Por Pedro Paunero

“Es la única película que ha pasado del fracaso al clásico sin haber tenido éxito”. “No está entre mis seis favoritas, pero a la gente le encanta”

John Frankenheimer

El neoyorkino Arthur Hamilton (John Randolph) ha visto cómo el amor que sentía hacia su esposa Emily (Frances Reid), ha disminuido con el tiempo. Tampoco se frecuenta con su hija, que se ha casado y se ha mudado al otro lado del país. No obstante gozar de un prestigio como empleado bancario, tiene un sueño incumplido que profundiza el vacío de su existencia. Siempre ha querido ser artista, y el día que un desconocido (Frank Campanella) lo aborda en la Grand Central Station, entregándole un papel con una misteriosa dirección, podría ser el inicio del sueño de su vida, trastocándola por completo.

“El otro Señor Hamilton” (aka. Plan Diabólico/La segunda vez; Seconds, 1966), es una de las obras maestras de John Frankenheimer. No gozó de éxito comercial durante su estreno y fue abucheada en Cannes -este hecho se atribuye a la edición, que cortó varias escenas que Frankenheimer hubiera preferido incluir, y a la actuación de Rock Hudson en un papel no habitual-, más desde entonces se ha reconocido como una película de culto. Conforma la tercera parte de la “Trilogía de la paranoia” del director, con la afamada “The Manchurian Candidate” (1962) y “Seven Days in May” (1964), que retratan un ambiente psicológico real, cuyos miedos se revelan existenciales, acordes a los tiempos de la Guerra fría en que se inscriben. Los guionistas fueron Lewis John Carlino, quien había debutado poco antes con el guion para un episodio de la serie “Route 66” y que, posteriormente, dirigiría y sería el auténtico guionista (y no Herman Raucher, a quien a menudo se le atribuye) de “The Great Santini” (1979), uno de los clásicos del cine de baloncesto, y del guion de “Verano de encantamiento” (Haunted Summer, Ivan Passer, 1988), una cinta que, con la anterior, “Gothic” (1986), de Ken Russell, tratan sobre la “Velada de Villa Diodati”, en la cual el Dr. Polidori creó al vampiro literario y Mary Shelley al monstruo de Frankenstein, y David Ely, el autor de la novela que adaptaban, y que igualmente escribiría “La academia”, el último segmento del episodio 4, de la Segunda Temporada de la “Galería Nocturna” (1971) de Rod Serling.   

John Randolph, actor de teatro, como Arthur Hamilton, tuvo que aprender a usar la mano izquierda, debido a que Rock Hudson (como el personaje a quien convierten mediante cirugía) era zurdo. Randolph regresaba al cine, precisamente con “Seconds”, a instancias de Frankenheimer, después de haber puesto un período forzoso de inactividad a su carrera por haber sido inscrito en la infame “Lista negra de Hollywood”, su carrera posterior -aparte de sus roles para Broadway-, incluyen el papel del jefe del policía incorruptible Serpico, en la película del mismo título, dirigida por Sidney Lumet en 1973.

Hamilton, a bordo del tren, se dispone a resolver crucigramas del periódico para distraerse, cuando recuerda el papel que le han entregado, lo extrae del bolsillo de su saco y lee: 34 Lafayette St. Una vez de vuelta en su casa, recibe una llamada de Charlie (Murray Hamilton), un viejo amigo a quien daba por muerto. Charlie le confiesa que ha sido él quien le entregara el papel en la estación y, para convencerlo, le cuenta anécdotas que sólo ellos conocen. Por fin, lo persuade de acudir a la dirección, alegando el tedio de su cotidianidad clasemediera, de la cual está bien enterado. Hamilton se encuentra con una empacadora de carne, que no es sino la fachada de un negocio bastante inquietante. Le entregan un uniforme, lo hacen abordar un camión y lo trasladan a una oficina, donde una secretaria le ofrece un té, que resulta estar adulterado con una droga que le impide encontrar la salida de un laberinto de pasillos que se deforman y trastruecan -en la “onda” lisérgica de aquellos años- y que, por fin, le conducen a la habitación de una mujer (Françoise Bush).

