Por Sergio Huidobro
Desde Morelia

El cine y Fernando Méndez nacieron con trece años de diferencia. De ahí en adelante, no volverían a ser indiferentes uno al otro. Méndez nació y creció en una familia que probó suerte desde primera hora en la distribución y exhibición fílmica, no en la ciudad de México ni en otro centro urbano considerable, sino en la pintoresca Zamora michoacana. La precocidad familiar vuelve comprensible el rápido ingreso de Fernando en núcleos cada vez más céntricos de la industria: a los 26 años ya se afanaba como maquillista de la serie B; a los 31 estrenaba “La reina de México” (1939), su primera película en la silla de director. Se trataba de una película por encargo en torno a las apariciones marianas en el Tepeyac.

No es fácil imaginar a una película guadalupana como la ópera prima de un cineasta consagrado en el imaginario de los aficionados al terror y a prácticamente todos sus sub-géneros y derivaciones zoológicas: monstruos, fantasmas, maldiciones, vampiros, etc. Para entenderlo, hay que penetrar en la lógica de una industria como la mexicana, que en las décadas de 1940 y 1950 -periodo activo de Méndez detrás de las cámaras- funcionaba como una maquinaria impersonal y furibunda de productos comerciales: varias películas al mes, reciclaje de argumentos, estrellas que estrenaban varias películas al año y más de una en cada temporada, una ciudad -la capital- inundada de cines desde el centro histórico hasta la periferia.

La hoja de vida de Méndez es sintomática de aquel momento: él mismo es realizador tanto del clásico “El vampiro” (1957) como de “La locura del rock and roll” (1956) o el melodrama de barrio “El suavecito” (1950) y guionista de “Los tres García” (1947). Semejante esquizofrenia creativa hace pensar en un escribidor a sueldo que no encontró fama propia en ninguno de los géneros que tocó. Lo cierto es que hoy, un puñado heterogéneo de clásicos está unido, por derecho propio, por el nombre de Fernando Méndez en los créditos.

De cara al día de muertos y la noche de brujas americana, el Festival Internacional de Cine de Morelia decidió consagrar una parte de su programa al cine gótico mexicano y al autor de varios íconos del género. Esa es, como se vio, apenas una de las varias facetas de Méndez como creador, pero quizá sea la más perdurable; “El vampiro”, un clásico protagonizado por Abel Salazar y Carmen Montejo, basta como ejemplo. Pero la mayor valía de la breve retrospectiva organizada por el festival -después del otro, el festival mayor de su Michoacán natal- es el rescate de “Misterios de ultratumba” (1959). Se trata de una de sus últimas películas como realizador, lo cual es un decir, porque ese mismo año filmó otras cinco, y tres más al siguiente.

Méndez, entusiasta del cine de monstruos de la Universal y la Hammer, es un pariente creativo de Roger Corman que no tuvo problemas en crear éxitos en la pantalla mexicana adaptando tramas y estéticas propias de la literatura victoriana de terror o de cuentos de horror germanos. Su obra, un reciclaje afortunado de clichés y fórmulas, hoy puede verse y disfrutarse como testimonio palpable de un género vital, pero también de una mente creativa pródiga en soluciones visuales, recursos sonoros y tretas de iluminación.

Artesano olvidado y meritorio de reivindicación, Fernando Méndez recorre el programa del FICM no solo con la proyección de dos de sus clásicos, sino con la palpable influencia de su cine en otra tanda de clásicos proyectados en el festival, desde “Cronos” (1993) o “Alucarda” (1977) hasta “Veneno para las hadas” (1984), a las que acompaña una exposición de fotogramas instalados en la Plaza Benito Juárez de la capital moreliana. Mañana es noche de brujas, y pasado día de muertos. Que los muchos talentos de Fernando Méndez regresen desde la tumba, y continúe poblando muchas de nuestras futuras pesadillas.

Exposición de iconografía del cine (casi) gótico mexicano en Morelia.