Por Eduardo de la Vega Alfaro
Para Arturo Garmendia, estimado amigo y gran colega
Un estreno fílmico perturbador
Consta en fuentes fidedignas que “El gabinete del doctor Caligari” (“Das Cabinet des Dr. Caligari”, 1919), película que pasaría a la historia como uno de los modelos idóneos del cine expresionista alemán , se estrenó en la capital de nuestro país el 8 de diciembre de 1921. Y lo hizo en seis salas de la más diversa ubicación y contexto socio-cultural: San Juan de Letrán, Lux, Santa María la Redonda, Briseño, Venecia y Trianon Palace. Si bien la película atribuida a Robert Wiene no permaneció mucho tiempo en sus cines de estreno en una Ciudad de México que comenzaba a acostumbrarse a ser la sede del gobierno del sonorense Álvaro Obregón Salido, ya Ángel Miquel se ha encargado de dejar en claro que, como era de esperarse, tarde o temprano bien que llamó la atención a un selecto grupo de críticos y periodistas cinematográficos como “Silvestre Bonnard” (seudónimo de Carlos Noriega Hope), José Juan Tablada, Rafael Bermúdez Zataraín y, por supuesto, Juan Bustillo Oro.
En su vehemente y perspicaz comentario publicado en “El Universal” del 11 de diciembre de 1921, mismo que se amparaba en un significativo epígrafe (“Tengo la sensación de haber contemplado una película hecha por un director loco, por actores un poco más locos y por escenógrafos rematadamente locos”: Burns Mantle, crítico cinematográfico de la revista Photoplay), Bonnard recurrió a cierta literatura “negra” (así la denomina) de Anton Chejov para introducir al universo del filme de Wiene, calificado como “la obra más avanzada y que, dentro de sus normas, alcanza con mayor perfección un ideal estético. Porque es necesario gritar a los cuatro vientos con la alegría de un idealista que ve en su ideal hecho forma, con la fe de un convertido por el milagro, que “El gabinete del doctor Caligari” es una obra trascendental, dentro y fuera de la cinematografía […] justo es reconocer que el argumento es lo de menos. Allí debe verse, ante todo, el esfuerzo ‘expresionista’ de los escenógrafos , quienes hubieron de interpretar el mundo exterior imaginado por un loco. Calles sin perspectiva con extrañas casas inclinadas sobre sí mismas. Campos en los cuales se elevan árboles prietos y de hojas enormes […] Ventanas triangulares y puertas inclinadas, sillas de altísimos respaldos y paredes que nunca terminan; objetos que lanzan sombras alargadas y horribles […] Podría llenar cuartillas y más cuartillas comentando esta obra maestra de la cinematografía alemana, porque no debe olvidarse que las expresiones artísticas sensibilizan nuestro espíritu y nos truecan en grafómanos […].” Y, entre otras cuestiones, como corolario, el perspicaz comentarista señaló: “Es verdaderamente estúpido que los señores exhibidores permitan a sus orquestas la práctica del danzón y del fox, al mismo tiempo que corre en la pantalla “El gabinete del doctor Caligari”. Si el autor de la película pudiese asistir a la exhibición en nuestros salones, es seguro que mataría con premeditación, alevosía y ventaja a los respectivos propietarios. Vale”.
Un dramaturgo perturbado
En diciembre de 1921 el mencionado Juan Bustillo Oro contaba con 17 años y cursaba estudios en la Escuela Nacional Preparatoria al tiempo que desempeñaba diversas labores para ayudar a la precaria economía familiar, entre ellas la de supervisar las escenografías del Teatro Colón, espacio regenteado por su progenitor, don Juan Bustillo Bridat. No por azar, muchos años después escribiría: “La escenografía me sorbió el seso de buenas a primeras. No porque la creyese un prodigio mágico, sino por ser hija del artificio humano como muy a tiempo me lo explicó mi padre. Ni en mis principios se me ocurrió que aquel mundo de papel y luces fuera real […] Al contrario, me seducía entrar como de puntillas en los secretos del foro. Y luego, descubrir cómo candilejas, diablas y reflectores se introducían en el juego para dar vida plena a las decoraciones, y contemplar que una realidad más profunda emanaba de aquello con la insidiosa levedad de lo soñado”. Seducido desde niño por el mundo del teatro y del cine, sobre todo el realizado por gran Georges Méliés, cuyo estilo se caracterizó por su complejo juego de teatralidad y “trucalidad” (el énfasis en el truco de magia), en aquel 1921 Bustillo Oro había escrito dos obras de revista: Kaleidoscipio, que sería protagonizada por la afamada tiple María Conesa, y Humo, al parecer una farsa jocosa. Todos esos elementos, y algunos más de los que hablaremos en las páginas siguientes, nos permiten dar por hecho que el dramaturgo por vocación Bustillo Oro sería otro más de los espectadores que quedaría perturbado por el estreno de “El gabinete del doctor Caligari”.
