Por Sergio Huidobro
Hay dos formas de llegar a Cannes: por tierra o en un yate. Por tierra, porque una población costera que no rebasa los 80 mil habitantes difícilmente amerita la construcción de un aeropuerto. Por yate, porque casi todo el que llega a Cannes, llega porque puede pagarse uno. Si no puede, es porque trabaja por temporada aquí o viene como cronista. El último es mi caso, llego por carretera desde Niza para cubrir y detallar para México el festival que, año tras año, representa algo así como el 20% de la economía de la localidad: la madre de todos los festivales de cine: Cannes.
Orgullosos, los cannoises citan estadísticas que prueban que el certamen es el tercer evento con más prensa acreditada en el mundo, por detrás del mundial de fútbol y los olímpicos; doce días después, ninguno dirá lo mismo: estarán cansados de esta vorágine aplastante que arrasa con la calma habitual de sus habitantes.
Niza está a unos veinte minutos de la entrada a Cannes. Las separan más de treinta kilómetros de campiña, villas campestres y chalets aislados. La región, escasamente habitada hasta mediados del siglo XIX, se benefició de la expansión de líneas de ferrocarril que de pronto trajeron aquí a las familias de la alta sociedad francesa, dispuestas a pasar unos días de sol al año, paseando con sombrillas a la orilla del mediterráneo. Al turismo europeo de entreguerras se le sumó el de magnates estadounidenses fascinados por el aura de las localidades vecinas, como el Principado de Mónaco o Montecarlo, la del casino.
Entrar al diminuto centro histórico de Cannes (casi es más grande que el resto de la ciudad) es sumergirse en la evocación de ese proceso, aunque hoy transmutado en turismo puro y duro: en los pisos de los edificios más vistosos no vive casi nadie, pues pertenecen a inquilinos que residen en otras ciudades y vienen a pasar el verano aquí, a su casa vacacional.
Esta es la última noche de Cannes sin festival. Nadie podría decir que esta villita costera, tan desierta hoy, con todas las ventanas y tiendas cerradas, mañana va a transformarse en el festival cinematográfico por antonomasia. Las noticias corren como polvo en las banquetas: que llegó Nicole Kidman, que siempre sí viene Tarantino para presentar un homenaje a Leone y, con tristeza generalizada, poco a poco se comenta en varios idiomas que Malik Bendjelloul, el director de “Buscando a Sugarman”, fue encontrado muerto esta mañana. Por la noche, los periodistas empiezan a ocupar las mesas de los restaurants en su última noche libre. Son restaurants griegos, armenios, árabes o turcos, hijos de la migración que mantiene engrasada a la economía francesa desde que su burguesía perdió la mayor parte de sus esplendor y sus industrias culturales tradicionales comenzaron a fracturarse.
En privado, los reporteros hojean sus catálogos y marcan los horarios, planifican las funciones y agendan sus entrevistas. En algún lugar, probablemente está cenando alguien que en menos de dos semanas habrá Ganado la Palma de Oro. En las calles desiertas, solitarios Marcellos Mastroianni sostienen la mirada detrás de sus lentes oscuros en cada anuncio luminoso. Por lo demás, es el silencio anterior al estallido. O casi.