Por JJ Flores Hernández
Aida, princesa etíope, es dos veces esclavizada. Primero, en sus deberes con el reino; después, sirviendo en dominios egipcios. Sin poder decidir sobre su vida, la única liberación está en la muerte: decidir cómo morir es su venganza y su liberación. Estrenada en diciembre de 1871, la ópera compuesta por Giuseppe Verdi no ha dejado de ser puesta en escena. “No hay Arena sin Aida”, es común leer sobre lo que se montará en la temporada operística en Verona. Poco se habla de Antonio Ghislanzoni, libretista de la ópera. El fenómeno operístico eleva las composiciones pero elude los libretos: es legítimo olvidar quién los escribió, se le da más importancia a la música que a los parlamentos. Aída Cisneros, protagonista homónima en “Rencor tatuado” (2018) (que ya se puede ver en Netflix) dirigida por Julián Hernández y escrita por Malú Huacuja del Toro, es también la historia de una mujer en busca de su venganza. Entre ambas Aidas hay dos modos de relación: la noción autoral y la decisión sobre la muerte como afirmación de la vida. En cierta medida hay una comunión helénica: recuperar el pasado y anticipar un porvenir. No sólo eso. Entre Verdi y Hernández, entre “sus Aidas”, hay una lengua común: la tragedia como vehículo. Es en la coyuntura de lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno, que ambas miradas se comunican: lo novedoso puede tener siglos.
A finales de la década de los sesenta la discusión en torno a la autoría estaba muy viva. Qué da autoría a un filme o a una obra es un tema antiguo. Y, sin embargo, hoy poco se discute y más bien se impone una autoridad de cada obra. En aquel momento el ataque frontal iba dirigido a los grandes estudios que opacaban o, en los casos más viles, anulaban el nombre de quién o quiénes habían dirigido o participado en la realización de alguna película. La “politique des auteurs” era un afán por la visibilización, una política autoral. Hoy esa discusión esta sobreentendida y esterilizada, que no estéril. Los teleseriales son reconocidos por los nombres de quienes las crean y pocas veces de quienes las dirigen. A veces son las mismas personas empero no siempre. La autoría en estos relatos cambió de lugar. Lo mismo que en la ópera, o en la producción de los grandes estudios, se privilegia una parte, más no el conjunto ni la colaboración. Dar nombre asigna un lugar, lo que nunca estará de más. El problema comienza cuando nombrar una cinematografía sirve para denotar un saber y ningunear una opinión contraria. La noción de autoría, como en Verdi y en Hernández, está sostenida gracias a su singularidad: el estilo. Inquietud helénica moderna: sin renunciar del todo a lo viejo, reformular o transgredir. En sus poco más de veinte años filmando, a Hernández una pregunta le ha atravesado: ¿cómo llegar a más gente? ¿cómo tener más audiencia? Un helenista que mira esperanzado el trabajo colaborativo con una guionista. Dejar de lado los pocos diálogos de antes, hablar no ya desde el cuerpo sino también con las palabras. La búsqueda de una lengua que unifique, que acerque, que sea puente. Reformularse.
Situada en 1995, en el otrora Distrito Federal, “Rencor tatuado” es una historia coral en donde deambulan múltiples historias y un gran número de personajes. Centrada en Aída Cisneros (Diana Lenin, rígida-rigidizando), emula también una historia de aventuras y un “film noir”. Cisneros, antes artista visual, dedica sus noches a recibir las solicitudes de venganza y justicia de mujeres víctimas de abuso (doméstico, psicológico, etcétera). Desde su guarida, La Vengadora trama sus búsquedas. Las mujeres llegan a ella por recomendación. De boca en boca, entre ellas, se fragua una complicidad. El único filtro para detectar una denuncia, y no una trampa para entregarla a las autoridades, es el testimonio en carne viva. Cisneros vio la muerte de frente y ese es su filtro. Lo que el cuerpo rememora e identifica en otra mirada, en otro dolor. Primera clave noir: por su arte de denuncia, fotografía y performances (algunos inspirados en las tragedias musicalizadas por Verdi), es que la intentaron matar. En esa ocasión, su marido e hijo, son asesinados. Ella sobrevive. Segunda clave: el filme está en blanco y negro porque desde aquella escena traumática ella no puede ver más color. El transito que Hernández usa para la rememoración y los reportajes en televisión, así como cualquier otra evidencia que no sea el presente, nos es dada en colores, todo lo demás en blanco y negro. Entre tanto, la prensa busca a La Vengadora, la policía despliega una investigación, la radio especula sobre un contacto esotérico. El periodista Vicente Colmenares (Irving Peña, pasivo-pasivizando) lee una página del diario y descubre que en la primera evidencia, una fotografía de uno de los actos de venganza, hay un estilo singular “ya visto”. Le hace eco a una artista y se pregunta qué fue de Aída Cisneros. Su pregunta lo trasformará también en un investigador. Entrevistará a las personas cercanas a Aída entre las que destacarán Laura González (Mónica del Carmen, incidental-incidiendo), la cómplice artística y trans Martha Milagro (César Romero, lúcida-luciendo) y la supersticiosa amiga Flor (Giovanna Zacarías, pujante-compungida). Dos eventos provocan el relato de Julián Hernández. La pregunta por la cercanía con la audiencia y la seducción que le despertó “The Adventure of Iron Pussy” (2003) en el capítulo dirigido por Apichatpong Weerasethakul, en donde una mujer trans es detective y vengadora. Tras “Rabioso sol, rabioso cielo” (2009) la planeación de “Rencor tatuado” comenzó. El guion de Malu Huacuja del Toro tenía algunos años archivado. El filme debió esperar un poco más. Lo que Huacuja del Toro anticipó es una gráfica de la venganza en el tatuaje que incluyen a Lisbeth Salander, protagonista de la trilogía “Millenium” de Stieg Larsson, y Aisha, quien transita en ese maremoto que es “Vernon Subutex” de Virginie Despentes. Porque sí, el arte es anticipación. “¿Sabes lo que es tener una humillación marcada en el cuerpo?”, les pregunta a sus victimarios ahora víctimas Aída Cisneros, “un recordatorio del horror”. La “V” que Cisneros marca no es la de la venganza sino la de la voz robada, la de las palabras que no pueden ser dichas, la del no más silencio.
