trato de que Beloved represente a la industria mexicana en el mundo entero con su máxima capacidad técnica, artística y literaria. Deseo que se tenga en el mundo un concepto de respeto, si no de admiración, por el cine mexicano. Es una gran responsabilidad y todos los que intervenimos en ella pondremos alma y corazón en su rodaje”. Es muy posible que la iniciativa de filmar el remake de Enamorada haya provenido de la actriz estadunidense Paulette Goddard, que años atrás había alcanzado fama mundial como protagonista femenina de dos obra maestras de su pareja sentimental Chales Chaplin (“Tiempos modernos” -“Modern Times“, 1936- y “El gran dictador” “The Great Dictator“, 1940) y quien había sido seducida por la cultura mexicana al grado de posar para el pintor Diego Rivera en varias obras plasmadas por este, incluido el mural Unidad Panamericana  (sobre el tema “Matrimonio de la expresión artística del norte y el sur de este continente”), que incluye un panel titulado “Frida Kahlo pintando y Diego Rivera y Paulette Goddard sosteniendo el árbol de la vida y el amor”. En ese mismo sentido se puede suponer que la intérprete convenció a los propietarios de la Eagle Leon, empresa hollywoodense de segunda categoría para que invirtieran en una cinta, siempre en el entendido que ella aportaría una suma considerable a la producción. Por lo tanto se puede especular que Rivera haya colaborado en convencer al muy nacionalista Fernández a hacer una obra hablada en inglés aunque asimismo ubicada y realizada en el bello poblado de Cholula.

Con algunos pequeños giros narrativos en su primera parte, la trama de “Del odio nace el amor“,cuyo deslucido estreno se llevó a cabo el 14 de noviembre de 1951 en el cine Metropólitan, sufre en el tiempo complementario un cambio que podríamos considerar como drástico en tanto que la situación melodramática prevalente hasta ese momento se torna trágica debido a que una pandemia de viruela se desencadena en el pueblo tomado por las tropas del general zapatista Juan José Reyes (Pedro Armendáriz). Los estragos de la enfermedad comunal serán mostrados siempre en un tono densamente expresionista que permitirá a Gabriel Figueroa reelaborar el estilo que previamente ensayado en filmes urbanos de la inmensa talla de “Distinto amanecer” (Julio Bracho, 1943) y “Salón México” (Emilio Fernández, 1948). La atmósfera que prevalece en las imágenes vinculadas a las secuelas de la viruela, incluida la muerte de Adelita (niña Rosa María Vázquez), la pequeña y simpática ahijada de Reyes, tendrán un carácter lóbrego, de pesadilla que parece prolongarse al infinito. Pero, a diferencia del poco verosímil pivote que explicaba que el personaje de María Félix se enamorara del revolucionario también encarnado por Pedro Armendáriz, alter ego del general Emiliano Zapata[8], ese ambiente adverso en el que la epidemia cobra víctimas entre la gente pobre, dará la sólida pauta para que la arrogante María Dolores (Paulette Goddard) colabore, como la había hecho la maestra rural interpretada por María Félix en “Río Escondido“, en la aplicación de las vacunas que ayudarán a conjurar el azote pandémico.[9] Solidaridad y humildad operarán finalmente el milagro (en el cine de Fernández siempre hay recursos de tipo religioso) para que la pareja, distanciada por las diversidades de clase y carácter, se acerque mucho más hasta quedar convertida en emblema de la Unidad Nacional que tanto le convenía al Estado postrevolucionario, ello a más de ser un ejemplo de expresar una aspiración de buena relación diplomática entre países vecinos.

III.