El primer testimonio a la mano de tal aserto es un magnífico relato, cuyo redescubrimiento debemos a la siempre rigurosa labor de indagación del ya mencionado Ángel Miquel. Gracias al tan espléndido como suntuoso libro “Cine y literatura. Veinte narraciones” (UNAM, México D. F., 2009, pp. 77-82), el compilador Miquel nos permite adentrarnos en un breve texto titulado “La broma de los relojes”, originalmente publicado en 1925 por Bustillo Oro en “La Novela Semanal” de “El Universal Ilustrado”, periódico no casualmente dirigido por Carlos Noriega Hope, uno de nuestros grandes promotores fílmicos y ya para entonces autor de “El mundo de las sombras. El cine por fuera y por dentro” (Andrés Botas e Hijo, México, 1920), considerado como el primer libro nacional sobre temas cinematográficos. Por otra parte, Bustillo Oro no se cansaría de reconocer y agradecer la publicación, por parte del mismo Noriega Hope, de su antología de cuentos “La penumbra inquieta”, cuyo título ya revelaba su adscripción al expresionismo.
A grandes rasgos, “La broma de los relojes” (el reloj venía siendo uno de los temas concurrentes del cine expresionista alemán) comienza por evocar un momento pretérito en la vida cotidiana del memorioso narrador: aquel relacionado con cierta historia de amor conservada en el recuerdo gracias al variopinto contenido de “un viejo verde cartapacio”: un soneto, un grupo de cartas “de un insoportable sabor romántico”, dos o tres flores ya marchitas, el “indispensable” retrato de una mujer y el “arrugado” programa de un cine “de barrio” que anunciaba la exhibición de “la colosal superproducción” titulada “El gabinete del doctor Caligari”, ejemplo de “arte, misterio y emoción”. Viene después la detallada explicación de lo que la reunión de todos esos objetos provocan en la mente del personaje protagónico: lo ocurrido en una tarde cualquiera en la que, para matar el tiempo previo a una cita amorosa “esperada durante un año y lograda por fin”, el hombre, para más señas locamente enamorado de una bella mujer extranjera cuya imagen quedó fijada en la antes mencionada foto, ingresa maquinalmente en la penumbra de la sala. Se alude al hecho de que la amada, justo por su condición de visitante pasajera, deberá irse para no volver más. Esa contradictoria condición del amor ha provocado un conflicto “atroz”, “terrible a pesar de su pequeñez”, “catastrófico por sus innumerables consecuencias” en el interior del enamorado, que en un momento dado había pensado aprovechar la cita para vengarse del ridículo que la mujer le había hecho pasar al hacerle más caso a otro pretendiente. Sin embargo, se nos adelanta que aquel conflicto finalmente “se solucionó solo, con pasmosa sencillez”.
No sin antes dejar en claro que una de aquellas cartas conservadas y enviadas por la mujer ha sido la causante de la ansiada cita, el hombre que narra señala que su ingreso a la sala coincidió con el inicio de una “película rara, nueva, de un absurdo angustioso, que yo no conocía. “El gabinete del doctor Caligari” estrujó un poco de mi entendimiento desprevenido y acabó por hacerse mansamente de toda mi atención./ Me metí en aquella desquiciada ciudad a través del desquiciado cerebro de un loco y me perdí en ella./ Me volví loco”. De pronto, la luz de la sala se enciende para el entonces necesario cambio de rollo. El enamorado se percata entonces que la hora de la cita ha quedado muy atrás, es decir, el tiempo se ha consumido para él en “aquel insignificante salón de cine”. Entre anonadado y resignado, volvió a ser loco, es decir continuó viendo la película “con todo interés y […] cuando regresé a mi casa y sumí en el viejo y verde cartapacio el arrugado verde papel del programa, me sentía contento, perfectamente contento de no haber podido ir”.
La parte medular del cuento de Bustillo Oro, ejemplo de literatura vanguardista, complementaba la nota de “Silvestre Bonnard” en el sentido de señalar la manera en que la locura representada por el filme de Wiene termina por contagiar al espectador vía el método hipnótico que la pantalla ejerce sobre él, un proceso análogo al empleado por el Doctor Caligari (Werner Krauss) para manipular a su antojo al joven Cesare (Conrad Veidt), quien se dedica a cometer horrendos crímenes en una cuidad signada por la histeria y el deslumbrante caos que se plasma figurativamente en los tiovivos de una feria.
