Por Pedro Paunero

Diez documentales no serían sino una pequeña muestra, de todo un conjunto mayúsculo, para acercarnos a la naturaleza del cine pero son, de entre todo ese conjunto, aquellos que he retenido en la memoria; si la memoria anuncia que sólo retenemos lo más significativo, entonces el hecho clarifica el poder que cada uno posee, como un medio para comprender el quehacer cinematográfico, entendido como un quehacer artístico, o un proceso de creación. La mayoría de estas valiosísimas películas se puede ver por Internet.


Las estatuas también mueren

(Les statues meurent aussi, Chris Marker y Alain Resnais, 1953)

Marker y Resnais abren este documental que, desde la antropología o, mejor dicho, sustentándose en la antropología, traza una línea extraordinaria desde que fuera rodado, hasta principios del Siglo XXI, con la siguiente frase:

“Cuando los hombres están muertos, entran en la historia. Cuando las estatuas están muertas, entran en el arte. Esta botánica de la muerte, es lo que nosotros llamamos la cultura.”

Los realizadores ponían el dedo en la llaga al reflexionar sobre el arte africano, y la violenta colonización europea, en aquellos países. Las esculturas africanas –la mayoría de las veces sagradas, por representar lo divino– han sido desacralizadas y descontextualizadas, para formar parte de un todo, ganado para la curiosidad o el estudio frío que, aunque pone una visión de otredad sobre estas, las convierte en meros objetos exóticos, en la sala de un museo.

Las voces de estos dos grandes realizadores siguen siendo válidas en estos días de Nueva Inquisición –ese subproducto de la Corrección Política–, que derriba estatuas y “cancela” películas –ignorando el contexto en que fueron erigidas, incluyendo su valor intrínseco como obras de arte– en un arrebato de “descolonización”, tan bárbara ahora como en aquellos años de efectiva –y, por demás atroz–, colonización, pero también nos recuerdan una de las facetas más trascendentales del género: que el documental puede ponerse al servicio de la denuncia, obligándonos a mirar de otra manera.  


Holy Ghost People

(Peter Adair, 1967)

Peter Adair, con técnica por demás burda, atestigua los intríngulis de un culto al que se entrega una pequeña congregación pentecostés, en el pueblo de Scrabble Creek, en el estado de Virginia Occidental, en los Montes Apalaches, a saber, la peligrosa manipulación de serpientes venenosas, y que la fe en el Señor no permitirá que estas dañen a los feligreses.

Está por demás señalar que, en este “pueblo del espíritu santo” de la “América profunda”, las serpientes sí muerden a sus manipuladores, pero resulta fascinante, a la vez, atestiguar los excesos del fanatismo religioso de estas personas. En última instancia, el documental es un recordatorio de cómo, a veces, el material sin refinar –Adair cobraría fama por un documental posterior, “Word Is Out: Stories of Some of Our Lives” (1977), sobre la situación existencial de célebres personalidades y su homosexualidad– se vuelve un testimonio impagable, impreso en el celuloide, y puede mover a personas de la talla de la antropóloga Margaret Mead a cambiar de idea, tras verlo, y considerarlo, primero, una obra maestra y, después, un absoluto pedazo de mierda. 


Louis Lumière

(Éric Rohmer, 1968)

Éric Rohmer puso la cámara delante del maestro Jean Renoir y Henri Langlois, fundador de la Cinemateca Francesa, para que charlaran abiertamente sobre los hermanos Lumière y su quehacer cinematográfico.

La conclusión, que ambos eruditos del cine alcanzan, es que no había nada de improvisado en los cientos de películas documentales –que tal eran esos cortometrajes pioneros del cine, al captar fragmentos de la vida a fines del Siglo XIX– que los Lumière realizaron desde el mítico año 1895, que se considera como el Año 1 del Cine. La toma en diagonal –cámara estática y toma con profundidad de campo– para filmar la llegada del tren a la estación de La Ciotat, Bouches–du–Rhône, Francia, por ejemplo, o el colocar la cámara sobre barcas en movimiento para tomar los primeros planos secuencia de la historia, denotan una alta consciencia artística (una composición pictórica) en los Lumière, que nos informa que el cine, como forma de arte, realmente fue creada desde sus orígenes, en contraposición a lo que críticos como Noël Burch aseguraran –posteriormente– que, aquello que los Lumière filmaban, no era sino el mero resultado del azar.       