Pese a los volúmenes de producción (promedio de 100 películas por año), para 1953 la industria fílmica nacional ya padecía en sí misma una especie de enfermedad crónica difícil de superar. El detrimento de las aspiraciones de calidad eran notables y el monopolio en la exhibición, controlado por el estadunidense William Jenkins  y sus socios mexicanos encabezados por Gabriel Alarcón, de hecho dictaba la línea temática a los productores so pena de estrangularlos económicamente hablando. En ese año, el cineasta michoacano Miguel Contreras Torres, campeón del cine histórico nacional y uno de los pocos opositores  al mencionado monopolio, produjo, escribió y dirigió la cinta “Tehuantepec” (Mujeres en el paraíso), de la que también se hizo una versión en inglés intitulada “Hell in Paradise“.[10] Congruente con el tipo de cine nacionalista que caracterizó a su realizador, en la cinta se mencionaba el apremio del dictador Porfirio Díaz y el empresario inglés Weetman Pearson por inaugurar la ruta ferroviaria de Salina Cruz a Puerto México y mostraba, muy mistificados,  algunos de los conflictos sociales, políticos y sanitarios exacerbados por las epidemias de diversos tipos que  también asolaron la región durante la instalación de los durmientes, acontecimientos de los que probablemente Contreras Torres se enteró cuando era niño o adolescente y que muchos años después decidió trasladar a la pantalla.[11] La arista liberal del director se tradujo en una representación de la presencia del ejército porfiriano como entidad dispuesta al control y la  represión en aras de evitar el contagio general de la peste bubónica y la fiebre amarilla que se declaraban en la zona de la construcción del  “Tehuano”, pero su arista conservadora (como en los casos de muchos otros cineastas mexicanos de la época, Contreras Torres oscilaba entre ambas tendencias ideológicas, ello dependiendo de la coyuntura), lo llevó a elogiar la humanitaria y “científica” labor de los médicos e ingenieros ingleses en pro de las víctimas de tan temibles pandemias. Hasta donde sabemos, ésta ha sido la única ocasión en la que el cine industrial y de ficción intentó mostrar en pantalla hechos relacionados con la manga obra ferrocarrilera emprendida por la dictadura porfirista, pero sus resultados estéticos quedaron muy lejos del rigor analítico que esos acontecimientos históricos reclamaban. Del azote de las enfermedades entre la población trabajadora se veía y sugería muy poco, quizá debido a que mostrar las aristas más aterradoras de ello hubieran elevado mucho los costos de producción.

Un par de años después de realizado el filme de Contreras Torres, Íñigo de Martino, uno de los argumentistas de “Enamorada” y “Del odio nace el amor”, debutó en la realización con “Chilam Balam“, muy fallida épica de la vida comunal durante el decadente Imperio Maya.  En este filme con ambiciones de superproducción, Carlos López Moctezuma, otrora cacique de “Río Escondido“,se transmuta en una especie de profeta al que, entre otras cosas, le toca afrontar una extraña epidemia que se abate sobre los aborígenes como presagio de la llegada de los conquistadores españoles. Contrastada con su principal referente, “La noche de los mayas” (Chano Urueta, 1939, con notable fotografía de Gabriel Figueroa), “Chilam Balam“, resultó, en efecto, de una pobreza apabullante de la que solo era posible rescatar el funcional trabajo de cámara, en Eastamcolor, de Alex Phillips. Y De Martino no fue capaz siquiera de convertir a aquella pandemia en un espectáculo mínimamente sobrecogedor. Se perdió así la oportunidad de representar alguna forma verosímil de la manera en que los pueblos originales asumieron las enfermedades colectivas.

