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2020-08-02 00:00:00

«La Soufrière»: el «ridículo» más fascinante de Werner Herzog

Por Pedro Paunero

Eres como los antiguos narradores de historias,
que regresan de tierras lejanas con cuentos fascinantes

Roger Ebert. "A letter to Werner Herzog
in praise of rapturous truth".


“La Soufrière. En espera de una catástrofe inevitable” (La Soufrière. Warten auf eine unausweichliche Katastrophe, 1977), el cortometraje documental de Werner Herzog, narra la historia de una decepción. Herzog no duda de llamarlo “un ridículo” pero, tanto las vicisitudes del rodaje, como lo filmado, lo convierten en un documento en el cual lo diegético da lugar, inmediato, a lo extradiegético (lo metanarrativo, a través de la narración en off), en un filme que se muerde la cola, autorreferencial, en el cual Herzog llega a una isla para filmar una catástrofe y termina haciendo un documental sobre un documental que no salió como se esperaba.

Esta “diégesis de lo real” comenzó cuando Herzog se encontraba montando “Corazón de cristal” (Herz aus Glas, 1976), que narra la historia de Hias, un vidente del Siglo XVIII, profeta de la destrucción de una fábrica de cristal soplado; película para la cual, Herzog, siempre en busca de experimentar, utilizó actores hipnotizados, y supo que en Guadalupe, un departamento ultramarino perteneciente a Francia, localizado en las Antillas, y conformado por dos islas, Basse-Terre y Grande-Terre, en la primera de las cuales se localiza el volcán activo La Soufrière (“La azufrera”, en francés), este entraría en erupción, dejando momentáneamente en suspenso la labor de montaje para atestiguar, mediante una película documental, el evento catastrófico. El gobierno antillano, auxiliándose de los sistemas sismológicos y vulcanológicos, se había dado a la tarea de plantear un plan de evacuación, pero la altísima actividad del volcán había provocado, mucho antes de la emisión de una orden de abandonar la isla, una evacuación masiva y voluntaria, de alrededor de 25, 000 personas. Cuando la orden de evacuación fue emitida, la cifra se elevó a las 76, 000 personas, que encontraron refugio en Grande-Terre.   

Werner Herzog, y un equipo reducido (los operadores Jörg Schmidt-Reitwein y Ed Lachman), volaron a Basse-Terre, la mayor de las islas, como en un impulso de auto extinción, de oportunista nota periodística o, en una palabra, ansiando experimentar –una vez más-, esa adrenalina que provoca toda situación límite, y que bien conoce Herzog, en busca del único habitante de la isla que se negara a dejarla (de quien se enterara en un periódico), acaso intentando reconocerse en el espejo suicida del “otro”, para no encontrar sólo uno, sino tres individuos que, le explican, no tienen nada que perder, y se limitan a esperar lo inevitable, por ser tan pobres que ya nada ansían sino morir. Al primero, incluso, lo hayan recostado, tan quitado de la pena como quien ha aceptado su destino, al pie de un árbol, desde donde expone su postura, sin moverse siquiera.

Pero, un momento. ¿Realmente estos hombres expresaron las palabras que los vemos, y escuchamos decir, o materializan ese concepto de “Verdad extática”, como lo llamara Herzog mismo, y que consiste en “falsear sin falsificar” lo narrado, para reafirmar la realidad, produciendo, por lo tanto, “una verdad poética”? Un viejo ejemplo de esta “Verdad extática”, la hayamos en “Las Hurdes, tierra sin pan” (1932), de Luis Buñuel cuando, al enterarse Buñuel que, los habitantes de dicha región española, de vez en cuando comían alguna cabra muerta, despeñada, pero al no tener a la mano a ningún ejemplar de estos, no dudó en dispararle a un animal, para hacerlo caer y que sirviera para enfatizar lo documentado. Así, en un ensayo titulado “Sobre lo absoluto, lo sublime y la verdad extática”, Herzog recuerda un diálogo en su película “Fitzcarraldo” (1982), a propósito de este concepto:

Fitzcarraldo: ¿Y qué dicen los indios más viejos?

Misionero: Nosotros simplemente no podemos curarlos de su idea de que la vida ordinaria es sólo una ilusión, detrás de la cual se encuentra la realidad de los sueños.