“La Soufrière. En espera de una catástrofe inevitable”

(La Soufrière. Warten auf eine unausweichliche Katastrophe, 1977)

Werner Herzog voló a Guadalupe, isla antillana perteneciente a Francia, dejando en suspenso el rodaje de otra de sus películas, para dar cuenta, a través de su lente inquieta y suicida, de una próxima erupción volcánica, que destruiría la isla, tras la evacuación masiva de 76, 000 personas. Herzog filma la casi total ausencia humana, y a unos cuantos que, voluntariamente se han quedad atrás, en espera de la más atroz forma de muerte, según testimonios ofrecidos ante su cámara, y la de su reducido equipo de filmación mismo que, temerariamente, ascienden el cono del volcán –hasta donde logran hacerlo–, antes de que los gases tóxicos les alcancen.

Filman a los perros muertos, abandonados por sus dueños, a los escaparates vacíos o saqueados, el sonido del aire acondicionado –todavía funcionando–, a las serpientes ahogadas en el mar, en su desesperado intento de huir de las inmediaciones del volcán, en un micro mundo apocalíptico que se antoja anuncio de algo mayor a nivel planetario.

Al final no sucedió nada y, para Herzog, este habría sido su mayor “ridículo”, pero sabemos –a través de su rodaje, y lo mostrado en su rodaje– del tamaño de su error.   

La importancia de este filme radica en realzar el carácter titánico del director alemán –y la naturaleza misma del realizador de documentales–, poniendo en evidencia un afán de protagonismo trascendental –a la manera de oportunismo periodístico– siempre en paralelo a un impulso de muerte, que tiene, en Herzog, a uno de los auténticos genios del cine, en quien confluye el espíritu aventurero del explorador limite decimonónico (como un Livingstone o un Stanley, un Darwin y un Wallace), el artista extático, y el verdadero “auteur” aún vivo, en este desabrido panorama cinematográfico de principios de siglo.


Corazones en tinieblas

(Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse, Fax Bahr, George Hickenlooper, Eleanor Coppola, 1991)

¿Cuándo –en qué instante–, el material rodado “detrás de cámaras”, adquiere característica consciente de alto documental? Eleanor Coppola, esposa de Francis Ford Coppola, uno de los insignes representantes del Nuevo Hollywood, con una cámara de 16 mm en mano, va grabando el pesado rodaje de una obra maestra, “Apocalypse Now”, cuya fuente literaria, la novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad (que no aparece acreditada en la cinta original) es, en justicia, restituida en el del documental.

Las condiciones adversas del rodaje, el clima, la selva, el presupuesto, marcan a fuego la psique, la conducta y las costumbres de los implicados, encurtidos en drogas –estamos en la Era hippie– para soportar el ritmo en lo que, no podía ser de otra manera, no es sino un tributo al río –metáfora suprema en el libro y en la película, sobre las vías hacia lo desconocido– y su meta final, la oscuridad que subyace en cada ser humano.

Dos años duró el rodaje de “Apocalypse Now” y, si se me permite una paráfrasis baladí, este demostró a los implicados –aun cuando la esposa del realizador pierda objetividad, como era de esperarse–, y a quienes nos enteramos de los entretelones que, como Dante, se podía ir y regresar del infierno personal que atrapa a todos los responsables detrás de la creación de una obra de arte.          


