* La simbólica del “espacio original” en las primeras secuencias
de Río Escondido (Emilio Fernández, 1947) y La fórmula secreta (Rubén
Gámez, 1965)
Por Eduardo de la Vega Alfaro
III.
La película de Emilio Fernández fue realizada en una época de pleno optimismo en la que, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y la consolidación del Estado emanado de la Revolución, la versión oficial pregonaba a diestra y siniestra que México estaba inmerso en un momento de florecimiento en todos los rubros. Incluso se llegó a especular que cuestiones como la sustitución de importaciones, la expropiación petrolera y la nacionalización de los ferrocarriles permitirían la plena y anhelada independencia económica con respecto a las potencias capitalistas, a cuya cabeza se había colocado Estados Unidos, triunfador indiscutible de la gran conflagración de 138-1945. Sin embargo, justo durante el sexenio de Miguel Alemán Valdés el intenso desarrollo de la economía se sustentó en grandes volúmenes de inversión extranjera, sobre todo estadounidense. Por su parte, la industria fílmica mexicana, que durante los años del conflicto bélico había vivido su “Época de oro”, seguía siendo, pese a los primeros síntomas de crisis (baja en los volúmenes de producción durante el bienio 1946-1947), la más importante industria cultural del mundo iberoamericano y una de las que más lograba ingresar divisas al país. En tal sentido, el historiador estadounidense Seth Fein señala que: “[…] El estreno de Río Escondido en 1948 fue un triunfo de la industria fílmica mexicana. Representaba la posibilidad que parecía al alcance del sector fílmico mexicano de la posguerra: el control soberano de un medio de comunicación cultural de masas, económicamente viable, vibrante en lo artístico y de importancia nacional, capaz de producir relatos, mitos e imágenes mexicanas. […] [Tal estreno] se dio durante un periodo de extraordinario crecimiento cuantitativo y cualitativo del sector fílmico mexicano. En 1947 el cine era la tercera industria más importante en México; empleaba a 32 000 trabajadores; en el país había 72 productores quienes invirtieron 66 millones de pesos para filmar cintas cinematográficas en 1946 y 1947, cuatro estudios activos con un monto de 40 millones de pesos de capital invertido y distribuidores nacionales e internacionales. Había aproximadamente 1500 salas cinematográficas en todo el país, y cerca de 200 sólo en la ciudad de México […] La aparición del presidente Alemán en Río Escondido simboliza el reconocimiento del papel clave que las cintas cinematográficas desempeñaban en el proyecto ideológico estatal, además de la importancia de la industria fílmica como un símbolo de prestigios y modernidad nacionales […]”.
Dieciséis años después del estreno de Río Escondido el estado de cosas habían cambiado bastante. La anhelada independencia económica se topaba con la cruda realidad del subdesarrollo y, por las más diversas razones, entre ellas una manifiesta incapacidad para poder mantener su hegemonía en los mercados de habla hispana, la industria fílmica mexicana se sumergía en una crisis aguda, evidente sobre todo en la drástica disminución de películas realizadas con el concurso del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, que de 90 financiadas en 1960, durante los años siguientes haría solamente 48 en 1961, 56 en 1962, 41 en 1963, 66 en 1964 y 49 en 1965. En un intento por contrarrestar los evidentes efectos de dicha crisis, en 1965 se lleva a cabo el ya mencionado I Concurso de Cine Experimental, esto con el propósito de detectar posibles talentos capaces de renovar una industria anquilosada en todos sus rubros. No dejó de ser sintomático que el certamen fuera ganado por el mediometraje La fórmula secreta (previamente titulado Coca Cola en la sangre, 43 minutos de duración), obra de radical aliento poético que sobre todo se planteaba como una profunda reflexión acerca de la enajenación y la marcada pérdida de identidad nacional en un contexto que, como le revelaran los estudios del economista Miguel Wionzeck, México estaba a punto de convertirse en el país latinoamericano con mayor número de sucursales de compañías transnacionales, ello luego de que, entre 1960 y 1965, “la inversión extranjera directa pasó de 1 080 a 1 745 millones de dórales, de los cuales 1 465 provenían de compañías estadounidenses”.
Tras un breve prólogo en el que un lento tilt down muestra la transfusión del contendido de una botella de Coca Cola que desciende a través de un cateter para inyectarse en la sangre de alguien cuya figura no se alcanza a ver, por fundido-encadenado la secuencia de los créditos abre con una toma en movimiento que, en ligera contrapicada, capta primero la fechada del Palacio Nacional; mientras se desplaza en un vertiginoso sentido circular de derecha a izquierda (es decir, de manera opuesta al panning de la segunda toma de Río Escondido), la cámara va registrando la explanada del Zócalo y, al fondo, la Catedral Metropolitana, el Monte de Piedad, el entonces Departamento Central de la Ciudad de México, la Suprema Corte de Justicia, etc., hasta reencuadrar de nuevo al Palacio Nacional y así sucesivamente. Por la sombra que se proyecta en la explanada, en algún momento se puede colegir que tal desplazamiento corresponde la mirada “subjetiva” de un zopilote que revolotea en círculos concéntricos mientras escuchamos fragmentos de una sinfonía de Antonio Vidaldi. Esa secuencia culmina con un efecto que sugiere que el ave finalmente se posa en el área central del Zócalo.