El documental se abre con una toma aérea del volcán, emitiendo gases, y la narración en off del realizador, poniendo al espectador en antecedentes ya que, ese año, diversos terremotos habían acontecido al norte de Italia, en las Filipinas, China y Centroamérica. Recorren las calles vacías, todavía con los semáforos, teléfonos, televisores, refrigeradores y hasta aires acondicionados, funcionando, mostrando los claros indicios de una apresurada huida y que “existen a pesar de nosotros”, como dijera en cierta ocasión, la escritora Ikram Antaki, en relación a la omnipresencia “bigbrotheriana” televisiva. En un camino, una hembra de jabalí, con muchas crías, mira hacia la cámara. En otra calle vuela, con el aire, un papel. Descubren tiendas con escaparates vacíos, saqueadas, agua goteando de los grifos y un burro con su cría, alejándose. Entre los animales (Herzog cita cerdos y gallinas, pero no los vemos), encuentra, “especialmente”, perros abandonados, que recorren la isla, hambrientos (hay varios muertos), husmeando en la basura. Los muelles le parecen sets de una película de ciencia ficción. A 25 millas, ponen en funcionamiento la cámara automática, para filmar el pico, humeante; desde un helicóptero filma las que, supone, serán las últimas tomas de ese pueblo condenado. La playa yace cubierta de serpientes muertas, que bajaron de las montañas. Recorren, en auto, las calles solitarias, en un fantasmal plano secuencia con efecto túnel, desdramatizado por una banda sonora en la que escuchamos el “Adagio Sostenuto”, del Concierto para piano y orquesta No. 2 en C, Op. 18, de Rachmaninov, totalmente fuera de lugar, al mismo tiempo que, en las partes altas del hospital, corretean los perros. Se acercan lo más que pueden al volcán, pero la carretera está tapizada de piedras y, gracias al cambio del viento, que disemina los gases hacia otra dirección, suben a pie la ladera, filmando sobre la carretera asfaltada. Herzog, valiéndose de fotografías, recuerda la catástrofe de St. Pierre, en la Martinica, en la cual, en 1902, treinta y dos mil personas perecieron a causa de la erupción del Monte Peleé, a excepción de un prisionero, Cyparis, que logró salvarse debido a estar confinado en una celda aislada, como castigo, quien sería exhibido como atracción en un circo americano, hasta morir en 1926. Aunque Herzog no lo cita, se trataba del célebre Circo Barnum, en el que Cyparis mostraba las cicatrices de sus quemaduras, en el interior de una réplica de su celda, como “El hombre que sobrevivió al Juicio Final”. La increíble historia de un asesino condenado a muerte, pero superviviente de una apocalíptica erupción volcánica, e indultado posteriormente –por ese premio que el azar le otorgara-, no carece de ironía, y empata –muy a propósito, fruto del trabajo del montaje en el laboratorio-, con las escenas del hombre que “ha rechazado dejar la isla”, durmiendo sobre unas telas, al pie de un árbol y entre sus raíces, acompañado de sus dos gatos y unos cerdos que deambulan por ahí. De esta manera, entendemos, la aparente “dignitas” de los marginados (por otra parte, tan caros a Herzog), que han decidido quedarse en la isla, no debe leerse como tal, sino como una resignación última (uno de los tres hombres cuenta que tiene 15 hijos, que fueron evacuados), que ya no puede ser postergada, para reafirmar su naturaleza de alienados, en el sentido de “separados” y, por ello, “privados” del propio “yo”, y de la sociedad que los aparta. 

¿Esperaba sobrevivir este genio alemán, después de todo, a la furiosa explosión de gases incandescentes –correspondiente a la detonación de cinco o seis bombas atómicas- que, se preveía, iba a ocurrir, dejándonos sin el resto de la filmografía, siempre prodigiosa, que, desde entonces ha venido haciendo? ¿Qué significa que, si se ha tomado el riesgo de ir hasta el “fin del mundo”, para filmarlo, sabiendo que no hay vuelta de hoja, no entrara a las casas abandonadas, para lograr unas tomas más íntimas y conmovedoras, o a la estación de policía o al hospital, y recorrer sus pasillos, poniendo un énfasis aún mayor a las, de por sí, espiritualmente devastadoras escenas? ¿Por qué esa “gravitas” cuando ya no se tiene nada que perder? ¿Será que atiende a una deliberada escenificación, en la cual aún caben las buenas maneras, porque, a pesar del peligro, se sabe que se escapará a última hora? ¿A que, si no, la intención de rodar un documental si no se habrá de exhibir? Bien podríamos recordar esa frase de Philippe Quinault, en el libreto de la ópera “Atis”, que Edgar Allan Poe citara en “Manuscrito encontrado en una botella”:

“A quien sólo le queda un momento de vida, ya no tiene nada que disimular”.

Inédito (se había exhibido en algunos festivales de cine), el documental pudo verse hasta el año 2014, en Francia, y reveló, más claramente, un impulso kairotanásico (término que he tomado del griego, para designar un “suicidio a tiempo”, siempre digno), por parte del realizador alemán, quizá no tan oscuro, después de todo, por cuanto lo lleva a sublimarlo en sus luminosas puestas en escena. Por ello, las palabras que dijera para definir este “malhadado” trabajo documental, no hacen sino resaltar su naturaleza metacinematográfica, auto consciente, en una palabra, artística, no artificial, pero sí artificiosa:  
 
"Para nosotros, el rodaje de esta película tuvo un aspecto patético, por lo que todo acabó sin nada y en el más completo ridículo. Ahora se convertirá en el documental de una catástrofe inevitable que no ocurrió".

Preocupado por los seres humanos vulnerables, Herzog se lamenta por la vida de pobreza de estos hombres de color, como hiciera después con los indígenas del Perú, los extras de “Fitzcarraldo”, para quienes consiguiera la donación legal de un amplio territorio y entregó, con “La Soufrière”, una de sus realizaciones más salvajes, “borderliners”, a pesar de la placidez de las piezas musicales que escogiera para sonorizarlo (en contraste con las escenas al filo del tiempo que presenta), que ni siquiera la hazaña del barco, trasladado a mano (detrás de cámaras) en la citada “Fitzcaraldo”, puede opacar.

Su tiempo es el del mito, terreno inestable con pilares de granito sólido, más cierto que lo cierto, más certero que la verdadera naturaleza de lo real, por cuanto tiene de sueño y, por ello, capaz de moldear la realidad.