La verdadera historia del cine

(Forgotten Silver, Costa Botes y Peter Jackson, 1995)

Antes de su apoteósica Trilogía del Anillo, Peter Jackson ya había demostrado su talento con películas como “Mal gusto” (Bad Taste, 1987), “El delirante mundo de los Feebles” (Meet the Feebles, 1989) y “Braindead” (1992), que supusieron la cota más alta del cine gore, o con la biopic “Criaturas celestiales” (Heavenly Creatures, 1994), que trataba –de manera escapista e imaginativa, para contrastar con el violentísimo final– el episodio que condujo al asesinato real de Honorah Rieper, por parte de su hija Pauline Parker y su amiga íntima, Juliet Hulme, en lo que se conoce como el Caso Parker–Hulme, denominado coloquialmente como el de “las Niñas asesinas”, sin embargo, en medio de estas películas y la trilogía, Jackson dirigió este falso documental, en el que no sólo demuestra su ingenio, sin dejar de lado el humor, al inventar una historia alternativa –eso sí, muy neozelandesa, es decir, patriótica–, sobre el origen mismo del cine.

En la película menos vista de Jackson su socio, Costa Botes, inventa la figura de Colin McKenzie, supuesto pionero del cine neozelandés, en pleno centenario del cine a nivel mundial. En esta súper ficción, McKenzie habría inventado el travelling, el primer plano, el cine sonorizado y a color, antes que cualquier otro. Jackson habría encontrado un tesoro (la “plata olvidada”, del título original) consistente en películas rodadas en 35 mm, en cinta de nitrato, arrumbadas en el cobertizo de una granja.

Aunque avanzado el metraje nos percatemos de la falsa puesta en escena (no hace falta ser avezado en cine para ello), por motivos de nacionalismo –en su primer pase televisivo–, el público de Nueva Zelanda creyó ver lo que deseaba ver y creer, en un héroe propio, pionero de todas las técnicas en el cine, incluyendo la filmación del vuelo de Richard Pierse, piloto aviador antes que los hermanos Wright –otro héroe inventado y ganado para el patriotismo–, haciendo de este “Mockumentary” una pieza fascinante que se ha ganado el status de película de culto. 


Mi enemigo íntimo

(Mein Liebster Feind, Werner Herzog, 1999)

Dos caracteres titánicos –el realizador Werner Herzog y el actor Klaus Kinski– se asociaron durante muchos, y fructíferos años, para ofrecernos el resultado de su dulce amarga relación, las películas “Aguirre, la ira de Dios” (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), “Woyzeck” (1979), “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979), “Fitzcarraldo” (1982) y “Cobra Verde” (1987), algunas de las cuales figuran, por derecho propio y gloriosamente, entre las mejores películas de la historia.

Herzog va contando, de una manera que se nos antoja dolorosa –mezcla de distancia, nostalgia, ira y admiración–, los recuerdos sobre Kinski, y el alejamiento que el ego maníaco del actor habían ya interpuesto entre ambos, como una barrera, desde los tiempos del rodaje de “Aguirre”, cuyo subtítulo, curiosamente, reflejaba la furia –casi divina– de su actor principal.

Entre otras curiosas, como jugosas anécdotas, Herzog recuerda el mote de “Demonio blanco” que los indígenas (habitantes del lugar selvático que les sirviera de locación) le pusieron a Kinski, a quien hubieran asesinado (si Herzog así lo hubiera ordenado), al ser testigos de los arrebatos al borde la locura del actor, así mismo, desvela esa técnica denominada “el tornillo de Kinski” –única, de su propia invención–, que consistía en que el actor se colocara a un lado de la cámara y el operador, mirando de frente, adelantara el pie izquierdo bajo la cámara y girara el cuerpo completo hacia la lente, maniobra con la cual daba la sensación de aparecer súbita, y prodigiosamente, desde la nada.

Pero, al tratarse de Herzog, no podemos dejar de lado, por obvio, que el documental no sólo trata de Kinski, sino del mismo Herzog, quien parece decirnos que ambos constituían las caras de una misma moneda, en un proceso artístico que ambos llevaron al límite, a la cima, y que desde entonces apenas ha vuelto a mostrarnos destellos de lo que alguna vez fue.  


