Por Roberto Fiesco

Los América no son los primeros estudios de cine que conocí, porque siendo adolescente logré entrar a los estudios San Ángel -es decir, a Televisa- para ver la grabación del programa XE-TU y luego a curiosear por los foros del Canal 8. Poco después, a finales de los años ochenta, me colé a los Churubusco -antes de la existencia del Centro Nacional de las Artes- y caminé a mis anchas por el paisaje vacío de una industria que se extinguía, pero a la cual quería pertenecer algún día.

Lo curioso es que los América fueron los primeros en los que filmé. Corría el año de 1995 o 96 (cuando ya eran propiedad de Ricardo Salinas Pliego), y una compañera del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos -cuyo nombre me reservaré- consiguió el permiso para filmar su cortometraje -que se iba a titular El cuentasueños, El atrapasueños, o algo así-, en el pueblito vaquero que por entonces existía en los estudios, una veterana construcción con vistas de madera y cartón piedra, que había visto pasar por ahí, en sus mejores tiempos, los caballos de Antonio Aguilar y Rodolfo de Anda; o a Kitty de Hoyos y Dacia González, con sendos antifaces para que… nadie las reconociera a pesar de sus escotes y, sobre todo, de sus curvas, acentuadas por embarradísimos trajes de pistoleras.

Nuestra locación principal era la fuente del pueblito, donde una especie de merolico, con sus artes para adivinar los sueños, lograba reunir a los poquísimos habitantes de ese pueblo (eran poquísimos porque era un corto estudiantil de bajísimo presupuesto), en una fuente -que se caía a pedazos- y que un joven Jorge Siller -que luego trabajaría en Dragon Ball y en Nacho libre, entre otras- había forrado con no sé qué químico para que se viera craquelada y que seguro fue una de las causas de su posterior destrucción.

A mí me tocó ser el asistente de dirección y me engatusaron diciéndome que Enrique Alonso Cachirulo sería el protagonista, pero sobre todo con la posibilidad de filmar dentro de un estudio de cine, donde aún podía respirarse el trajín de iluminadores y tramoyistas de antaño, donde todavía se veía el célebre edificio de dos pisos, que durante mucho tiempo fungió como camerino de maquillaje y vestuario y, sobre todo, donde habían caminado, habitado y trabajado tantos cinematografistas que construyeron mi infantil pasión por ver películas, y mi adolescente necesidad de dedicarme a ese oficio.

Por eso celebro la aparición de Estudios América, de Rosario Vidal Bonifaz, un libro que puede leerse a diversos niveles. El primero, tal vez el más obvio, el de la historia de esta industria cinematográfica nuestra a lo largo del siglo XX, marcada -o tal vez fracturada sea la palabra correcta- por las veleidades políticas que sexenio a sexenio -como bien lo establece el libro- los distintos gobiernos han tenido en relación con el cine mexicano; de la misma forma que es la historia de los sindicatos de producción y de las empresas de la producción privada con sus mezquindades y también con sus aciertos, porque es hora de decir que la culpa del rise and fall del cine mexicano es una responsabilidad de todos los sectores que lo componen… componemos.

En ese sentido, y este sería el segundo nivel de lectura, auguro para este libro su calidad absoluta como referencia para el futuro. Hay en él datos de una precisión inigualable y puntos de partida para otras investigaciones, que provienen de un trabajo exhaustivo sobre fuentes bibliográficas -algunas bastante oscuras o prácticamente inconseguibles-; y fuentes hemerográficas -estas sí, prácticamente inéditas en otros proyectos similares-, que Rosario condensa con admirable rigor metodológico.

No quiero dejar de citar en este punto cómo la apasionada -y apasionante- investigación para este libro llevó a su autora a bibliotecas, hemerotecas y archivos públicos y privados (me consta de primera mano, porque Rosario tuvo llaves de mi casa para escarbar entre las fotografías de nuestra colección), y, sobre todo, algo que me parece muy conmovedor: su tesón por rescatar el amoroso testimonio de primera mano de algunos de esos pioneros que construyeron esta singular “fábrica de sueños”, gente como el fotógrafo Fernando Álvarez Gárces “Colín”, los cineastas Rafael Villaseñor Kuri, Mauricio Walerstein, Francisco Guerrero, Carlos Ortiz Tejeda, Alfonso Rosas Priego Jr. y Carlos García Agraz, entre otros, el asistente de dirección Juan Antonio de la Cámara, o el productor y director Fernando Pérez Gavilán, quienes apuntalaron con sus ejercicios de memoria toda aquella información que no se encuentra impresa en un texto, sino en la nostalgia de aquellos tiempos idos que construyen nuestro presente.

El tercer nivel de lectura de este libro es ubicar a los estudios América no solamente como el espacio del cine mexicano de serie B, el de los seriales que nacieron ante la división de alcances y objetivos de los sindicatos de producción, el STIC y el STPC; ese de las películas “de caballitos”, es decir, aquellos westerns que ocurrían en el pueblito aquel que les contaba arriba; el de las películas policiacas filmadas en dos o tres semanas con repartos de segunda fila; o el del cine de horror hecho con murciélagos colgando con tanta precariedad como las telarañas que decoraban las catacumbas por donde transitaron el Santo El enmascarado de Plata y Blue Demon.