Sobre la significación que la peste bubónica tiene en la trama de “Nazarín” (1958), la magistral adaptación hecha por Luis Buñuel de la novela homónima de Benito Pérez Galdós, ya se ha escrito mucho como para poder intentar siquiera alguna aportación en esa materia. La aguda y  desencantada mirada del cineasta hispano-mexicano, en este caso dignamente apoyado en la producción por el yucateco Manuel Barbachano Ponce y en la fotografía por Gabriel Figueroa, tuvo la capacidad de ofrecernos, entre otras, la inolvidable imagen de la niña indígena que camina y llora desconsolada mientras arrastra una gran sábana blanca, acaso símbolo de la más terrible orfandad que la enfermedad está dejando en un pequeño pueblo agrario del México porfiriano. La labor redentora del protagonista epónimo (Francisco Rabal) lo lleva a tratar de ayudar a Lucía (Pilar Pellicer), una bella mujer en trance de morir víctima de la pandemia. Todos los esfuerzos del sacerdote para que la moribunda  se arrepienta de sus pecados a fin de poder entrar al reino de los cielos fracasarán rotundamente: la agonía se ha tornado delirio de amor loco y a ella sólo le importará que su hombre alcance a llegar para robarle el último beso pasional. Como ocurrió en otros casos en el cine buñueliano, esa inusitada secuencia a la larga resultó premonitoria: Pilar Pellicer moriría a los 82 años de COVID 19 el 16 de mayo de 2020 en la Ciudad de México. Pero, más allá de ese tipo de paradojas, la pandemia de “Nazarín“, pese a su brevedad dentro del relato es también, a la manera de muchos cuadros medievales,  un anticipo del Apocalipsis, pero, en este caso, no como un castigo divino sino como un producto de la retorcida conducta humana en y por sí misma, lo que quedará muy claro en el espléndido final, metáfora de la necesidad de solidaridad en el aquí y el ahora.

IV.

Con el paso de los años, la crisis de la industria fílmica mexicana terminaría por convertirse en una de carácter estructural y no sería sino hasta la década de los setenta cuando, por así convenir a sus intereses políticos, el Estado intervino directamente en el sector de la producción para estimular el cine “de autor” realizado por una nueva generación de directores. “Los indolentes” (José Estrada, 1977) y El año de la peste (Felipe Cazals, 1978), las dos cintas con las que concluye este ensayo, fueron resultado del fenómeno descrito grosso modo en las líneas precedentes. Adelantemos a señalar que ambas cintas fueron financiadas por Conacite Dos, empresa para-estatal vinculada a Estudios América, pero en la segunda de ellas Cazals fue también coproductor.

A partir de un excelente guion del periodista cinematográfico Rubén Torres, “Los indolentes” integra a su pausado pero eficaz relato dos momentos en los que, como parte de su aguda observación histórica ubicada en el transcurso del sexenio de Miguel Alemán Valdés, se muestran aspectos de la epizootia conocida como fiebre aftosa que asoló buena parte de las regiones y Estados del país. En 1947, mismo año de la realización de “Río Escondido“, el desastre sanitario incluyó el vertiginoso contagio de alrededor de 8, 100, 000 cabezas de ganado vacuno, caballar, lanar y caprino, lo que obligó a una severa cuarentena y por supuesto que dio pie al enésimo conflicto con el gobierno de Estados Unidos, temeroso de que la enfermedad se extendiera más allá de las fronteras entre ambos países.[12] Por supuesto cundió el miedo del contagio masivo a seres humanos vía el consumo de carne.

En su deambular por un típico pueblo queretano, el joven Rosendo Alday (Miguel Ángel Ferriz nieto) entra a un cine popular para ver filmes eróticos. Pero antes, vía un noticiero, se entera de los estragos que la aftosa está causando y de las medidas tomadas por el régimen alemanista para tratar de controlarla. Descendiente de hacendados venidos a menos por la Reforma Agraria Cardenista, más adelante Rosendo será simple testigo directo de algunas de las medidas sanitarias asumidas en su región, pero, en su cada vez acentuada  indolencia, mero reflejo de la que agobia al sector social al que pertenece, ya nada de eso parecerá conmoverlo o afectarlo. Digno ejemplo de un auténtico nuevo cine mexicano, la película de José Estrada hizo, pues,  un retrato feroz de todo un mundo en vías de extinción, tema que su vez se asocia al descalabro sanitario del ganado como un mero accidente en la ostentosa acumulación de capital en pocas manos que caracterizó al sexenio 1946-1952, toda vez que en su último informe de gobierno, Alemán Valdés presumía que la epizootia había sido superada y que el país se encarrilaba, ahora sí, por algo parecido a la vía del progreso al infinito.

