Por Sergio Huidobro
La historia más vieja del mundo es la de un creador que vive poseído por la magnitud de su obra y sucumbe ante su desmesurada voluntad. Alguno querrá leer la Biblia en esa clave; el mito de Fausto y el escritor en “El maestro y Margarita” son otras versiones, pero lo mismo vale para Margaret Thatcher, los científicos del “Parque Jurásico” o Darth Vader. Como creador, Alejandro González Iñárritu es conocido por caminar siempre en el borde de ese exceso. El enigma de su filmografía, hasta ahora, es su reiterada habilidad para vencer el ridículo y entregar cintas cada vez más maduras o que, en todo caso, esconden mejor las costuras de la megalomanía.
Como buen católico e innegable hispanoamericano, criado en convivencia diaria con la fatalidad y la culpa, González Iñárritu cultiva una idea de la trascendencia del alma a la que solo se accede a través del dolor físico y los episodios de crisis que culminan en la expiación de remordimientos. La vida, para Iñárritu, asemeja un tránsito de reconversión entre un estado espiritual y otro, cuyas mayores oportunidades de purificación de la consciencia no están en el gozo, el perdón ni la auto-ayuda, sino en catarsis accidentales, azarosas y siempre violentas: un accidente vial, una bala perdida, un trasplante urgente de corazón, una osa grizzli que salió a pasear.
El renacido, que marca su primer contacto con el cine de época, prolonga y ensancha sus dos obsesiones recurrentes: por un lado, la dignidad y el peso definitorio de la muerte física y, por otro, la voluntad individual frente a lo adverso como herramienta de forja de una identidad. Mientras el agónico Uxbal (Javier Bardem) de “Biutiful” y Paul (Sean Penn) de “21 gramos” encarnan lo primero, el neurótico Riggan (Michael Keaton) de “Birdman” es un emblema sarcástico de lo segundo. El Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) de “El renacido” es ambas cosas: muerte y voluntad, como indica el título. El cineasta, que no oculta su afinidad por el “Dersu Uzala” (1975) de Kurosawa y el “Andréi Rubliov” (1966) de Tarkovski, parece decidido a fundir a aquellos arquetipos del invierno siberiano, insertando una mitología fílmica equivalente en el noroeste americano de la colonia.
Al mexicano le viene bien delegar la autoría de sus películas en sus colaboradores más cercanos. El renacido le pertenece a él tanto como a Emmanuel Lubezki, DiCaprio, Tom Hardy y a su co-guionista, Mark L. Smith. Iñárritu no es un gran guionista ni un artesano infalible, pero es un jefe de banda meticuloso y exigente que combina temperamentos creativos en proporciones casi siempre exactas. Ni siquiera la ocasional saturación de violines, leit motivs musicales, flashbacks falsamente líricos y voces en off en “El renacido” alcanzan a dilapidar el vigor del conjunto.
Lo que es cierto es que con “El renacido”, Iñárritu queda situado en ese escalón incómodo del escalafón industrial en el cual su siguiente proyecto solo podrá generar dos expectativas: o la de una reinvención afortunada o el ridículo de una caída estrepitosa; Hollywood, lejos de premiar la excelencia, la cobra, y en tanto González demuestre que está a la altura de la idea que tiene de sí mismo, la industria le subirá la factura.
No llego a decidir si ésta es mi opción natural para la temporada de premios. “Spotlight” de Thomas McCarthy y “Mad Max: Fury Road” de George Miller me gustan más, me estimulan venas más profundas y me imponen, como espectador, retos más impredecibles. Sin embargo, es posible que la película de Iñárritu se imponga a mediano y largo plazo en la memoria que guardemos de nuestra época, y que madure con los años hasta constituir algo parecido a lo que solíamos llamar “un clásico”. Lo merece.