Comparada con el prólogo de Río Escondido, la referida escena de La fórmula secreta se distingue por su movimiento constante, estéticamente opuesto a la tendencia hierática y ceremonial de aquellas las primeras imágenes de la película de Fernández. En otras palabras, y aunque partan del mismo referente visual, que en la cinta de Gámez adquiere un claro carácter intertextual, los respectivos comienzos de Río Escondido y La fórmula secreta marcan la pauta de dos películas radicalmente diferentes en forma, estilo y contenido. Mientras que Río Escondido se ajusta a los parámetros tan clásicos como convencionales que permiten narrar un drama de cronología sucesiva con su principio, desarrollo y final, La fórmula secreta derivará en un ensayo poético y en buena medida onírico-pesadillesco para nada atenido a la lógica narrativa más o menos formal. Incluso, en franca oposición al dispositivo industrial del que fuera producto Río Escondido, Gámez desistió por completo al uso de actores profesionales. En tal sentido, las imágenes del “espacio original” que aparecen en la obra ganadora del I Concurso de Cine Experimental son ante todo un recurso metafórico para dejar sentada la idea de que el simbolismo del águila mexicana posada en el nopal devorando una serpiente ha sido desplazado por el de un ave de rapiña que, considerando la ambigüedad que priva a lo largo de la obra de Gámez, podemos decir que al mismo tiempo que deviene en metáfora del impúdico saqueo económico y cultural del que el país ha sido y sigue siendo objeto, también representa la pérdida de los principales referentes de la identidad nacional. De hecho, “el espacio original” reaparecerá en dos ocasiones más como el escenario de fondo en el que campesinos enjaulados que miran a la cámara (y por tanto nos miran) en actitud entre dolida y desafiante. Como en todas las grandes obras modernas, la cita intetextual sirve aquí para revolucionar el sentido simbólico del original en la búsqueda de nuevas propuestas. Y es que no hay duda de que para un cineasta como Rubén Gámez, que hasta ese momento había realizado cine publicitario y un par de documentales (el excelente corto Magueyes, filmado en 1963, y La China socialista, que quedó inconcluso), su participación el I Concurso de Cine Experimental tendría que ser con un radical ejemplo de lo que después habría de calificarse como “Nuevo cine mexicano”.
Película en la que que, como señala Ayala Blanco, “es posible encontrar la huella de numerosos cineastas y escuelas: el surrealismo buñuelesco, Georges Franju, Chris Markaer, la vanguardia francesa de 1929, el Eisenstein de ¡Que viva México! y, ¿por qué no?, el Pop art”, La fórmula secreta se asume como un vasto collage fílmico que en sus restantes 12 bloques ofrece una impactante sucesión de imágenes y sonidos (incluido un rabioso poema de Juan Rulfo leído por Jaime Sabines) que terminan por agredir al espectador con el claro objeto de que, al final, cuando menos reflexione acerca de esa pérdida de la identidad nacional que parece irremediable en tanto que irreversible: no resulta casual que la cinta termine con la contundente metáfora de una lápida infinita en la que aparecen inscritos los nombres de empresas transnacionales como Nestlé, Revlon, CIBA, Colgate, Chrysler, Toyota, Bank of América, Ford Motor Company, etc., mientras se escuchan en inglés las voces que anuncian los preparativos del lanzamiento de cohete espacial. En otras palabras, La fórmula secreta anuncia la muerte inminente del nacionalismo liberal mexicano bajo el enorme peso de la economía imperialista. La obra se funda, pues, en un sentido de abierta protesta implícito en momentos como aquel en el que la cámara rehuye a captar de frente la figura de un campesino apabullado por la miseria y “calado por el hambre”, o en el que ese mismo artefacto golpea a un obrero pasivo en pleno rostro dejándole huellas indelebles.
Sin caer en el panfleto político, lo cual es otro de sus méritos, el mediometraje de Gámez reclama sus raíces en otro tipo de nacionalismo artístico que, surgido en México durante década de los veinte bajo la influencia del ímpetu revolucionario de algunas de las vanguardias europeas, incorporó elementos provenientes de la ideología socialista (exaltación de las luchas populares, elogio a la cultura del campesinado y el proletariado, denuncia de las agresiones imperialistas, etc.) para oponerse a la rampante penetración del American Way of Life en todas las dimensiones planetarias, proceso en el que el cine hollywoodense estaba jugando un papel clave. Un nacionalismo socialista que, estimulado por la presencia de Sergei Eisenstein en México y manifiesto en películas como Redes (Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, 1934), hubo de replegarse conforme la ideología del Estado emanado de la Revolución se fue consolidando e imponiendo al resto de la sociedad. En las desesperadas y rabiosas imágenes de La fórmula secreta late, más allá de la idea de un nacionalismo “defensivo”, el llamado para retomar y poner al día los postulados de un nacionalismo de carácter socialista como única opción para que México pudiera llegar a ser un país con destino propio, lo que sin duda ha sido nuestra más añeja utopía. Así, el principal objetivo de Los fórmula secreta era marcar, con su aguda propuesta de reflexión, el renacimiento de un nacionalismo más acorde con las circunstancias imperantes en el inicio del entonces nuevo sexenio encabezado por el poblano Gustavo Díaz Ordaz, de infausta memoria.
Puentes entre Río Escondido y La Fórmula Secreta. Parte 1