El año de la peste” es la adaptación de una de las menos conocidas novelas del literato inglés Daniel Defoe, mundialmente afamado por “Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York” (1722), llevada a la pantalla en 1952 por Luis Buñuel bajo una fórmula de coproducción mexicano-estadunidense. Según le comentó Cazals a Leonardo García Tsao[13], la cinta fue una iniciativa de Gabriel García Márquez, quien, quizá trató de mostrar ciertos paralelismo entre el texto original de Defoe y lo que ocurría en la década de los ochenta del siglo XX como consecuencia de la propagación del SIDA a escala mundial. El afamado escritor colombiano elaboró el guion con la ayuda de Juan Arturo Brennan, entonces alumno del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). La trama del filme se ubicó en una claramente identificada Ciudad de México que podría ser la del año 2020, pero asoldada por la peste y no por el COVID 19, lo que motiva una lucha en el manejo político de cifras de muertos e infectados por aquella pandemia. Sin embargo, una serie de adversidades (casting en su mayoría deplorable, deficiencias de producción, conflictos gremiales, impedimentos oficiales  la hora del rodaje, etc) y errores narrativos de toda índole dieron al traste con un proyecto que, en el papel, se antojaba muy interesante, sobre todo por el intento de denuncia de la intervención de los medios electrónicos en la sorda disputa ética e ideológica del implacable avance de la enfermedad colectiva. Los protagonistas, médicos interpretados por Alejandro Parodi y José Carlos Ruiz, deben guardar silencio para no crear un clima de terror, pero la situación misma rebasará toda expectativa de control. Un letrero final anunciaba que, luego de 132 días de iniciada, la peste desapareció sin ser admitida oficialmente; las 350, 000 muertes provocadas por la epidemia fueron atribuidas por las autoridades un lote de pasta dental puesto a la venta pese  a estar vencido, hecho absurdo a más de ridículo.

Vista desde nuestra perspectiva y a la luz de los estragos del COVID 19, los habidos y por haber, algunos momentos de “El año de la peste” podrían considerarse premonitorios de las dantescas imágenes televisivas de cadáveres abandonados en las calles de poblaciones de Guayaquil,  Ecuador y la negativa presidencial ante el fenómeno sanitario (“En mi sexenio no hay, ni habrá peste”) parece replicarse en casos como los de Donald Trump, Jair Bolsonaro y políticos afines. Pero, secuencia a secuencia, el filme acumula vaguedades y situaciones inverosímiles hasta perder la oportunidad de que, por fin, el cine mexicano se sirviera de una epidemia para insertarse plenamente en la distopía, uno de los rasgos esenciales de la Modernidad.

Con abundantes experiencias a la mano, habrá que ver lo que nos dicen los cineastas mexicanos a quienes les está tocando vivir los orígenes y secuelas de una enfermedad de altísimo contagio que nos tomó por sorpresa y que aún es hora de que no tenemos certeza alguna sobre sus consecuencias y secuelas.


[1] Cf. Arturo Rodríguez Zetina, Zamora. Ensayo histórico y repertorio documental, Editorial Jus, México D. F., 1952, pp. 163 y ss.