Cravan vs. Cravan

(Isaki Lacuesta, 2002)

En la búsqueda de un personaje elusivo, Cravan, un poeta pero a la vez –e inverosímilmente, boxeador no profesional–, Lacuesta, el realizador, acude a una figura paralela, el boxeador Frank Nicotra, también actor y director, para moverlo en su búsqueda. Atrapante y misteriosa, la investigación que los llevará tras las huellas –siempre borrosas– de Cravan, nos enseñan cómo el género del documental manipula –en el mejor sentido de la palabra– las sensaciones, emociones y expectativas del espectador.

“Cravan vs Cravan” es un juego, un testimonio y un apasionante rompecabezas.  


Cineastas contra magnates

(Carlos Benpar, 2005)

Centrada en la discusión en torno a la manipulación de la obra artística por parte de los mercenarios del arte –en el documental se recuerda el caso del rey Felipe II, que cortó los bordes de una pintura de Ticiano para que cupiera en el espacio asignado en El Escorial que, entendemos, era menor al tamaño de la obra– y, una vez más, la teoría del autor en el caso del cine, es decir, los “Derechos morales del autor cinematográfico”, vemos enfrentarse al cineasta apasionado contra el productor, desde los inicios del cine hasta la Era del Vídeo.

Una frase de Sydney Pollack, que se da en relación a cierta diatriba sobre derechos de autor (los “Tratados de Berna” sobre la obra cinematográfica), ejemplifica –y clarifica– la naturaleza y ser de las “adaptaciones” literarias al cine: Un cineasta compra los derechos de autor –no la obra–, para convertir una forma de arte (un libro, una expresión literaria), en otra (una película, una expresión cinematográfica), sin modificar a la primera.


La casa Emak Bakia

(Oskar Alegría, 2012)

En 1926, el vanguardista Man Ray dirige una película –en formato de cortometraje y “Cinepoema”, un subgénero hoy desaparecido– a la que titula, en lengua vasca, “Emak Bakia”, que se traduce como “Déjame en paz” o “Déjame solo”. La cinta pertenece, como varias producciones, a ese período fecundo en obras de avanzada, que rompían con lo establecido y encontraban, a través del cine, una forma novedosa de expresión, a principios del Siglo XX.

Como fotógrafo, Ray se vale de distintas técnicas, y trucos, cinematográficos para construir su pieza de arte: doble exposición, foto fija y “rayografías”, técnica en la cual destacó particularmente el dadaísta de quien nos ocupamos para, después de desplegar todo su poder onírico a través de dichas imágenes, presentarnos a un grupo de flappers que arriban a una casa de estilo preciosista, con un par de hermosas columnas (prácticamente icónicas) que se abren al mar, y de la que, aparte de este detalle, conocemos sólo la puerta. Y ningún otro detalle.

De la situación de la casa, se sabía que se encontraba en Biarritz, y apenas poco más. A casi el centenario de su rodaje, Oskar Alegria emprende la búsqueda de aquella mansión que resguardó los sueños de Man Ray, en otro ejercicio –por cierto, muy bien logrado– igualmente de vanguardia: una especie de documental, o el anuncio de otra cosa, de la que apenas tenemos noticia –¿el “Posdocumental”, acaso, en la Era de la Posverdad? Y que nos lleva a plantearnos la regunta: ¿Cuál es el futuro del documental, cuál la forma en la que mutará?– o, simplemente –nunca simplemente– una pieza de arte como aquella a la que hace alusión.   
  

Para saber más:

“Arthur Cravan: el enigma del Poeta Boxeador” por Pedro Paunero

“‘Vase de Noces’ o discusiones en torno a un jamón demasiado fresco” por Pedro Paunero.

“Siete películas alternativas para Semana Santa” por Pedro Paunero.

“«La Soufrière»: el «ridículo» más fascinante de Werner Herzog” por Pedro Paunero.

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.