Pero al margen de las diversas interpretaciones que la lógica del relato de Bustillo Oro puede inspirar y provocar, lo que más nos importa aquí y ahora es apuntar que muy probablemente aquel “insignificante salón de cine” en el que el futuro cineasta vio por vez primera “El gabinete del doctor Caligari” haya sido el San Juan de Letrán. Ello se desprende de la mención que el mismo Bustillo Oro hizo de ese espacio como uno de los catorce salones en los que se consumó su “noviciado” en el espectáculo fílmico. Tal cine era uno de los llamados “de barrio” no solamente por ser relativamente barato sino por su proximidad a la zona más popular del centro de la capital del país en aquel entonces. Ítem más: en la gran mayoría de los casos, el cine alemán, expresionista o no, era distribuido por la filial de la UFA (Universum Film Aktiengeselischaft), la poderosa empresa que desde 1917 pretendía contrarrestar la cada vez más evidente expansión de la producción fílmica estadounidense a escala mundial, ello como una de las consecuencias de la lucha internacional de potencias capitalistas que había cristalizado en la Primera Guerra Mundial.
Dos años después de publicar “La broma de los relojes”, Bustillo Oro ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de México con el propósito de convertirse en abogado y asimismo debutó como director cinematográfico con “Yo soy tu padre”, cuyo guion se basaba en “La vida extravagante de Baltasar” (1925), novela breve del escritor francés Maurice Leblanc, afamado por su saga dedicada al personaje detectivesco Arséne Lupin. Desde entonces el cine de Bustillo Oro estará profundamente vinculado a la literatura, sobre todo, no casualmente, a su vertiente dramática. Al parecer el doloroso fracaso comercial de su Ópera prima lo llevaría de nuevo por los senderos del periodismo, otra vez bajo la tutela de Carlos Noriega Hope. Entre enero y julio de 1928, Bustillo Oro publicaría una serie de ensayos para el semanario “Ilustrado”, mismos que, en su conjunto, hasta pueden considerarse como las primeras aproximaciones a una teoría cinematográfica sistemática hecha en nuestro país. En algunos de esos trabajos, su autor ponderó a las películas alemanas encabezadas por “El gabinete del doctor Caligari” y “La última risa” (“Der letzte Mann”, F. W. Murnau, 1924) como dignos ejemplos del mejor arte fílmico “subjetivo”, es decir, “aquel que exterioriza en imágenes el mundo interno del protagonista”.
Un cineasta y sus perturbaciones
Después del paréntesis que significó su militancia radicalmente comprometida con el movimiento socio-político encabezado en 1929 por José Vasconcelos, Bustillo Oro regresaría a colaborar en el “Ilustrado” y desempeñaría tareas en la dramaturgia de vanguardia con la fundación, al lado de su amigo y correligionario Mauricio Magdaleno, del Teatro de Ahora, para el que concibió varias obras: “La honradez es un estorbo”, “El triángulo sin vértice”, “Masas”, “Tiburón”, “Justicia S. A.”, San Miguel de las Espinas, etc.. Invaluable experiencia que le permitiría incorporarse al incipiente cine mexicano con sonido integrado a la imagen, primero como guionista y codirector por medio de las respectivas adaptaciones de “Tiburón” (Ramón Peón, 1933) y del cuento de Mauricio Magdaleno intitulado “El compadre Mendoza” (Fernando de Fuentes, 1933), y también como argumentista de “El fantasma del convento” (Fernando de Fuentes, 1934). No por azar ambos filmes de De Fuentes, sobre todo el segundo, una excepcional obra de horror, asimilan en alto nivel el influjo del expresionismo germano.
La manifiesta calidad de esos dos filmes y el hecho de que en el primero de ellos Bustillo Oro había fungido como principal colaborador del director contribuirían para que, finalmente, el otrora destacado promotor del Teatro de Ahora pudiera iniciarse en la realización de cintas sonoras con “Dos monjes”, filmada a partir del 17 de septiembre de 1934 en los estudios México-Films luego de convencer a sus reacios productores, los hermanos José y Manuel San Vicente, de la necesidad de transformar el convencional argumento de José Manuel Cordero para hacer una obra de carácter experimental, algo muy similar a lo que había ocurrido con el proceso de realización de “El gabinete del doctor Caligari”, que en su origen iba a ser una obra de tomo realista.