En su confusión, la ataca sexualmente (o eso le parece), cuando abre los ojos y le hacen saber que se encuentra en las instalaciones de “La compañía”, que el servicio que le ofrecen cuesta $30.000 -el cambio de personalidad, incluyendo las huellas dactilares, la voz y la dentadura, para cuya escena se filmó una rinoplastia auténtica (como hiciera Georges Franju, para su obra maestra, “Los ojos sin rostro”), durante la cual se desmayó el camarógrafo, teniendo que ser sustituido por Frankenheimer mismo- y que no puede rechazarlo, ya que ellos poseen la grabación de su intento de violación a la desconocida del cuarto. Con el chantaje encima, Hamilton acepta.

Le informan que utilizarán un cadáver anónimo para simular su muerte (será por completo borrado de su existencia anterior), y se le somete a un procedimiento quirúrgico avanzado. Una vez que se le revela ante el espejo su nuevo rostro, se le da un nuevo nombre, Antiochus “Tony” Wilson (ahora interpretado magníficamente por Hudson, en un papel que, inicialmente, le ofrecieran a Kirk Douglas y, después, a Laurence Olivier, rechazado por la productora por no ser “popular” entonces), de profesión pintor -una persona real, fallecida recientemente, al que ahora sustituye-, a quien se le hace conocer a otros “renacidos”, en una fiesta en una casa de Malibú, California (la casa de Frankenheimer, donde se rodaron dichas escenas). A pesar de estar viviendo, y experimentando su anhelo vital, Tony no se siente del todo integrado a la comunidad. Así, un día que pasea por una bella playa rocosa solitaria, conoce a Nora Marcus (Salomé Jens), una renacida de personalidad disipada, y ambos se ven envueltos en un romance inmediato.   

Los títulos de apertura, que funcionan como advertencia al espectador sobre la trama, fueron diseñados por el legendario Saul Bass, utilizando para ello el tipo de letra Helvética, diseñado nueve años antes por el diseñador tipográfico suizo Max Miedinger y Eduard Hoffmann, adquiriendo gran popularidad desde entonces. Estos aparecen sobre el rostro distorsionado por las lentes de “Ojo de pez” del fotógrafo James Wong Howe (nominado al Óscar por la fotografía), con un tema de órgano inquietante, obra de Jerry Goldsmith. Las escenas de la Grand Central Station se lograron mediante la treta, ideada por Frankenheimer, de contratar a una modelo de Playboy -llevada en andas, sobre una cama por seis hombres, mientras una banda de músicos tocaba-, que simuló ser una actriz, a quien filmaban mientras se desnudaba hasta quedar en bikini, para distraer la atención del numeroso grupo de viajantes, y poder rodar sin contratiempos.

Nora invita a Tony a una fiesta de pisado de uva en Santa Bárbara, a cuya alegría báquica ella se entrega decididamente, pero él se mantiene al margen, perturbado por las jóvenes mujeres que comienzan a desnudarse sin tapujos, entran en el enorme lagar, y se disponen a pisar las uvas. Pronto, al ritmo de instrumentos primitivos -panderetas, flautas, tambores, banderas de países productores de vino, entre estos México, así como de otros países-, y bajo la tutela de una escultura del rostro barbado de Baco (el dios del éxtasis ritual), hombres y mujeres confunden sus cuerpos desnudos en un abrazo, dentro del recipiente. La desinhibida Nora se desnuda también, entra al lagar, mientras Tony trata de impedírselo, primero a gritos, luego yendo por ella, pero los vendimiadores lo atrapan, lo semi desnudan y lo arrojan dentro del lagar, donde cae malamente de cabeza.

Tony se resiste, emerge de entre las cáscaras de uva, cubierto de jugo, pero de un instante a otro, el ritual extático surte efecto y comienza a reír, abierto al dios. Abraza y besa a Nora y, por fin, acepta su nueva vida. Más tarde, de regreso en la ciudad, durante un cóctel al cual la pareja ha invitado a varios amigos, el achispado Tony revela su identidad anterior. Una llamada de Charlie le avisará que se ha puesto en peligro de muerte, que lo que ha hecho está terminantemente prohibido por la Compañía, y descubre que Nora no es sino una empleada de esta, para ayudarle a sobrellevar el tránsito de una identidad a otra. Se le propone cambiar la identidad por una segunda ocasión. Pero, para Tony, ya es demasiado tarde.