La cinefilia de Julián Hernández es inagotable. En “Rencor tatuado” muestra vía su puesta en escena y cámara (Alejandro Cantú, resplandeciente-resplandeciendo) la asimilación de sus influencias. Lo que no significa que antes no lo hiciera, sino que ahora también unifica sus mundos. Del melodrama de Fassbinder a la acción desordenada y “kitsch” de ese primer Weerasethakul, del melodrama citadino de Roberto Gavaldón y el melodrama rural de Emilio Fernández a la autoría total y nunca bien apreciada de Valentín Trujillo o María Elena Velasco. Hernández, helenista, es el tránsito de un mundo que ya se fue a otro que está siendo. Una condición en su realización es notoria: el desacato (romper academicismos) y la insaciabilidad (la duración siempre desbordada). La solidez de cada plano, el ritmo de su montaje (Emliano Arenales Osorio y Roque Azcuaga, intrépidos-trepidando), el uso de la luz. Impecable oscilación memoriosa del blanco y negro al color, hay al menos dos momentos en que “Rencor tatuado” trasciende, se eleva. Vicente está investigando en su departamento. Revisa papeles, reconfigura tránsitos, imagina finales posibles a la vida de Aída Cisneros. Mira las fotografías del asesinato de la familia de la artista y las que, hasta ese momento cree, fueron el día de su muerte. Se recuesta. Un flash. Una imagen a color. Ve la escena, el crimen. Flash, frunce el ceño. Flash, otra escena a color. Flash. En un subrepticio pero armonioso ir y venir del presente al pasado, de la monocromía al crimen. Escena que, soportada por un montaje de atracciones, causa vértigo y fascinación. El segundo momento atañe a Cisneros en su guarida. Recibe a una joven, Eva (Victoria White, contundente-contendiendo), que busca venganza. Lleva un video casete para mostrar por qué la están extorsionando. Aída pone el video. Una joven, Eva misma a color, baila frente a una cámara, se desnuda. La música provoca sus movimientos, juguetea, se arrastra. La miramos en un televisor a color mientras Aída nos regresa la monocromía. Aída no le cree, la cuestiona. Y ahí, en ese interrogatorio, la escena brilla. En un plano horizontal, artificio del que también Leonardo Favio hará escuela, el develamiento de la verdad a medias, el ritmo puntuando. En ambos casos Hernández roza la perfección: en estilo el mismo, en narración, helenista. Si la poesía es el arte del ritmo, Hernández lo acentúa.
En “Rencor tatuado” hay una comunión atípica. El aspecto radial en que se nos presenta, un cuadrado o 4:3, utilizar planos meticulosos e impecables y, al mismo tiempo, tener imágenes cámara en mano, en otro formato. El plano holandés, utilizado aquí en múltiples ocasiones, es repensado para indicar una anomalía o quiebre pero también para enmarcar lo caído de una realidad. El plano horizontal se vuelve leitmotiv. Lo que hace “conflictivo” a este plano, aquel que rodea a un personaje, es que nos da la certeza de estar dentro de una película. Prohibido académicamente, Hernández reformula para, en efecto, darnos vida a través de la ficción. Hay cineastas que buscan hacer en sus películas una extensión de la realidad, otros y otras, en cambio, persiguen el retorno a la realidad desde la ficción. La comunión helenista fue tratar de unificar una forma de pensamiento a través de la conquista de territorio. La pregunta de Hernández, en su mirada creativa, es siempre esa: cómo conquistar.
En el final de “Aida”, la ópera, ella decide enterrarse viva y esperar a Radamés en la tumba para morir a su lado. En “Rencor tatuado” Aída toma la vía contraria. Roba un beso a Vicente y sigue su camino o su búsqueda porque su deseo, en efecto, está por encima de cualquier hombre. En ambas: afirmación de la vida hasta en la muerte. Porque esa es la trasgresión en la obra de Hernández: reflexionar en torno a lo que nos hace deseantes y sugerir que incluso seguir el propio deseo tampoco garantiza salir de la tragedia. Tal vez eso sea lo trágico: los finales que no cierran. Lo más transgresor, escribió Deleuze, es la repetición. En Julián Hernández hay un estilo que es repetición.
@JJFloresHdz
Veintiuno y veinticuatro de mayo de dos mil veinte.
Nuevo San Juan, San Juan del Río, Querétaro.