Los América son el estudio por el que transitaron directores tan importantes como Alejandro Galindo, Chano Urueta, Julio Bracho, Gilberto Martínez Solares, Roberto Gavaldón, Alfredo B. Crevenna, Rogelio A. González, los tres René Cardona, Alberto Mariscal, Rafael Baledón, Jorge Fons, Luis Alcoriza, José Estrada, José Luis Ibáñez, Juan López Moctezuma, Jaime Humberto Hermosillo, Archibaldo Burns, Mario Hernández, Salomón Láiter, Arturo Ripstein, Alfredo Gurrola, Marcela Fernández Violante, Serguéi Bondarchuk, Fernando Vallejo, Gilberto Gazcón, Francisco del Villar, Ariel Zúñiga, Raúl Araiza, Óscar Blancarte, Busi Cortés, Alejandro Pelayo, Sergio Véjar, Juan Antonio de la Riva, Alex Cox, Francisco Athié o Alejandro Jodorowsky, citados completamente en desorden.

Algunos, sobre todo los veteranos, vivieron ahí el crepúsculo de sus carreras, al servicio -a partir de los años cincuenta- de una industria ahogada en los géneros que había construido. Otros, los más jóvenes, las generaciones surgidas a partir de los años sesenta, hicieron en ellos sus primeras armas, y realizaron ahí un puñado de obras maestras -desde mi punto de vista, claro- que son puro cine o cine puro, como Crisol, Cruces sobre el yermo, Patsy, mi amor, Las puertas del paraíso, Ángeles y querubines, Uno y medio contra el mundo, La mansión de la locura, La montaña sagrada, Alucarda, Los indolentes, Barrio de campeones, Lo que importa es vivir, o Pueblo de madera, por citar solamente algunas cintas que rebasaron -¡por mucho!- la medianía de la producción industrial de su tiempo. Películas que cualquier cinéfilo que se precie verá una y otra vez a lo largo del tiempo porque encontrárselas, incluso en la televisión, es una fuente de aprendizaje, no solamente cinematográfico sino vital, y sobre todo resultan un gozo para los sentidos.

Dejo para el final, las que para mí son las dos cintas clave que justifican, por si solas, la existencia de unos estudios como los América. Por supuesto, me refiero a Los caifanes, de Juan Ibáñez, película entrañable filmada casi en su totalidad en locaciones de la egregia e inconmensurable Ciudad de México, que nos hace entender que un estudio va más allá de un espacio para el rodaje (aunque algunas secuencias de la película fueron realizadas en foro); y El lugar sin límites, de Arturo Ripstein, esa sí durísima y cruel, filmada en buena parte en un estudio donde se fraguó -para siempre- la destrucción del machismo convencional del cine mexicano. Ambas son películas a revisitar siempre que se pueda con el fin de robarse pedazos de ellas y guardarlos en nuestro imaginario para siempre jamás.

Tal y como como guardamos en nuestra memoria los rostros -y en muchos casos los cuerpos- contenidos en los América –pantheon fílmico-, ese espacio que habitaron Jorge Rivero, Isela Vega, Amparo Rivelles, Ofelia Medina, Héctor Suárez, Jacqueline Andere, Irma Serrano, Andrés García, Vicente Fernández, Julissa, La India María, Claudia Islas, Lando Buzzanca, Angélica María, Alma Muriel, Rubén Olivares El Púas, Julio Alemán, Mario Almada, Roberto Cobo, Rosa Gloria Chagoyán, san Valentín Trujillo o santa Lucha Villa, que nos han acompañado en las buenas y en las malas, en el desamor y la enfermedad, en la alegría y en las noches ansiosas y que, como buenos protagonistas que fueron en las pantallas, son también protagonistas del libro de que nos ocupa.

¿Qué le falta a Estudios América, una alternativa a la producción cinematográfica mexicana en tiempos de crisis (1941-1993)? Nos falta que lo lean, que lo hagan suyo y que encuentren en la revisión de cada título filmado ahí la curiosidad suficiente para buscar esa película, ese periodo, ese director, ese actor… etcétera, etcétera.

La historia de aquel rodaje que me tocó vivir en los América no terminó bien. Había muchos conflictos en la filmación, el fotógrafo era infernal y yo era un pésimo asistente de dirección. La gota que derramó el vaso fue cuando nos dimos cuenta que a los extras les daban una comida diferente que al resto del crew. Obviamente era una comida mucho más barata. Con mis ideas de horizontalidad de entonces le armé bronca al productor, que además era el novio de la directora, y me fui del rodaje junto con otros compañeros. Así me despedí de los América para siempre… o eso creí.

Casi treinta años después regresé -justo el año antepasado- a producir una serie de películas para una plataforma trasnacional, que me llevaron de regreso a ese lugar seminal en mi vida que bajo el amparo salinista había pasado a manos de la televisora del Ajusco (eso también está en el libro). Hoy se llaman Azteca Estudios.

Al entrar por Canal de Miramontes la nostalgia era mía. Solo el quiosco, visto en tantas películas rancheras, sobrevivió a la andanada de telenovelas y programas cómico-musicales que se han grabado ahí. Sin embargo, leyendo el libro de Rosario, entiendo ahora que los América nacieron para proveer a la televisión de materiales que podían exhibir de manera seriada (aunque luego eso se acomodó de una forma más bien tramposa), y ya no me siento tan mal, porque hoy son además unos estudios modernos, que se rentan a bajo costo, con infraestructura de primera y que siguen abonando -a su manera- a la construcción de nuestras mitologías personales, de ese sueño que siempre será el cine.

Referencia

Vidal Bonifaz, Rosario. (2023). Estudios América, una alternativa a la producción cinematográfica mexicana en tiempos de crisis (1941-1993). México: Miguel Ángel Porrúa.