Por Pedro Paunero
“Le he dado una ultima oportunidad a este país.
¿Cuántos años crees que nos quedan?
La mitad del país está obsesionada con mentiras y conspiraciones.
La otra mitad está anclada en el victimismo y en el lenguaje inclusivo”
Presidente de la Cámara Richard Dreyer
Si bien el cine político siempre resulta un testimonio de su época -véase el paradigmático Costa-Gavras, por ejemplo, con su “Z” (1969) o Andrzej Wajda con “El hombre de mármol” (Czlowiek z marmuru, 1977)-, existe también una subdivisión que nos ofrece un acercamiento insólito a los personajes en el poder. Esta se sitúa del lado opuesto al del personaje de Johnny Smith (interpretado por un iluminado Christopher Walken), en “Zona muerta” (Dead Zone, David Cronenberg, 1983), cuyo nombre común aludiría a cualquier buen ciudadano (cualquier “John Smith” o, en México, al buen “Juan Pérez” de la esquina) que cree -todavía- en las instituciones y no tiene reparos en sacrificarse por el bien común, cuando descubre que los planes de los políticos nos llevarán, indudablemente, al desastre, y que es donde están los mismos personajes políticos que, no obstante el repudio público, se revelan tan humanos como cualquier otro. O casi.
No hay personaje más patético que un político que sufre. La palabra patético tiene dos acepciones, la primera, la de aquello que nos conmueve, la segunda, la de aquello que es ridículo por falsa tristeza. El cine lleva décadas incidiendo en los “Idus de Marzo” y la muerte de César, en mejores o peores adaptaciones de la tragedia de Shakespeare (mis preferidas son las interpretaciones de Rex Harrison en la desastrosa “Cleopatra” (Joseph L. Mankiewicz, 1963) y la de John Gielgud en “El asesinato de Julio César” (Julius Caesar, Stuart Burge, 1970)), pero existe ese otro tipo de cine que se vale de la ficción para subrayar la preeminencia tanto del ser político como del político como ser. En “La profecía” (Omen, Richard Donner, 1976), Robert Thorn, el poderoso embajador americano destinado a Gran Bretaña, es interpretado por un patético Gregory Peck, que actúa de acuerdo al primer sentido de la palabra, cuando se entera que su hijo adoptivo es, en realidad, el Anticristo. Thorn recorre el mundo en pos de las armas sagradas que detendrán el avance del mal en la Tierra, pero su lucha decidida se verá entorpecida por la angustia, la duda y, finalmente, por el amor a un hijo que no es tal. Las parodias políticas del director mexicano Luis Estrada (“La ley de Herodes”, “El infierno”, “La dictadura perfecta”, que toma su título de una afortunada frase del antipático autor Vargas Llosa) nos presentan personajes necesariamente ridículos (son patéticos en este sentido, debido a su pobreza de espíritu), pero el ex presidente George Mullen de “Día Cero” (Zero Day, Lesli Linka Glatter, 2025), interpretado por Robert De Niro en un papel poco habitual en su carrera, es de un patetismo devastador.
La serie, que incluye algunas súper estrellas aparte de De Niro, cuenta los entresijos de un ciberataque que, como sucediera en “El día que paralizaron la Tierra” (The Day the Earth Stood Still, Robert Wise, 1951) detiene, literalmente, las corrientes diarias de los Estados Unidos en su totalidad. Los dispositivos electrónicos dejan de funcionar. Hay un apagón masivo, accidentes fatales, se inmovilizan las transacciones bancarias, los hospitales quedan a oscuras y la presidenta Mitchell (Angela Bassett), una clara transposición futurista de Michelle Obama, quien hubiese sido la primera mujer -de color- en alcanzar la presidencia de los Estados Unidos, llama a Mullen por su destreza para lidiar con situaciones límites. Se le otorga el cargo de presidir el Comité Día Cero, mientras se van desechando los sospechosos más obvios, los rusos y los chinos, aparentemente los únicos con la tecnología para afectar de esa manera a Norteamérica. Pero Mullen carga con sus propios problemas. Uno de sus hijos ha muerto por sobredosis, mientras escuchaba “¿Quién mató a Bambi?” de los Sex Pistols, un hecho traumático del cual parecen haberse aprovechado los ciber terroristas a través de un arma neurológica, denominada Proteus, capaz de afectar el razonamiento, causando alucinaciones visuales y auditivas, así como mareos a distancia, en la víctima, síntomas que padece Mullen, precisamente. Por esto, la opinión pública, que tiene en alta estima al ex presidente, comienza a dudar de su capacidad para resolver el caso. Y, aunque Mullen no se arredra y continúe con la investigación, tiene que sufrir la muerte de Roger Carlson (Jesse Plemons), su mano derecha, en el proceso, así como hacerse responsable por someter a tortura a Evan Green (Dan Stevens), un influencer insoportable, enemigo de Mullen, y uno de los principales sospechosos. El Mullen de De Niro se tambalea muchas veces, pero se repone, y en la evolución del personaje somos testigos de su dolor cuando descubre que su hija, la congresista Alexandra Mullen (Lizzy Caplan), el presidente de la Cámara Richard Dreyer (Matthew Modine) y la tecnócrata Mónica Kidder (Gaby Hoffmann), están involucrados directamente, así como miembros prominentes de ambos partidos.