En vista de la sólida formación de Bustillo Oro como artista de los escenarios, no resultaría casual que, a simple vista, “Dos monjes” fuera un ejemplo de lo que el historiador y teórico francés Jean Mitry denominó como la ya mencionada “teatralidad”, es decir, “una construcción dramática que imita al teatro y que es producida según una dirección aplicada a las condiciones del cine, concepción de la cual “El asesinato del duque de Guisa” es el primer modelo”. Toda la trama del filme de Bustillo Oro, que sintetizaba la tragedia derivada de un triángulo amoroso (vuelta de tuerca del que era implicado en “La broma de los relojes”), se desarrollaba en decorados de sets cinematográficos (diseños de Carlos Toussaint construidos por Mariano Rodríguez Granada), de los que parte de ellos, aquellos que significaban la perspectiva de un hombre trastornado de sus facultades mentales, estaban claramente inspirados en la “perturbada” escenografía de “El gabinete del doctor Caligari”. Además, la cinta de Bustillo Oro se sustentó en la estructura de contrapuntos que hacía eco a la moderna dramaturgia del italiano Luigi Pirandello (“Seis personajes en busca de un autor”, “Cada uno a su manera”, “Enrique IV” y demás ejemplos de “Teatro dentro del teatro”), solo que adaptada a la atmósfera de los grupos bohemios en el México del siglo XIX. Y también jugaron su papel tanto el estilo iconoclasta de Agustín Jiménez, quien debutó como camarógrafo precisamente en “Dos monjes”, ello tras haber ejercido como fotógrafo de fijas en “El compadre Mendoza” y “El fantasma del convento” luego de brillar con luz propia en el movimiento renovador de la fotografía mexicana que había irrumpido hacia 1923, como el diseño y elaboración de máscaras debidas al destacado escultor estridentista Germán Cueto. Pero, pese a su inevitable “teatralidad”, en la primera cinta sonora de Bustillo Oro también quedó claro que su sólida formación cinematográfica fue determinante para que, mediante el despliegue de imágenes insólitas y avanzado montaje fílmico (compleja síntesis de “montaje al interior del plano”, montaje analítico y montaje sintético, con audaces desplazamientos de cámara montada en una grúa), “Dos monjes” se erigiera como un notable ejemplo de cine vanguardista, liberado de la raigambre de los escenarios que la muy limitada producción y la claustrofobia de su tema exigían. En esa línea, como él mismo lo señalaría en sus memorias, la obra estaba concebida para plasmar de forma contundente la secuencia final en la que, justificada por el delirio agónico del personaje interpretado por Carlos Villatoro, “una serie de escenas que bordearan el misterio y compusieran un encadenamiento conturbador [lograran] producir la impresión del caos en que se derrumba un alma cuando se desprende de lo geométrico, cuando entra en el desistimiento absoluto y se asoma al infierno”. Llama la atención que la parte más significativa de ese desquiciamiento previo a la muerte haya sido mostrada por medio de una serie de máscaras que parecen impactarse de manera cada vez más violenta y sucesiva contra la cámara, es decir, contra la pantalla, tomas semejantes, por composición aunque no por su propuesta de sentido, a las máscaras-calaveras que rotan frenéticas en el tiovivo de un parque popular y que habían sido filmadas por Sergei M. Eisenstein para lo que iba a ser el epílogo de su finalmente frustrada ¡Que viva México!, aunque también se trate de una ineludible cita al frenesí que remite a las obsesivas rotaciones de los aparatos de la feria de “El gabinete del doctor Caligari”.
Pero si con “Dos monjes” Bustillo Oro pareció saldar una enorme deuda teórica y conceptual con el expresionismo, de ahí en adelante su condición de autor pleno pareció reservarse únicamente para otros casos en los que ese estilo estético pudo ser reelaborado en la pantalla cada vez que la lógica mercantil de la industria cinematográfica mexicana así se lo permitió. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a películas como “El misterio del rostro pálido” (1935), “Monja, casada, virgen y mártir” (1935), “Nostradamus” (1936), “El ángel negro” (1942), “En tiempos de la Inquisición” (1946), “El hombre sin rostro” (1950), “La huella de unos labios” (1951), “El asesino X” (1954) y “El medallón del crimen” (1955), obras en las que, en mayor o menor medida, se hace evidente la pretensión de que las diversas formas de perturbación de los personajes sea sentida por los espectadores mediante aquella exteriorización en imágenes de su respectivo mundo interno. En otras palabras, toda una búsqueda de congruencia consigo mismo como creador y con su implícita visión del mundo.