[2] Para más detalles sobre este singular caso de “cine regional”, véase: De la Vega Alfaro, Eduardo, Fernando Méndez (1908-1966), Universidad de Guadalajara, Guadalajara, Jalisco, 1995, pp. 15-28

[3] Cf. Ramírez Rancaño, Mario, “La epidemia de influenza española en México”, en revista electrónica Resonancias. Blog del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, https://www.iis.unam.mx/blog/la-epidemia-de-influenza-espanola-en-mexico-1918/

[4] Cf. De la Vega Alfaro, Eduardo, “Dos cortos mexicanos de S. M. Eisenstein”, en Secuencias. Revista de Historia del Cine, Número 6, Universidad Autónoma de Madrid, abril de 1997, pp. 7-14

[5] En: Rueda, Salvador, “El viajero funesto. El cólera morbus en la ciudad de México, 1850”, se ofrecen una serie de estadísticas tomadas de fuentes de primera mano e incluso se aluden los medicamentos con los que se intentó superar las terribles plagas sanitarias sufridas por amplias capas de la sociedad de entonces:  https://estudioshistoricos.inah.gob.mx/revistaHistorias/wp-content/uploads/historias_28_87-100.pdf

[6] Cf. Hernández Les, Juan A., Cine y literatura. Una metáfora visual, Ediciones J. C., Madrid, España, 2002, 174 pp.

[7] Véase: Sanfilipo-Borrás, José, “Algunas enfermedades y epidemias en torno a la Revolución Mexicana”, en https://www.medigraphic.com/pdfs/imss/im-2010/im102i.pdf y Martínez Hoyos, Francisco, “La Operación Balmis y la verdad sobre la expedición contra la viruela”, en https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-contemporanea/20200401/48219306052/operacion-balmis-expedicion-balmis-vacuna-viruela.hispanoamerica.html

[8] Ese papel, que entre otras cosas implicó que Armendáriz demostrara su capacidad para hablar con absoluta soltura el idioma inglés, pudo haber sido un sólido precedente para que el afamado novelista y guionista John Steinbeck lo propusiera para interpretar el papel principal de ¡Viva Zapata!, la polémica cinta hollywoodense realizada en 1953 por Elia Kazan para la Twentieth Century Fox. Finalmente, fue Marlon Brando quien interpretó al “Caudillo del sur”. Véase: Pineda, Adela, Steinbeck y México. Una mirada cinematográfica en la era de la hegemonía estadunidense, Bonilla Artigas Editores, Ciudad de México, 2018, pp. 141 y 153

[9] En su muy documentado ensayo “Zapata, zapatistas y zapatismo: retratos en el cine mexicano de ficción” (en De la Vega Alfaro Eduardo y Hugo Lara –coordinadores-, Cineteca Nacional-Paralelo 21-Corre Cámara, Ciudad de México, 2019, p. 45 y ss.), Hugo Lara llamó la atención sobre la importancia que la introducción de la pandemia para emocionalmente unir más a los protagonistas. En esa misma línea, no resulta tan descabellado ver en esa relación pasional, una paráfrasis de que en realidad vivieron Emiliano Zapata y su esposa oficial Josefa Espejo, hija de poderosos hacendados morelenses.

[10] Más información sobre este caso fílmico puede encontrarse en: Ramírez, Gabriel, Miguel Contreras Torres (1899-1981), Universidad de Guadalajara-Centro de Investigación y Enseñanza Cinematográficas, Guadalajara, Jalisco, 1994, pp.100 y 215-216 

[11] Sobre ese particular aspecto de tipo sanitario, véase: Reina, Leticia, “Población y epidemias en el istmo de Tuehuntepec”, referencia en internet: www.ciesas.edu.mx/desacatos/01%20Idexado/Esquinas-4pdf

[12] Cf. Torres, Blanca, Historia de la Revolución Mexicana, Vol. 21, Hacia la utopía industrial, El Colegio de México, México D. F., 1984, pp. 252

[13] García Tsao, Leonardo, Felipe Cazals habla de su cine, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, Jalisco, 1994, p. 197 y ss.

Por Eduardo De la Vega Alfaro

Doctor en Historia del Cine por la Universidad Autónoma de Madrid. Es profesor-investigador titular en el Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado crítica y ensayo acerca de diversos aspectos cinematográficos. Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III).