Mullen representa un pasado que rápidamente está siendo borrado -usa libretas de papel, donde apunta, a manera de un diario fragmentado (hecho de frases) tanto sus pensamientos como sus inquietudes-, mientras el mundo se digitaliza. Y el ciber ataque es un ejemplo de ello. No es todo, pues el atentado subraya un hecho del que se ha valido la politiquería histórica, y que es, precisamente, lo que se ofrece como única alternativa: las libertades civiles corren peligro, siempre que sean reemplazadas, voluntariamente, por el ofrecimiento de una incierta seguridad. Un hecho que no, obstante, le permite a Mullen poner en la balanza el dicho de Benjamín Franklin: “Aquellos que renunciarían a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen libertad ni seguridad”, diferenciando la libertad individual de la libertad colectiva, y cómo los pueblos son capaces, bajo un estado de pánico generalizado (simbolizado en este caso ficticio por el ciber ataque), de entregarse a las dictaduras. El ciber ataque ha sido perpetrado, según sus autores, para sacudir las conciencias dormidas de los estadounidenses.
En todo momento, Sheila, el personaje interpretado por Joan Allen, su esposa y ex primera dama, agigantará su personaje que, de discreta presencia en los primeros capítulos, pasa a llenar los espacios más personales de la pareja en los últimos. Allen nos ofrece una lección de actuación cuando tenga que enfrentarse a Dreyer, presidente de la Cámara y a la Cámara misma, mediante un convincente como erudito y, sobre todo, sagaz, discurso en defensa de los intereses de su marido y del pueblo estadounidense al cual representa. Es un personaje que cree en la honestidad colectiva, partiendo de la base de la honestidad individual, éticamente superior, incluso, al ex presidente que, debatiéndose entre la tarea encomendada y la sensación de que los terroristas le llevan varios pasos por delante, es capaz de entregarse a esos actos deleznables de tortura y coerción.
“Día Cero” tiene pinceladas de “El candidato Manchuriano” (The Manchurian Candidate, 1962), la paranoica cinta de John Frankenheimer que se sitúa, apenas, por debajo de su obra maestra “El otro señor Hamilton” (aka. Plan diabólico/La segunda vez; Seconds, 1966), pero más importante es su paralelismo entre el misterioso grupo de los ciber terroristas llamados “Reapers”, y el grupo de conspiradores que asesinaron a César. Aunque separan más de dos mil años al César de la vida real del Mullen de De Niro, las similitudes son más que evidentes. El peor de los enemigos, nos recuerda la serie, es el doméstico. La muerte de César no fue sino el catalizador de la caída de la república romana. El ciber ataque de “Día Cero”, refleja la vulnerabilidad de un imperio en declive. En ambos hechos, el real y el ficticio, los enemigos están más cerca de lo que se cree. En ambos hechos los conspiradores actuaron, teóricamente, a favor de mejorar un sistema de cosas decadente. En ambos hechos, estos patriotas se revelaron como criminales.
“Día Cero” incide en la humanidad de los presidentes, en la ética y la moral de estos como dirigentes, y la influencia de la ética y la moral en sus vidas en retiro -o en la negación absoluta de estas- y en la de todo político. Mullen había tenido, cuando fuera presidente, un amorío secreto con Valerie Whitesell (Connie Britton), su Jefa de Gabinete, por lo cual tiene una hija (que no conoce) fuera de su matrimonio, a pesar de esto, es su esposa (enterada del affaire) quien le pide a Valerie que se convierta en la dirigente del personal del Comité, y en el brazo derecho de Mullen cuando Carlson muere. Le había mentido, por lo tanto, al pueblo estadounidense, pero una última visita de la presidenta Mitchell a Mullen pretende indagar en el por qué de esta mancha en la intachable carrera política del ex presidente. La presidenta razona que lo ha hecho “para proteger a alguien inocente”.
La pretensión de que el presidente del país más poderoso del mundo sea perfecto –“somos el mejor país del mundo” dice, jactándose, Dreyer, uno de los principales conspiradores-, no deja de ser romántica y, sobre todo, ingenua y nos obliga a reflexionar sobre aquello que exigimos -o dejamos de exigir- a los políticos como seres humanos que “nos representan”. Pero, cualquier pueblo que se precie, debería aspirar a ser liderado por alguien mejor que la mayoría de sus ciudadanos. La ceguera ciudadana, muchas veces cínica, refleja, por oposición, la soledad del buen político. Esos que son tan raros como una perla negra. Por las noches, César escribía “Comentarios sobre la Guerra Civil” y “Comentarios sobre la Guerra de las Galias”, en soledad, alejado del “agitado mar de la política”, como expresa un personaje de “La profecía”. En “Dia Cero”, Mullen trata de poner sus ideas en orden en anticuadas libretitas de papel, y tiene una última visión de su hijo fallecido, sentado sobre el sofá, acariciando a su perro. A la luz de una lámpara. Sus soledades se nos antojan patéticas, en el mejor y más doloroso sentido de la palabra. Hábilmente construido, este trhiller político mantiene el suspenso en todo momento. Tiene algunos altibajos, pero su indagación en los motivos que llevan a los ciber terroristas a su ataque, y los que mueven a Mullen, compensan esas caídas.
Una última acotación. La serie está plagada por un altísimo porcentaje de escenas, desarrolladas en interiores (en las cuales la simetría entre el mobiliario, así como la disposición de los objetos, es patente, representando, en todo momento, el statu quo) en las que se nos presentan ubicuamente lámparas. Las lámparas de mesa son abundantes en las salas de estar, pero también las hay de escritorio y de bar e incluso, como subrayando su utilitarismo, los faroles en la calle, que se emparejan estéticamente mientras los personajes deambulan por ahí. La fotografía sombría de los interiores en la diégesis de “Día Cero”, parece aferrarse a la luz difusa, débil, de esas lámparas, como un apoyo emocional. Una y otra vez. Es el símbolo de la esperanza en la oscuridad que rodea a cada uno de los personajes. Es el símbolo de una llama -domesticada por el hombre y sus tecnologías, que se salen (y se nos saldrán) de control- que se niega a apagarse, en la soledad ciudadana de una civilización en colapso.