Una escena clave, en la cual Tony visita a su hija (Evans Evans), y a su esposo (Leonard Nimoy), fue eliminada, por lo que la escena final, que concuerda con esta anterior, en la que vemos a Tony agonizando (su cuerpo servirá para otorgarle identidad a otro renacido), y tiene una última visión de un hombre en la playa (él mismo), jugando con una niña (su nieta), se nos muestra en el filme como una especie de enigma irresoluble o un auténtico sinsentido.

La orgía: De vendimia a documental ritualístico.

La larga escena dionisíaca del pisado de la uva, que bien puede funcionar como un cortometraje independiente de la película, fue filmado in situ, durante una vendimia auténtica. Frankenheimer sufrió problemas con la censura, cuando la Iglesia Católica protestó, y Paramount Pictures ordenó que se editaran los desnudos frontales, que fueron recuperados para el VHS y el láser disc lanzado al mercado a fines de los años ´90s. El resultado, que por momentos se torna abstracto, muestra partes corporales, fragmentos de danzas y rostros, y deviene en la filmación de una autentica orgía, transmitiendo la sensación de haber capturado alguna fiesta trasladada a la floresta feraz, excluida de las civilizadas Grandes Dionisias en la Atenas dorada. Se nos presenta como una filmación, dijérase rescatada de la noche primordial, salvaje y arquetípica, como si un grupo de bacantes y sátiros, amparados por la intimidad que ofrece la naturaleza, se entregaran a Eleuterio, uno de los nombres dados a Dionisos-Baco, en su acepción de “libertador” de las conciencias, y desinhibidor de los sentidos (1). Frankenheimer opinó sobre esta ironía, después que le pidieran editar la escena: “Hizo que el pisar la uva pareciera una orgía. Esa no era mi intención. Se suponía que era una liberación para el personaje”.  

Rock Hudson se sintió realmente incómodo filmando la escena, hecho que contribuyó a otorgarle a su personaje de Tony esa misma sensación de incomodidad, de rechazo cortés de la fiesta, de asombro, sorpresa y, casi de inmediato, devuelta en gozo. Sus sonrisas forzadas son notorias, sus quejas hacia Salome Jens/Nora Marcus son auténticas. Nos parece auténtico el arrebato de los celebrantes cuando lo arrojan al lagar. La fiesta se desencadena y, aunque está lejos del sparagmos dionisíaco primordial -el sacrificio humano por desmembramiento-, percibimos que Wilson/Hudson es, esencialmente, tomado para el ritual. Su paralelo con el célibe policía Neil Howe (Edward Woodward) de naturaleza virginal incluso “de pensamiento”, el personaje del clásico contemporáneo “El hombre de mimbre” (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, no es casual. Tanto Howe, que se resiste a la sexualidad de la bruja e iniciadora “hija del cantinero”, Willow (Britt Eckland, hiper sensual en una actuación afamada), como Wilson, se niegan a aceptar la iniciación carnal, el “desencadenamiento” de la orgía.

Al permanecer al margen -ellos son los márgenes anómalos del conjunto-, al no integrarse y hacerse uno con el resto, subrayan su otredad. Una otredad que llega “de fuera” (Howe llega a la Isla de Summerisle con intenciones de “hacer cumplir la ley”, una ley que no tiene efecto en la isla, que se sitúa en un tiempo “mágico”, fuera del común sistema de cosas; Tony ingresa a la vendimia como un intruso). Dionisos, el dios extranjero, el que “adviene”, y cuya extranjería es eminente y evidente, impone su ley, sobre todas las cosas humanas. No le es permitido, en el devenir dionisíaco, al hombre imponer su evangelio. Dionisos se “recibe adentro” (el calor del vino -el ánima del dios-, subiendo por el torrente sanguíneo es un buen ejemplo). El que predica a Dionisos es, en realidad, Dionisos: así Orfeo, tocado por su divinidad. Son varios los mitos que afirman el peligro mortal de rechazar al dios borracho (Licurgo, enloquecido, mata con un hacha, como quien “poda una vid”, a su hijo Driante; Penteo es desmembrado por las ménades y su propia madre, Agave, lo decapita; Leucipe, una de las Minias -hijas de Minio-, tras caer, igualmente, bajo el hechizo del dios, ofrece a su hijo, Hipaso, en sacrificio, tras perderlo en suertes), su teolepsia (tanto la acepción como la sensación de “ser poseído” por la divinidad), por el contrario, otorga alegría como recompensa y retribución. Una vez asumido uno como el dios, integrado y reintegrado en la orgía, la salvación está asegurada.

