Por Sergio Huidobro
Desde Morelia
Algo habremos perdido cuando ganamos la luz eléctrica, digo yo. Nuestro entendimiento del color, la sombra, de los contornos, el volumen y la oscuridad tuvo que cambiar en alguna manera profunda. Yo sé: lo que escribo parece el lamento de un reaccionario que se opondría a la penicilina o la equidad racial. Nada de eso. Esta inquietud súbita por la naturaleza de la mirada no es sino el entusiasmo de un espectador de cine disciplinado –pues la crítica no es sino eso y nada más- ante su instrumento primario de trabajo, los ojos, y ante su materia de estudio, las imágenes.
Me disculpo por esta entrada nebulosa como de kantiano improvisado. De lo que busco hablar es de un cuarteto de cintas estrenadas entre ayer y hoy en el XV Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) que tienen un denominador común: la plástica como forma de vida y la mirada, la imagen, como encarnaciones de la memoria. Los documentales “Witkin y Witkin” de Trisha Ziff, “El vendedor de orquídeas” de Lorenzo Vigas, la segunda ficción dirigida por Paula Markovitch, “Cuadros en la oscuridad” y el estreno en México de la animada “Loving Vincent” toman rutas distintas para recorrer el mismo trayecto: la intimidad de pintores y fotógrafos, reales o imaginarios, en el final de su vida, cuando el ejercicio de mirar ya es inevitablemente retrospectivo.
“Witkin y Witkin” es un paso natural en la filmografía de Trisha Ziff, quizá la única autora documental en el panorama mexicano que persigue intereses no solo recurrentes, sino obsesivos, sin riesgo de repetición o agotamientos. Todo su trabajo, desde “Chevolución” (2008) hasta “El hombre que vió demasiado” (2015) y el proyecto multiplataforma “La maleta mexicana” (el documental es de 2011) desmenuzan la personalidad de fotógrafos iconoclastas -valga el pleonasmo- desde la intimidad. “Witkin y Witkin” da un paso lejos del centro, no sé si hacia adelante o a los lados, pero aleja a la cineasta de su primera zona de confort al presentar un ensayo doble sobre pintura y fotografía a través de una insólita personalidad bicéfala: los gemelos Jerome Witkin (pintor) y Joel-Peter Witkin (fotógrafo), legendarios cada uno en su medio aunque su cercanía, o falta de la misma, sea todo menos fraterna. Un documental clásico, agringado en la factura, pero de una potencia y penetración emocional difícil de predecir.
“El vendedor de orquídeas” es el primer documental del venezolano Lorenzo Vigas, ganador del León de Oro veneciano con su ópera prima, “Desde allá” en 2015. Se trata de un curioso ejercicio de auto-apropiación en el que el cineasta desempolva materiales caseros filmados hace unos trece años cuando su padre, el afamado artista visual Oswaldo Vigas (fallecido en 2014, mientras Lorenzo terminaba su primera película) cumplía ochenta años. El argumento de la cinta se construye por milagros de montaje, mientras la familia Vigas busca por cielo y mar un cuadro perdido por décadas, que retrata a un vendedor de orquídeas en el pueblo natal del patriarca. La relación entre el pintor y el personaje del cuadro se revela progresivamente, y funciona como un motor de catársis. La memoria, la pérdida y el olvido terminar por suplantar a Oswaldo Vigas como protagonistas.
En la esquina contraria del mismo ring, “Cuadros en la oscuridad” de Paula Markovitch y “Loving Vincent” de la polaca Dorota Kobiela son excursiones radicalmente distintas de dos temas: la naturaleza de la pintura al óleo como ejercicio para conservar la cordura y la figura (algo trillada, eso si) del artista como paria y búho marginado. La cinta de Markovitch repite muchos de los mecanismos que hacían funcionar bien a su película anterior, “El premio”: hay un personaje infantil como observador silencioso, un misterio que se devela a cuentagotas y un ambiente opresivo que, de pronto, se revela como metáfora del pasado represivo en el cono sur americano. En “El premio” todo ello funcionaba mejor y con menos ruido, pero en “Cuadros en la oscuridad”, la presencia del arte como catalizador social marca una diferencia que se agradece.
Sobre “Loving Vicent” se ha dicho tanto antes de verla (casi cien artistas involucrados, años de producción millonaria, etc.) que el tremendismo de las numeralias pueden nublar el juicio. Superlativa y estremecedora en sus niveles de técnica, es una de las cintas animadas más hermosas a la vista de las que se tenga memoria. Que como relato fílmico quede por encima de otras aproximaciones a Van Gogh como las de Maurice Pialat o Akira Kurosawa, eso ya está menos claro. “Loving Vincent” aprovecha la estructura de una investigación detectivesca efectuada después del suicidio del pintor para revelar su personalidad en un ejercicio casi traducido de “Ciudadano Kane”, y frecuentemente se anota aciertos. Lo que no es cosa menor cuando se trata de develarnos a un artista que, como ningún otro, está cubierto de lugares comunes, datos de trivia y chismorreos repetidos hasta el cansancio.