El siempre preclaro, como tremendista, Georges Bataille señala, en su libro “La parte maldita”, la función -y funcionalidad-, de la víctima en la fiesta:

“La víctima es un excedente tomado de la masa de la riqueza útil. No puede ser tomada de allí más que para ser consumida sin provecho y en consecuencia para ser destruida para siempre. Ella es, desde el momento en que es elegida, la parte maldita, destinada a la consumación violenta. Pero su maldición la desprende del orden de las cosas, hace reconocible su figura que irradia desde entonces la intimidad, la angustia y la profundidad de los seres vivos. (…) Está perdida en la inmensa confusión de la fiesta. Es justamente eso lo que la pierde.

“En efecto, la victima estará sola al salir por entero del orden real, pues solamente ella es llevada hasta el limite por el movimiento de la fiesta. (…) su inmolación no era voluntaria”.  

Brian Wilson, compositor de los “Beach Boys”, contó una anécdota que despertó un renovado interés en la película, demostrando la efectividad de su tema, así como del acto de la coincidencia, cuando fue al cine y llegó cuando ya estaba empezada, justo en el diálogo donde un personaje expresa: “¡Pase, señor Wilson!”. Wilson tuvo un sobresalto, creyendo que se dirigía hacia él. Vio la película, y encontró toda suerte de elementos que concordaban con sus propias búsquedas intelectuales e inquietudes, perturbándolo a tal grado que canceló la gira del álbum “Smile”, y no volvió a pisar un cine hasta el año 1982, es decir, más de quince años después, cuando daban “E. T.”, de Steven Spielberg. Suponía que Phil Spector, el influyente productor musical que terminaría en la cárcel acusado de asesinato, e inversor de la cinta, la había mandado dirigir sólo para enloquecerlo (2).  

Al final, “Seconds”, conocida en español por los esclarecidos títulos de “El otro señor Hamilton”, “Plan diabólico” o “La segunda vez”, se nos regresa no sólo como una parábola de la identidad humana -aquellos elementos que nos hacen “ser”, y nos reafirman, pero así mismo aquellos que nos han sido impuestos por los roles sociales, tal y como se nos presenta Dionisos (“Señor de las Máscaras”) en el teatro, el dios que lo fundó, y cuyos emblemas son las máscaras de la comedia y la tragedia- sino como una trágica metáfora (nunca mejor dicho) de la doble vida de Rock Hudson, que mantuviera su homosexualidad en secreto, y fuera uno de los mayores Sex Symbols masculinos de su época. ¿Cuántas películas se vuelven no sólo en vehículo para el personaje, sino irónicamente, en reflejo de la existencia del actor que lo interpreta?

Hamilton-Wilson sólo puede morir porque su integración no se concreta jamás (el título “La segunda vez” es ejemplar), cuando despepita su vieja identidad durante el cóctel. La muerte de su primera vida no es olvidada, y lo pierde (tampoco ha convencido a otro de someterse a la cirugía -no ha retribuido en el sacrificio-, en una película donde “el otro” es siempre su fundamento, su tesis), por lo que la segunda vez que se decide por el cambio de identidad (de Tony Wilson a alguien que ya no alcanza), sólo puede ser una trampa.  

“Seconds” miraba al pasado oscuro -desde esa vendimia agregada al metraje, como al azar-, y a la vez al futuro, asaltándonos -en palabras de Aldous Huxley- con su “horror esencial” a inicios de este desabrido Siglo XXI, el de la posverdad y de las frágiles construcciones virtuales.

Notas:

  • Tibón, Gutierre (1994). Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona. Fondo de Cultura Económica, México.
  • Dillon, Mark (2012). Fifty Sides of the Beach Boys: The Songs That Tell Their Story. Toronto, Ontario: ECW Press. p. 269.

Para saber más:

Desowitz, Bill. ‘Seconds’ Gets Another Shot. Los Angeles Times. May 5, 1997.

https://www.latimes.com/archives/la-xpm-1997-05-05-ca-55593-story.html

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.